Jonathan Haidt, profesor de ética del liderazgo de la Stern School of Business y autor de The Righteous Mind, pidió a los centenares de psicólogos sociales que asistían a un congreso, que levantaran la mano según se identificaran con las etiquetas ideológicas que les iría mostrando. El 80% se consideró de izquierda o de centro izquierda, el 2%, centrista o moderado, el 1%, liberal. Nadie admitió ser conservador. Estoy convencido de que las cosas están cambiando y que en el conjunto de Europa, con la excepción de España (donde el adjetivo conservador sigue siendo un agravio), es hoy más fácil declararse heterodoxo, es decir, conservador, que hace treinta años, porque han visto con más claridad cómo el optimismo progresista va siendo sustituido por discursos heterogéneos sobre los traumas y descontentos de diferentes grupos (es lo que se ha dado en llamar “politics of identity”), cosa, por cierto, de la que los obreros parecen tomar buena nota. Pero, en conjunto, el conservadurismo sigue siendo visto como un conjunto de prejuicios trasnochados y añoranzas de un pasado estamental en el que el servicio sabía cuál era su lugar.
Hemos avanzado poco desde que Balmes escribiera, en 1843 dirigiéndose a los liberales: “Hombres que tan inconsiderablemente condenáis todo lo antiguo, que creéis haber iluminado el mundo, que os figuráis a la humanidad envuelta en gruesas tinieblas hasta que vosotros las disipasteis (…), si demandáis tolerancia para vuestras opiniones, dispensadla vosotros a las ajenas.” Que esto lo diga Balmes tiene especial significado porque su preocupación nunca fue cómo frenar el cambio, sino cómo dar forma a un pensamiento político que “ni desprecie lo pasado, ni desatienda lo presente, ni pierda de vista el porvenir.”
Hace ahora cien años, Ortega y Gasset se asomaba a la ventana de El espectador con un primer artículo en el que se presentaba como “nada moderno y muy del siglo XX”. La reivindicación del conservador de nuestro tiempo debería ser de este tenor: “Nada moderno y muy del siglo XXI”. No hay que ser sólo moderno por una razón elemental: lo moderno –lo hodierno– ya no hace referencia a una situación cronológica en la línea del tiempo, sino que se ha cargado axiológicamente y se ha convertido en un criterio para juzgar el valor de las cosas. Hasta tal punto esto es así, que si algo se presenta como moderno, su bondad se da por supuesta. Ser moderno quiere decir, entonces, estar sometido a la mística autoridad de lo que se lleva, practicar esa “novolatría” contra la que advirtió Pedro Mártir de Anglería a los fascinados por el Nuevo Mundo. En aquel momento el Nuevo Mundo estaba al otro lado del Atlántico, ahora, al otro lado del pasado.
El conservador quiere vivir en su tiempo. Pero su tiempo es un presente dilatado. Ni vive sometido a lo que Michéa llama el “complejo de Orfeo” -pues nada le impide mirar hacia atrás para observarse a sí mismo-; ni le niega el futuro el derecho a guardar memoria del pasado. Acepta con satisfacción la historia que envuelve su vida cotidiana, tanto en su lenguaje como en su manera de habitar sus ciudades y campos.
Sabe que la mayor parte de las ideas del presente son residuos de sistemas filosóficos y religiosos que hace tiempo declinaron y que las mismas palabras que usa para clarificar su presente, poseen su propia historia, de modo que para comprenderlas hay que reconstruir su genealogía.
Encuentra el trazo del pasado en los caminos, los recodos, las cruces, los puentes, los bancales, las ermitas, las lindes, las acequias de riego, los mojones… en esas ruinas ante las que se detiene para afirmar como Quevedo: “tendrán sentido” …
Oye la voz del pasado en cada paso que da por su ciudad. Todo lo halla impregnado, como decía Ortega en la “Introducción a un don Juan”, “de densas advertencias: cada cosa palpita cargada de mil alusiones”.
El conservadurismo es la ideología del compromiso con las diferentes dimensiones del tiempo y la voluntad de sentirse solidario del pasado, del presente y del futuro; la pretensión de elegir los ancestros y los descendientes.
“Créame”, le escribe Valera a Menéndez Pelayo desde Lisboa, donde era embajador de España, el 5 de mayo de 1883, “los bárbaros no vienen del Septentrión: están en casa.” Los bárbaros son los que no saben vivir en el presente si no es parasitándolo. La manera más común de este parasitismo es la añoranza, bien sea de pasado (los retrógrados) o de futuro (los progresistas).
