viernes, 24 de agosto de 2018

El nacionalismo económico en Antonio Maura (I)



La frase de Maragall, en la triste coyuntura del Desastre de 1898, resultaba estremecedora: “Aquí hay algo vivo, gobernado por algo muerto, porque lo muerto pesa más que lo vivo y va arrastrándolo en su caída a la tumba. Y siendo ésta la España actual , ¿quién puede ser españolista de esta España: los vivos o los muertos?".
Al empeño de restaurar lo vivo para que éste reinara sobre lo muerto dedicaría don Antonio Maura todos sus esfuerzos políticos. También en el ámbito económico, quizás uno de los aspectos menos estudiados de la acción pública del estadista español.

La situación económica y social existente con anterioridad

Escribía el Duque de Maura que en la España de casi todo el siglo XIX no existieron, en puridad, sino dos clases sociales: era una la pudiente, integrada por los grandes propietarios rurales, generalmente absentista, explotadora de los tres cultivos de secano (trigo, vino y aceite), básicos hasta entonces en la economía nacional; los propietarios urbanos y rentistas de riqueza mobiliaria, y los que en el ejercicio de cualesquiera profesiones liberales conquistaban renombre y holgura económica. Era la otra la proletaria de blusa o de levita, obligada a vivir del solo producto de su trabajo, manual o no, si bien estuviera este último mucho mejor remunerado que el primero e implicara también mayores obligaciones sociales.
Desde fines del siglo XIX, nuevas posibilidades económicas alumbran, en las regiones periféricas, riquezas considerables, mineras, fabriles y agrícolas, de regadío y exportación, con el consiguiente desarrollo del comercio, la navegación y la banca, y procrean una tercera clase social, nueva en la Península, aun cuando antiquísima en Europa, donde desde la Edad Media ha sido precisamente ella fautora de revoluciones liberales, y más adelante defensora y servidora de las instituciones parlamentarias. Se la puede denominar burguesía, para diferenciarla de la aristocrática o pudiente tradicional y de la mesocrática, que en España sigue viviendo merced a la nómina consignada en algún presupuesto, sobre todo en el del Estado, si bien la fijeza de los funcionarios, más general y respetada de año en año, a trueque de mejorar la situación de los que tienen un acomodo, aumenta notablemente el número de los que no hallan ninguno.
Ahora bien; los mineros, fabricantes, comerciantes, exportadores de frutos y animadores de compañías ferroviarias, navieras, siderúrgicas, bancarias, eléctricas, etc. Los burgueses en fin, o se mantienen, salvo contadas excepciones, lejos de la política, desganados o desdeñosos, cuando no maldicientes de ella, o profesan un regionalismo hostil al Poder central, a la hegemonía castellana y a los partidos históricos. El anquilosamiento de éstos se hace irremediable, estallan en su seno disidencias gravísimas, y las nuevas generaciones, incluso las mesocráticas, aquejadas ya de la desazón económica, prefieren alistarse bajo esas otras banderas, no obstante que el liberalismo y el conservadurismo retienen todavía los tinglados electorales, que en más de la mitad de España franquean aún fácil acceso a los Municipios, las Diputaciones provinciales y el Parlamento.
Las recién creadas asociaciones obreras tropezaban unas veces con la resistencia patronal a dejarlas subsistir; otras con la inercia de los propios trabajadores que apartándose de ellas frustraban sus intentos, casi siempre con la negativa capitalista a mejorar las bases contractuales del trabajo, y a menudo también por la incomprensión recelosa u hostil del público y de las autoridades.
Había también en España -según advierte el Duque de Maura- una facción que se podía calificar como de izquierdismo burgués: los republicanos. La candidez progresista sobrevivió en este grupo con tal vigor que jamás dudó el mismo que la revolución se trataba tan en obsequio suyo como aquella otra política, debeladora del trono secular de Isabel II y de Amadeo, el único.
En general, el educado malhumor de la mayoría del pueblo español aliviaba ahora, como antes, la irritación que le producían los golpes del destino invisible o indeclinable, descargándolos a su vez en algo o en alguien, y en nadie con más gusto que en el gobierno. Cuestión ésta que, como es notable, no fue circunstancial específica de nuestro país.

