Una de las grandes tradiciones dentro de la literatura norteamericana es la referencia al sur y la temática racial; desde Lo que el viento se llevó a clásicos modernos como El ferrocarril subterráneo, del Pulitzer Carlson Whitehead. En esta corriente literaria se enmarca el clásico imborrable de Harper Lee, Matar a un ruiseñor; inmortalizada en la gran pantalla por un inmenso Gregory Peck en el papel de Atticus Finch. Obra clásica de la literatura que, paradójicamente, ha dejado de incluirse en algunas escuelas sureñas como lectura académica. Los colegios arguyen a petición de los padres que el vocabulario usado en la novela, propio de la época que precisamente quiere reflejar, resulta incómodo –adjetivo utilizado en la mayoría de los medios de comunicación cuando hacen referencia al debate generado- para muchos alumnos.
Lee dibuja una novela íntima basada, en gran parte, en experiencias personales con una gran habilidad narrativa. Utiliza la ingenuidad del punto de vista de una niña como inteligente ángulo narrativo a partir del cual explicar la dureza del conflicto racial en el Sur en la América de la posguerra. Se trata de una novela no exenta de un cálido sentido del humor, muy humano, como hizo notar en su día el propio Capote (también originario del Sur y compañero de fatigas de Lee). La palabra ‘nigger‘ (negrata), hoy motivo de alarma para la “pussy generation” en feliz expresión de Clint Eastwood, se usa de manera frecuente para referirse a las personas afroamericanas.
Las quejas de los padres resultan paradójicas. Matar a un ruiseñor es una de las novelas que mejor ha retratado el conflicto racial en Estados Unidos. La decisión de los centros es tremendamente preocupante por la tendencia en los cambios en la educación, y por el tipo de ciudadano que estamos formando para el futuro.
Educar es poner límites y enseñar a pensar. Pensar, probablemente la acción que nos convierte en la especie más sobresaliente, y que surge necesariamente de la incomodidad: al igual que cuando estamos molestos en una silla cambiamos de postura, la mente también reacciona contra lo incómodo. Cristalizan así nuevas reflexiones. La vida no siempre es placentera, y desde luego dista mucho de ser perfecta o justa. Educar es también conocer y aceptar la naturaleza imperfecta del hombre, y por extensión la de todas sus creaciones. ¿Por qué lo que no incomodaba hace unos años si lo hace ahora? ¿Por qué no reflejar la historia tal y como es?
La novela de Lee no es para niños, –la trama va de cómo un negro es acusado falsamente de violar a una chica blanca y del conflicto social que esto supone en un pueblo pobre de Alabama–, pero sí para adolescentes, a quienes parece que ahora se les quiere proteger de un lenguaje hoy políticamente incorrecto y una historia moral y sin concesiones. Un síntoma más de este buenismo mal entendido, generalizado en algunos ámbitos, reflejo de una sociedad cada vez menos tolerante con la propia naturaleza imperfecta de lo humano y, por otra parte, de una educación cada vez más protectora, fragilista diría Taleb, que alumbra ciudadanos cada vez más débiles y dependientes de esta protección tontuna.
Lo cierto es que la figura ejemplar de Atticus Finch, –personaje que guarda ciertas similitudes con Howard Roark y algún que otro paralelismo con el héroe capriano–, y que se convirtió en una gran fuente de inspiración para toda una generación abogados y activistas pro derechos civiles, no puede ser más necesaria y educativa. Finch es la quintaesencia del arquetipo del héroe en busca de la Justicia. Un personaje de gran coraje moral, resistencia emocional, y valentía para llevar a cabo con firmeza y eficacia lo que hay que hacer. De guiar su acción únicamente por aquello que es moralmente correcto, sin importar la corrección del momento. Lee dibuja un padre afectivo a la par que exigente, cercano al mismo tiempo que firme, empático y sensible, que dispensa el mismo trato exquisito al juez que al más humilde de los campesinos, al negro que al blanco, y que, además, es un ávido lector. Colmo de virtudes y buen referente para cualquier joven.
En la Alabama pobre, polvorienta, racista y calurosa, Atticus Finch emerge como una luz que ilumina la vida y la educación de sus dos jóvenes hijos, a los que sabe proteger de los males de este mundo, pero no se los oculta, les enseña a vivir con ellos como parte esencial del camino hacia la madurez. Una luz y una compañía de gran utilidad y valor que no parece interesar a las nuevas generaciones de padres, obsesivos y sobre-protectores, que únicamente alumbran personas frágiles e incompletas.
Por Fígaro.
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