Vuelvo a Jaime Balmes. En su Pio IX, que tantas críticas le causó entre los católicos reaccionarios, vio claramente que “hay algo en la marcha de los acontecimientos que no cabe en moldes mezquinos; hay algo en la corriente de las ideas que pasa por entre las vallas de las bayonetas (…). Es preciso no confiar demasiado en los medios represivos porque la experiencia los muestra débiles; a ideas es necesario oponer ideas; a sentimientos, sentimientos; a espíritu público, espíritu público; a la abundancia de mal, abundancia de bien; a constancia en disolver, constancia en unir; a tenacidad en trastornar, perseverancia en organizar.”
Resaltemos: “a sentimientos, sentimientos”, porque en política se piensa sintiendo.
El conservador no se niega a ser moderno, sino a ser sólo moderno. En este adverbio, “sólo”, se encuentra su diferencia política específica. Quiere enriquecer la tradición manteniendo transitables los caminos que ya han sido abiertos por la propia tradición, para renovar así lo que ha recibido de sus padres. Sabe que los pueblos poderosos son los que por tener confianza en sí mismos, creen en su capacidad para afrontar el futuro.
El conservador observa con cierta sorpresa, no exenta de satisfacción, esa corriente de la modernidad que, en lugar de abandonar el pasado en los desvanes, no deja de revalorizarlo. Toma buena nota del hecho de que las mismas sociedades que gastan ingentes cantidades de recursos fomentando la innovación, sienten la necesidad de compensar el desvanecimiento del pasado con formas cada vez más institucionalizadas de rememorarlo. Como bien ha observado Odo Marquard, el moderno –el moderno moderno, para entendernos- muestra una sorprendente necesidad de compensar lo que el tiempo pretende relegar al olvido. Por eso nuestra época innovadora es también una época recuperadora. Buscamos las recetas de la abuela y productos “del campo”, ponemos chimeneas en nuestras casas, valoramos el buen trabajo artesanal, visitamos paisajes naturales que parece que no hayan sido hollados por el hombre, preservamos con todo cuidado los antiguos restos arqueológicos, la ecología se presenta en alguna de sus variantes como una religión ancestral, nos interesa nuestra genealogía, confiamos ciegamente en medicinas alternativas porque supuestamente provienen de “prácticas terapéuticas milenarias”, nos gusta celebrar las gestas de nuestro pasado que consideramos más dignas, abrimos tiendas en lugares chic de las ciudades para poner a la venta productos “vintage”, nos manifestamos en contra de la “apropiación cultural” para preservar así lo genuino de cada cultura, elevamos lo indígena y lo étnico a categoría moral… Cada pueblo tiene su museo histórico… De hecho, la nuestra es tanto la época de los parques tecnológicos como la época de los museos.
Pero lo que más le llama la atención al conservador es que los innovadores, por muy innovadores que sean, exigen a las instituciones fidelidades seguras, estables (aunque las suya sean condicionales) y firman contratos sólo con personas capaces de mantener su fidelidad a la palabra dada, es decir, a mantener en el pasado un enclave del futuro.
El conservador quisiera que los novólatras fueran capaces de entenderse cabalmente a sí mismos. Quizás entonces se percataran de que quienes sobresalen de la uniformidad, o sea, los verdaderos innovadores, son muchas veces los que se resisten a la comodidad del mimetismo y de que no pocas veces lo que perdura de una época es aquello que supo plantarle cara, porque su rebeldía le permite sobrevivir a su tiempo y encontrar sus contemporáneos en el futuro. La espuma que produce el bullicio del presente es lo primero que se lleva el viento de la actualidad en cuanto rola. Resistir al mimetismo, no rendirse incondicionalmente a los primeros emisarios del futuro, podría ser entonces, irónicamente, la forma más cabal de ser innovador.
El conservador posee convicciones que le permiten comprobar que no todo es líquido: hay permanencias antropológicas. La más permanente es la búsqueda de sentido. Por eso dejar al hombre sin las instituciones que le ayudan a encontrarlo –comenzando por la familia y acabando por la patria (la sentimental y la ecológica)- le parece poco sensato.
En su búsqueda de sentido, el conservador tiene en gran estima el ejemplo heroico de los grandes Héroes, por eso le gusta lo que escribe Pablo Antonio de Tarsia en el preámbulo de su biografía de Quevedo: “Fue loable costumbre de romanos y griegos alzar estatuas a los varones insignes en letras y armas para no perder de vista las virtudes y hazañas con que ensalzaron la República; y por que todos pudiesen aprovecharse del ejemplo que dejaron a los venideros, ponían en la peana una breve inscripción y noticia de las letras que profesaron, de la religión y piedad que siguieron y de los hechos nobles que granjearon la inmortalidad del nombre.”
Por Fígaro.
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