La situación socio-económica en otras naciones de nuestro entorno

En los países más progresivos de Europa, se operaba desde entonces una honda transformación de las fuerzas militantes del proletariado. El transcurso de los años había hecho patente la inanidad de las predicciones marxistas, que auguraban la rápida congestión del capital en manos de unos cuantos burgueses a quienes el proletariado internacional, unido y robustecido por la predicación de la lucha de clases, expropiaría fácilmente, arrebatándole los instrumentos de la producción e imponiendo en el mundo la sociedad colectivista. Ni la evolución económica seguía la ruta prevista por Marx, ni la Internacional borraba en la conciencia de los más de los trabajadores el sentimiento patrio y el de solidaridad nacionalista, incompatibles con el nacimiento de la nueva era. Se produjo entonces en el obrerismo europeo la crisis por la cual inevitablemente atraviesan todas las causas beligerantes cuyo triunfo no es rápido: optimistas y pesimistas disintieron, no por razones de fondo sino de táctica . Quienes conservaban la fe en la justicia inmanente de sus reivindicaciones, sin perder el contacto con los proletarios de otros países, sin abandonar, por entonces al menos, el principio internacionalista, ni el dogma de la lucha de clases, pospusieron el ideal remoto al inmediato de conquistar el poder en la nación propia. Los partidos socialistas nacionales así constituidos iniciaron una evolución que, como todas las del posibilismo, implicaba aceptar tácitamente insospechadas transacciones futuras. Tras de aquel primer paso, como después de cada uno los que se dieron en lo sucesivo, sobrevino la escisión de los intransigentes, que abominaban de las formas evolutivas y preconizaban las revolucionarias. El anarquismo, disidente del socialismo en los Congresos del proletariado internacional, fue la negación pesimista de la virtualidad intrínseca de la causa; y aconsejando la propaganda por el hecho como la única eficaz aguardó su hora, irreductiblemente hostil, no ya a parlamentos y gobiernos burgueses, sino a toda cordial convivencia con todas las clases sociales. Pero esta doctrina, de suyo abonada al extravío, adoptó en algunos países formas morbosas, generadoras de crímenes de mayor peligro y alarma para la sociedad que los ya clasificados y castigados por el Código penal común.
Sería timorata la conducta de alguna fuerza política en España respecto del anarquismo. Acogidos a algunos criminales españoles a esta enseña anarquista, que en países más afortunados cobijaba sólo a filósofos y sociólogos de la extrema izquierda, nuestros conspicuos republicanos, en los días de su efímero paso por el poder, agradó el clamor que pedía para el ladrón pena de muerte, tomaron ahora bajo su protección, si no a los asesinos terroristas, a los inductores de ellos; y los liberales, a su vez, ante el miedo insuperable a pasar por reaccionarios, ni mentaron la palabra anarquismo en la ley especial, ni extendieron las sanciones de ella a delitos que no fuesen atentados por medio de explosivos, ni sustrajeron al jurado el conocimiento de causas tan poco idóneas para ser sometidas a la magistratura popular.

La visión que Maura tenía de la economía

Habrá que empezar por advertir -con Javier Moreno- que Maura nunca fue un experto en temas económicos.
Se trataba, en todo caso, de un conservador moderno, por tanto, con cierta querencia instintiva por el lema comteano de “orden y progreso”. Maura pretendió construir un partido de masas acudiendo a los elementos modernizadores que identificaría -con razón- con aquellos que eran ajenos al caciquismo. Por eso estaba más cerca del sector “fabril” que de los cerealistas castellanos, a pesar de su origen político gamacista. De ahí sus múltiples gestos hacia las burguesías periféricas, a las que no era ajeno probablemente su origen mallorquín.
Esa modernidad de Maura a la que se refiere Benigno Pendás le haría optar por los industriales catalanes y vascos, en los que el político mallorquín observaba un mayor énfasis por el desarrollo y la renovación económica, en lugar de la defensa del secular agro castellano. Y ello a pesar de que el legado que recibía don Antonio era la protección de los intereses de estos últimos, procedente de su mentor y cuñado Germán Gamazo.
Maura respiró los aires proteccionistas con que el sector rebelde del partido “fusionado” de Sagasta -el gamacismo- irrumpía en el tradicional librecambismo liberal -personificado entonces por Raimundo Fernández Villaverde-, argumentando que así se representaba a la verdadera opinión e iniciando una vía de nacionalismo económico. Vivió la experiencia, que de alguna manera repetiría en años posteriores, de hacer política en la encrucijada: ni liberales ni conservadores, o las dos cosas al tiempo. La facción gamacista estaba a la izquierda de Cánovas y a la derecha de Sagasta. Su clientela estaba fundamentalmente integrada por campesinos castellanos, “esos que en Madrid llaman Isidros”. Los gamacistas además mantenían excelentes relaciones con el republicanismo de Castelar -a quien Maura admiraba profundamente- y acabaron coqueteando con Silvela en sus últimos años, poco antes de la muerte de Gamazo.
Después del fallecimiento de Castelar, buena parte de sus efectivos engrosarían las filas de la facción gamacista, porque consideraban a éste “la mejor representación de la democracia española”. Según un biógrafo de Gamazo, “le combatirían siempre las derechas por su independencia frente a los egoísmos capitalistas, y las izquierdas por su sentido del orden y sinceridad religiosa”.

