viernes, 24 de agosto de 2018

El nacionalismo económico en Antonio Maura (II)



La salida de Romero Robledo -político destacado en pergeñar arreglos electorales- dejó como segundo de a bordo de Cánovas a Francisco Silvela, abogado distinguido e inteligente que fue nombrado ministro de la Gobernación en el Gobierno de Cánovas de 1890. Pero el propio Silvela se inclinaba hacia un rechazo general de todo el sistema de partidos basado en la manipulación electoral y con el liderato de “El Monstruo” como parte de ella. La disidencia, consiguientemente, era algo más que una incompatibilidad personal. Pero mientras que para el primero -Cánovas- la decadencia de España en el siglo XVII era consecuencia del fracaso de sus estadistas para actuar dentro del limite de sus recursos, para Silvela la decadencia era consecuencia de la falta de moralidad personal en los estadistas. Esos métodos -los electoreros- eran abominables por sí mismos.

El nuevo conservadurismo de Silvela se basaba en dos proposiciones: la primera, como ya ha quedado advertido, que las técnicas electorales de los dirigentes del partido aislaban al gobierno e impedían la participación en él de una sólida opinión neutral; la segunda, que la función del partido había de conseguir aplicar la opinión publica, por el conducto del gobierno, a la solución de los problemas de la nación. Mientras que Cánovas veía en el simple mecanismo de rotación de los partidos el secreto de la estabilidad del parlamentarismo inglés, Silvela veía su fuerza en su sensibilidad para la opinión pública, una vez que ésta estuviera organizada. Entre 1894 y 1898, Silvela desarrolló el programa de este partido. Su base era una reforma total del gobierno municipal; que sobre la plataforma de la moralidad municipal confiaba unir a la opinión honesta, disgustada por la utilización brutal de la influencia municipal, característica del sistema canovista. Representaba la regeneración desde arriba, obra de las “clases superiores”.
Gamacistas y silvelistas compartían el mismo programa de reformas administrativas y económicas. Además, Gamazo aspiraba a liderar el último, dejando de ser facción. De modo que, entre 1899 y 1901, apoyarían a Silvela, hostigando a Sagasta.
Con Gamazo enfermo, Maura empezó a capitanear esa facción. Catalanistas, bizcaitarras y demás “mambises caseros”, decía Maura, perturbaron la unidad nacional. Las huelgas y las manifestaciones se extendían. Silvela no podía hacer frente a su programa. Apenas apoyaría la polémica reforma hacendista de Villaverde.
El interés por la política suscitado por la guerra en las Antillas -reflejado de modo inequívoco por el enorme aumento, durante ella, de la circulación periodística- y luego la gravedad de los problemas financieros y económicos inmediatos a la terminación de la contienda, abrieron los ojos a muchos españoles acerca de las repercusiones graves que podían seguirse de la inhibición política. Silvela y Maura habían de intentar la asimilación y el encarrilamiento de las fuerzas que nacían a la política. Lo dictaba, no sólo la conveniencia para la monarquía de evitar que se creara un núcleo poderoso de opinión al margen de ella, sino también la necesidad misma de encontrar en esa movilización el coadyuvante necesario para llevar a término una política en la que el solo apoyo de los partidos dinásticos de estructura caciquil, ni estaba garantizado, ni era seguro que bastara.
Similares las intenciones de ambos políticos -Silvela y Maura-, espíritu selecto, el primero, clarividente y leal, le faltaba resolución y brío para semejante obra constructiva.
Dice en su prologo Juan Pablo Fusi, que era Silvela intelectual exquisito, escéptico, pesimista, elitista, despectivo. Quizás esa distancia le llevaría a no poner la correspondiente energía en la inmensa tarea que resultaba precisa poner en práctica.
Habría algo que añadir a esa diferencia de caracteres. Y era que existía algo que les diferenciaba a Silvela y a Maura, según Silió: “en ser Maura un creyente apasionado en el pueblo español y Silvela un desilusionado, presa ya del escepticismo, que no estorbaba la insuperable labor crítica y tal vez realizaba la aristocrática elegancia de una oratoria limpia, fina y ponderada; pero restaba, en cambio, energía y tenacidad al esfuerzo, en las luchas contra las resistencias acumuladas en el frente enemigo”.
En resumen, que a Silvela le faltaba la energía que a Maura le sobraba y a éste le faltaba el concurso de un partido en el poder que Silvela le podía proporcionar.
La simpatía moral les había aproximado, en todo caso, años antes, todavía en vida de Gamazo; por ejemplo, cuando recién formado el gobierno de Silvela -de febrero de 1899- renunciaron él y Fernández Villaverde a la cesantía que les debería corresponder como ministros. Maura (que se sumó a la iniciativa, así como Canalejas y el propio Gamazo) escribió al Presidente del Consejo aplaudiendo aquel gesto, en el que veía “un ejemplo precursor de muchas determinaciones austeras”. “Carga natural de las dignidades es la predicación con obras -añadía- y no creo que deba ser privativo del Gobierno y de sus adeptos este comienzo que aplaudo”.

