Cuando Francisco Franco murió el 20 de noviembre de 1975 una apabullante masa de ciudadanos españoles estaban ya dispuestos a transitar por un futuro en libertad y en democracia. Entre ellos había franquistas y antifranquistas, rojos y azules, creyentes y ateos, ricos y pobres y, sin diferencias sustanciales, gentes de todas las regiones del país. Todos convencidos de lo elemental: lo que contaba era la construcción del futuro.
No se trataba con ello de olvidar los cuarenta años de régimen autoritario o los tres años de guerra civil o las otras y múltiples incidencias que venían acongojando el solar patio al menos desde 1898, cuando España dejó de ser imperio. Pero la generalizada convicción de que la hora de construir una España donde todos cupieran estaba madura, pasaba por encima de cualquier nostalgia inmediata o remota, más allá del ajuste de cuentas, la venganza o el rencor. Fue aquel el tiempo de la generosa unidad, de la profunda reconciliación, cuando la pregunta era hacia dónde se quería ir y no de dónde se venía.
Fue Zapatero el que quiso romper el espíritu fundacional y unitario de la Transición para evocar, sin razón ni discernimiento, las contiendas fratricidas del guerracivilismo y reconstruir una historia de buenos y malos, de vencedores y vencidos, de memorias históricas que ya estaban en los libros y no en las mentes o en los corazones de la vasta mayoría ciudadana. Ni Zapatero ni sus conmilitones podían presumir de otra cosa que no fuera de historias tremebundas de sus antepasados, pero el artilugio no tenia nada que ver con la verdad o con la razón: se trataba de apelar burdamente al sentimiento para resucitar el espantajo de un general que ya llevaba décadas bajo tierra y de paso asociarle con las fuerzas políticas y sociales que no comulgaban con las prédicas neo-socialistas.
Era la manera de matar los tradicionales dos pájaros de un tiro: se resucitaba al enemigo y se negaba la legitimidad en el ejercicio del poder a todos aquellos que con él quedaban arbitrariamente identificados. Fue el obsceno ejercicio que socialistas y separatistas catalanes pusieron sobre el papel cuando firmaron el Pacto del Tinell, declarando explícitamente su voluntad de excluir por sistema de alianzas y acuerdos al Partido Popular. Tanto como colocarle fuera del sistema que aquella alianza non sancta quería construir.
Si bien se mira, a Sánchez le ha faltado tiempo para continuar con la misma trayectoria excluyente y deslegitimadora. No parece que las urgencias de la comunidad nacional necesiten en este momento del desentierro de las cenizas de Francisco Franco en el Valle de los Caídos. Mas bien la urgencia de Sanchez, y de los separatistas/estalinistas que con sus votos le han llevado a La Moncloa, es la recrear el espantajo adversarial y con ello reclamar en exclusiva el ejercicio para él y sus socios del poder en la que ya se adivina como era marcada por la tentación totalitaria. Breve ha sido el tiempo que ha tomado en desvelar sus verdaderas intenciones.
Sánchez, como antes Zapatero, no sabría vivir sin Franco. Y en eso, y confiemos que no en mucho más, se parece a los espantajos del separatismo catalán y vasco, en sus diversas encarnaciones, siempre dispuestos a calificar de franquista al que defiende la Constitución, al que clama por la fortaleza de una democracia liberal e integradora, al que abomina de las tribus y de sus gerifaltes, al que, con independencia de su edad, sexo o condición, sigue creyendo que España es la patria común e indivisible de todos los españoles. Al que espanta el racismo fundacional del separatismo, hoy tan brutal y groseramente representado en los escritos del presidente de la Generalidad de Cataluña Joaquín Torra.
Hubo cierto humor en los castizos que hace algún tiempo lanzaron aquello del “contra Franco vivíamos mejor”. Parece como si los socialistas de Zapatero y Sanchez lo hubieran interiorizado hasta convertirlo en “sin Franco no hay vida”. Seria conveniente revisaran sus jugueteos y en el entretanto leyeran a Antonio Machado, al menos para no repetir aquello de “españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Porque el problema no es Franco sino la unidad de la patria y la libertad de los españoles. Y para ello, mal que le pese a Sánchez, Iglesias, Urkullu, Rufián, Tardá y parecidos especímenes, nadie sobra.
Por Fígaro.
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