Como aviador naval, como prisionero de guerra torturado, como congresista o como senador, John McCain no tuvo en su vida otro objetivo que servir a la patria. Fueron sesenta de sus ochenta años los que dedicó a esa tarea y a lo largo de los mismos fue dejando invariable constancia de su carácter y de sus convicciones: la lucha por la democracia dentro y fuera de su país,la búsqueda del acuerdo y del consenso por encima de las fronteras ideológicas, le prosecución del bien común más allá de cualquier otra consideración, el cuidado por el débil y el desamparado.
No ocultó sus credenciales conservadoras ni rehuyó la batalla política pero en el momento de la verdad supo anteponer lo que entendía como bien del país a sus propias conveniencias personales. Ello le llevó en los últimos años de su vida a ser el centro de un pequeño grupo bipartidista de senadores que el parecer de muchos y en el sentir de tantos otros, sin renunciar a sus ideas, encarnaba la razón y el progreso ante la parcelación tribalista de partidos, grupos de interés o proclamas identitarias.
Hombre de genio rápido y florido, y de permanente sentido del humor, estuvo siempre al alcance del ciudadano grande y pequeño y de los medios de comunicación importantes o menos. Poco le faltó en varias ocasiones para llegar a la cima de la representación política, bien como Vicepresidente o como Presidente de los Estados Unidos. En el año 2000 tuvo que ceder la candidatura presidencial republicana a George W. Bush y en el 2008 no tuvo más remedio que plegarse a la oleada imparable que llevó a Barack Obama a la Casa Blanca. En esta última ocasión, y según su propia memoria, no le favoreció el haber elegido como candidata a la Vicepresidencia a la que fuera Gobernadora de Alaska, Sarah Pallin, carta feminista tan atractiva como inconsistente.
Impermeable al éxito o al fracaso, a la Kipling, encontró en la presidencia de la comision senatorial de Defensa su mejor refugio y desde allí canalizó la gestación de la ley recientemente aprobada sobre la mejora y ampliación de los presupuestos para la Fuerzas Armadas que lleva su nombre. Se le recordará por muchas y variadas cosas, de diverso brillo, pero muchos prefieren hacerlo en aquella respuesta que dirigió a una enfervorizada anti obamista durante la campaña presidencial: «Señora, usted se equivoca, mi contrincante es una persona decente y un buen hombre de familia, con el que tengo algunas discrepancias sobre asuntos varios». El entristecido fervor con que los americanos han lamentado su fallecimiento bien explica el alcance de su figura: un hombre digno que dedicó su vida a mejorar la de los demás. Es el mejor epitafio que su figura merece en estos tiempos de tribulación e inconsistencia.
Por Fígaro.
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