Maura y Fernández Villaverde

El pacto entre Silvela y Maura se hace en Valladolid, en el teatro Lope de Vega, el 18 de enero de 1902.
Así pues, se producía la definitiva entrada del político mallorquín en el partido fundado por Cánovas, en ese momento presidido por Silvela. “Hoy la libertad se ha hecho conservadora”, anunciaría Maura. Su ingreso en el partido conservador fue en general bien visto, salvo en el caso de Raimundo Fernández Villaverde. Aspirante al liderazgo de esa formación política, no podría sino advertir el madrileño la ascendente rivalidad que le auguraba el nuevo dirigente.
Nombrados ambos políticos -Maura y Fernández Villaverde- ministros en el Gobierno Silvela de diciembre de 1902, el primero al frente de Gobernación, de Hacienda el segundo, no podían sino producirse tensiones entre ambos. Pero no sólo entre ellos. Sánchez de Toca pedía más presupuesto para la reorganización de la Escuadra, a lo que Maura se añadía, además de pedir él más presupuesto para la descentralización. Eso pugnaba con la actitud niveladora de Villaverde. La nueva orientación de la política económica -el llamado nacionalismo económico- modificaría la orientación y la clientela política del gobierno y del partido que lo encarnaba.

“Será ésta -proclamaría Silvela al presentar su programa- no la obra de un partido a la antigua usanza, sino de una conjunción de fuerzas unidas por un pensamiento común y dispuestas.a los mayores sacrificios, fuera de la clase que fueren”. Pero, en realidad, la “comunidad de pensamiento” era más efectiva entre Maura y Silvela que en el mismo seno del conservadurismo silvelista. Y no tardó en concretarse la fisura, ya anteriormente insinuada a través de los austeros criterios de Villaverde. Si Silvela, Maura y Sánchez de Toca hacían cuestión esencial de gobierno un programa de reconstrucción de la escuadra, imprescindible aunque costoso, Fernández Villaverde supeditaba toda iniciativa al “sacrosanto temor al déficit”.
A este respecto diría Silvela: “La verdadera nivelación del presupuesto no consiste sólo en la reunión matemática de los gastos y de los ingresos al cabo del año; no, es algo más que esto; es el primero y el indispensable paso, pero nada más que el primero para llegar después a la constitución de una Hacienda robusta y a la dotación para el país de un plan de obras públicas, de unos útiles de trabajo y de producción proporcionados al progreso general de las naciones, de unos elementos de defensa en mar y tierra que afirmen su personalidad y que la constituyan en el rango que debe ocupar y en el papel que debe desempeñar entre todas las nacionalidades modernas… Estas obras que nosotros habíamos pensado completar con un segundo presupuesto, desenvolviéndola con las autorizaciones que teníamos y otras que podían haberse solicitado, ha quedado interrumpida”.
Sería en concreto el proyecto de Sánchez de Toca -la propuesta de llevar a cabo la reconstrucción de una escuadra en el plazo de diez años- el que probablemente decidió a Fernández Villaverde, incluso antes de que las elecciones a Cortes se llevaran a cabo, a presentar la dimisión de su cargo. El 25 de marzo le reemplazaba Faustino Rodríguez San Pedro. Ya en ese momento, y en su fuero interno, Silvela decidió a su vez, de forma irrevocable, una próxima retirada del poder, que debía ser seguida muy de cerca por su apartamiento de la vida pública.
La dimisión de Villaverde provocaría la primera crisis parcial del gobierno. Una crisis que sin embargo le llevaría a la jefatura del gobierno, en diciembre de 1903, toda vez que las elecciones limpias de Silvela y Maura produjeran un significativo incremento en la representación republicana y el consiguiente disgusto en Palacio.