Los gamacistas y Sagasta

Pragmático hasta el extremo de carecer de otra idea que no fuera la de la consecución o el mantenimiento del poder, en verano de 1890, Sagasta renunciará a sus ideas económicas librecambistas con tal de atraer al tándem Maura-Gamazo a su partido.
En el gobierno de Sagasta de 1893, Gamazo quiso sanear las cuentas públicas elevando todos los ingresos de la Hacienda. Especial relevancia merece su discutida intentona por embridar el concierto navarro. Pero, más allá de ello, fue su marcado carácter proteccionista el que le hizo chocar con las tesis que privilegiaban el mercado abierto que mantenían sus correligionarios. Castelar, sin embargo, consideraba a Gamazo el Gladstone español.

Para Gamazo, no se economizaba gastando menos, sino administrando mejor, y a su parecer, más que reducir el número de servidores o escatimar en el importe de los servicios del Estado, importaba reorganizarlos todos.
Todo esto se empapa de nacionalismo económico a través de una decidida, nítida, política económica proteccionista.
Heredero político de Gamazo, Maura y Sánchez-Guerra, que haría en los inicios de su carrera política causa común con aquéllos, tiempo atrás partidarios de políticas radicales contra la dirección sagastina, forzaron la mano de su jefe. En octubre de 1898, Gamazo, aprovechando un escándalo en que se vio implicado uno de los gobernadores de su facción, salió del gobierno estrepitosamente. Declarándose incompatible con la política de Sagasta arrastró cerca de 90 parlamentarios liberales solidarios con su postura. En diciembre, los rebeldes lanzaron a la calle un diario –El Español– que no le anduvo a la zaga en ataques contra Sagasta y en verbo regeneraciónista a la oposición más comprometida. No obstante, en la ocasión presente el problema era diferente. Los gamacistas no estaban interesados en negociar, y hechos posteriores lo demuestran. Aquello no era una disidencia al estilo de los años 80, se trataba de una escisión a la que iba a ser difícil encontrarle luego su arrepentimiento. Gamazo quería la jefatura, todos lo entendieron así y él se cuidó de no desmentirlo de manera clara. Pretendía emular a Silvela y suceder a Sagasta agrupando tras de sí a suficientes prohombres para merecer la dirección del otro partido del turno. Su objetivo era la jefatura en el turno para legislar desde dentro un programa reformista -reforma electoral y del régimen local- que haría el truco mágico: democratizar sin los riesgos de que una ruptura repentina de las prácticas del turno lo destruyeran todo, hasta lo que se quería conservar.
Pero la causa real de la salida de Gamazo de aquel gobierno Sagasta fue de índole económica. Gamazo era proteccionista, López Puigcerver ministro de Hacienda, ortodoxo, esto es, librecambista. Resultaba difícil el pacto entre el proteccionismo del nacionalismo económico con la posición de la nivelación presupuestaria y la consiguiente negativa a incurrir en deficit.
Agotado Sagasta, posponía éste los problemas y sus reformas, Maura acariciaba la idea, desaparecido Gamazo, de crear un partido liberal al margen del oficial. Serían candidatos a este empeño algunos líderes de facciones liberales, como Canalejas y Montero Ríos. Frustrado dicho intento por Sagasta y los intereses de esas mismas facciones, acudiría finalmente a Silvela.
Por Fígaro. 

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