Maura, líder del partido conservador

Como era fácil de prever, con la reapertura de las Cortes a finales de octubre, Silvela anunciaba su retirada. Maura hizo un hábil y elocuente discurso. Defendió la disciplina de la mayoría, apoyó a Villaverde e hizo una apología de la labor de Silvela y la unidad del partido. Fue un discurso funerario. Tres semanas después caería el gobierno Villaverde. Maura subiría al poder.
La retirada de Silvela no serviría, por lo tanto, ni mucho menos, para robustecer la posición de Fernández Villaverde. “Cuantos reprochaban lo ocurrido en la crisis de julio, fuese cual fuese el color del cristal política con que lo mataban, veían en Maura, la personificación del “Villaverde, no”, esto es, el factor negativo, el anti sempiterno que es fuerza enorme en cualesquiera vicisitudes nacionales”. Fuera así o no, ese factor negativo no dejaría de presidir el escenario público español, que mutaría en muy pocos años en el “Maura, no”, después del gobierno largo de este último.
“No puedo creer -dijo Maura entonces, en el debate que le encumbraría como líder del partido- que el ensayo se haya concluido, y no tengo motivos para desesperar de los éxitos … Esta mayoría, al renunciar su jefe, sigue incólume, señal clara de que no estaba formada por los vínculos personales ni por los zurcidos del interés, ni por los galeotes de las ambiciones, sino por las ideas, viniendo a acontecer lo que acontece en las familias bien formadas, que quedan incólumes cuando la muerte troncha el eje de la autoridad paterna o desbarata el nido santo del procomún”.
La ovación que acogió estas palabras podía muy bien interpretarse como un voto de censura a Villaverde; los aplausos acompañaron al orador hasta el pasillo, fuera del hemiciclo, prácticamente el marques de Pozoblanco se había quedado solo en la discusión de los Presupuestos . Y fue el propio Silvela quien puso corolario adecuado a la situación: cuando aún no se había apagado el eco de los aplausos, tomó a Maura por el brazo y adelantándolo hacia la mayoría, exclamó: “¡Tomadlo! ¡Este es vuestro jefe!”.
Virtualmente, Villaverde podía considerarse derrotado. Pese al compromiso contraído por la mayoría en general -y ratificado por el propio Maura- de prestarle su apoyo para que los Presupuestos pudieran ser votados dentro del plazo que la Constitución marcaba, ni aún esto le fue posible al ilustre hacendista. La obstrucción cerrada de republicanos y liberales -que seguían empeñados en mirarle como instrumento palatino para “salvar” unas elecciones peligrosas-, acabó abocándole a la crisis de 5 de diciembre. La solución dada a ésta por el Rey resultaba de nuevo, tan lógica como ortodoxa: Maura era encargado de formar gobierno.
La llegada de Maura a la presidencia fue saludada por la prensa. Así El Universo decía: “Hemos salido de detrás del mostrador -Villaverde- y entramos en las regiones del arte de gobernar”.

Fue el primero de los gobiernos de Maura, un gobierno corto, en el que buena parte de sus proyectos -heredados de Silvela y aún de Germán Gamazo- no llegarían a ver la luz de la Gaceta. Pero sí existió un elemento que iluminaría aquéllos breves meses: el primer viaje de SM el Rey a Barcelona. Empeño que enfrentaría a Maura a no pocas gentes y que concluiría en un rotundo éxito.
Y ese viaje le fortaleció en la jefatura del partido, Villaverde, que aún aspiraba a serlo, sabría desde entonces que cualquier tentativa en contra del político mallorquín estaba llamada al fracaso.

Maura en el poder, su accion económica

Juan Velarde, hace un resumen de su acción con las siguientes palabras:
“Un brillante conjunto de realizaciones, junto con una actitud pasablemente reformista de un refuerzo grande del denominado principio de autoridad y del despliegue, entonces muy original, de una política económica nacionalista que consigue aceptables cotas de renta creciente por habitante”. “Una política bismarckiana”.
Era entonces la contradicción entre librecambismo y proteccionismo. Una contradicción que ya en una intervención parlamentaria en 1906 consideraría Maura como imposible en sus propios términos. Diría el político mallorquín a Azcárate:
“¿Es que el Sr. Azcárate es dueño, lo seria el Parlamento, lo seria la nación entera de trazar una política librecambista? ¿Donde, rodeados de naciones en las cuales no solamente los aranceles han puesto en la más formidable de las defensas los mercados interiores, donde se han juntado con el valladar arancelario las organizaciones sociales, los grupos económicos, con los ferrocarriles en manos del Estado, la exportación centralizada, organizada, subvencionada por los Imperios, y todo eso contra nuestra pobre industria, para que vinieran a colocar en el mercado español los resultados del capital y el trabajo extranjeros? ¿Que librecambio es ese?”
Y era que cualquier desarme arancelario, no correspondido además por las restantes Naciones, constituiría una herida de muerte a aquella frágil industria, apenas naciente en España. Pero, para el político mallorquín, aquel nacionalismo económico no podría durar eternamente:
“Entretanto -decía Maura- los grupos, aquellos grupos instintivos, defensivos y agresivos, cristalización espontánea de los intereses, se iban cobijando tras las fronteras, tras el reniego del librecambio, tras de los aranceles, que ya eran un acto de soberanía, e iban captando de cien maneras la soberanía y asociándola al interés de una clase económica , ¡cuando la soberanía no es nada si no es el sacerdocio de la justicia!”
Una economía, por lo tanto, condicionada al interés de la nación; no a los egoísmos de algunas clases productivas. Siempre a favor del desarrollo del país y en contra del retardo que algunos pretendían de la defensa que les proporcionaban los aranceles.
Por Fígaro. 

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