Crece y crece el número de carpinteros, panaderas, abogados y hasta ex presidentes del Gobierno que conminan a la derecha a que se ponga las pilas y ocupe de una vez el lugar que le corresponde. Y es que, aunque pueda haber quien piense que el coro de voces discrepantes ha nacido al calor de la crisis, lo cierto es que la regeneración intelectual y política de la derecha ya se ha ensayado con éxito en otros muchos países. No puedo negar, en cambio, que la crisis anima (u obliga) a abrir el baúl de la abuela y a desempolvar el brasero de picón como alternativa a la calefacción; y las sopas de ajo como alternativa al nitrógeno líquido de Ferrán Adriá. E incluso hay veces que, en esa suerte de expedición al pasado a la que nos fuerza la crisis, los intrépidos aventureros descubren ideas (o ideologías) de antaño que, envueltas en papel charol y con un lacito rosa, se nos ofrecen como remedios milagrosos contra todas nuestras desgracias. Sin embargo, la reivindicación de la que voy a disertar no nació antes de ayer.
Año 1964, Estados Unidos de América. El presidente Lyndon Johnson aplasta en las elecciones presidenciales a un anodino candidato republicano, un tal Barry Goldwater, que batió todos los récords perdiendo en todos los estados menos en seis. Con estos resultados, cualquier partido sensato lo habría empaquetado y deportado a Hawái. Sin embargo, el Partido Republicano no es un partido sensato; siempre ha abanderado, desde Lincoln, la defensa de posturas revolucionarias y ambiciosas, capaces de cambiar el mundo. Barry Goldwater jamás pisó Hawái, y hoy en día es considerado un tótem, un símbolo, un gurú intelectual de la derecha norteamericana.
Lo mismo se podrían decir, aunque me abstengo de profundizar demasiado a fin de no aburrir, de lo acontecido en Francia desde Mayo del 68 hasta nuestros días. Destaca, entre todas las demás figuras del pensamiento político francés, el filósofo Alain de Benoist, padre de la llamada Nouvelle Droite. De Benoist comparte la idea gramsciana de que antes de producirse un cambio político es necesario conseguir la hegemonía cultural, esto es, conseguir que las ideas sean aceptadas por los ciudadanos. Pocos se atreven a cuestionar que la influencia de Alain de Benoist y de otros muchos nombres de la Nueva Derecha ha jugado un papel fundamental en la metamorfosis que Francia ha experimentado a lo largo de las últimas décadas: de la Sorbona de Mayo del 68 a la Sorbona de Alain de Benoist; de Mitterrand a Sarkozy; ¿De Hollande a Le Pen?Goldwater decidió inmolarse políticamente el día que se propuso regenerar el Partido Republicano desde dentro. Nunca tuvo el más mínimo interés en ganar unas elecciones ni en llegar a presidente de los EE.UU. porque sabía que su papel era otro: dotar a la derecha de un credo sólido en el terreno de las ideas. Recordemos que desde la crucifixión de Herbert Hoover tras el crack del 29, el Partido Republicano había hecho suyos los principios marianistas y acomplejados que caracterizan a la derecha española actual: se había convertido en una opción buenista y blandita, “que parece toda de algodón”, es decir, en una opción incapaz de ilusionar a nadie. Se empeñaban en ganar elecciones apoyados en un ideario de centro y, salvo durante el paréntesis del infiltrado Eisenhower, no hacían más que perderlas. En respuesta, el astuto Goldwater basó su campaña en el liberalismo clásico: reducción del poder del gobierno federal, promoción de las libertades económicas y políticas, y una política exterior inspirada en su ferviente anticomunismo. Todos los analistas e historiadores coinciden en que Goldwater jugó un papel clave en el renacimiento de los movimientos conservador y libertario en los EE.UU., abonando el campo para que Ronald Reagan fuese elegido Presidente en 1980. Perdió las elecciones pero puso los primeros ladrillos en la reconstrucción de la derecha americana, la cual, gracias a Barry Goldwater, consiguió hacerse con una superioridad moral e intelectual que aún hoy sigue conservando.
Pero quizás la clave de bóveda de este proceso de conversión de la derecha sea el proceso en sí mismo, es decir, el cómo, los pasos que han llevado a la derecha occidental a ofrecer alternativas solventes al pensamiento único del Matrix progre. En mi opinión, urge acudir a una obra cumbre del lingüista norteamericano George Lakoff, ideólogo demócrata y uno de los gurús a los que se les atribuye la primera victoria de Barack Obama. Lakoff se levantó una mañana y se preguntó cariacontecido: ¿Por qué diablos los republicanos llevan años ganando elecciones sin despeinarse? La respuesta a esta pregunta tomó forma de libro; un libro muy recomendable que revolucionó el marketing político y la lingüística cognitiva: “No pienses en un elefante” (Nota: el elefante es el símbolo del Partido Republicano).
George Lakoff desarrolló la teoría de los marcos. Definida en pocas palabras, dicha teoría postula que, en política, gana las elecciones el que es capaz de configurar los marcos en los que se desenvuelve el debate político. Los marcos se construyen fundamentalmente a través del lenguaje, de tal forma que si los republicanos empiezan a incluir la expresión “alivio fiscal” en todos sus discursos de campaña, obligando a los demócratas a usarla, podríamos decir que los republicanos han construido un marco, el marco “alivio fiscal”, ya que la palabra alivio sugiere relajación, evoca la paz que sigue a un período de tensión o de lucha. Como resultado, los ciudadanos asocian el hecho de pagar impuestos con el enfrentamiento; el Estado recaudador con el enemigo; y las políticas liberales de reducción de impuestos con un sensación de alivio reparador.
Otra de las armas republicanas de las que deberíamos tomar buena nota es el arte del storytelling, herramienta comercial para captar clientes y conectar emocionalmente con ellos. La gente vota a quien encarna los valores con los que se identifica; no importa cuales sean, ora moralmente aceptables ora moralmente deplorables. Hace falta, por tanto, pergeñar un discurso y un programa cargado de valores, y precisamente el pensamiento de derechas atesora, a mi entender, valores más atractivos y nobles que esa mixtura heterogénea e inconsistente que es el pensamiento de izquierdas. Los ciudadanos jamás votarán por un partido cuyo compromiso más excelso consiste en reducir la prima de riesgo. La gente está ansiosa por votar a un partido que defienda una idea, la que sea, pero una idea clara y coherente del hombre, de la sociedad y de la Nación.
En España, la derecha ha renunciado a librar la batalla de las ideas, como en su día hicieron los republicanos que precedieron a Goldwater y los demócratas que precedieron a Obama. El PP se bate con la izquierda en un duelo en el que es la izquierda quien elige arma y quien marca las reglas. La izquierda cultural española se ha afanado con tremendo éxito en construir marcos: interrupción voluntaria del embarazo, memoria histórica, sanidad universal para todos, educación pública y de calidad, o el tan de moda “Sí, se puede” de Podemos. Estos marcos serían fácilmente desmontables si la derecha no hubiera huido despavorida de la batalla de las ideas. El Partido Popular se conforma con gobernar cuando la izquierda le deja. Mientras tanto, se somete a las reglas del juego y disimula su condición, pidiendo perdón constantemente a una izquierda que se arroga la suprema legitimidad intelectual por sus pistolas. Y no creo que se desmoronen las columnas de la acrópolis de Atenas si afirmo que la pretendida superioridad intelectual y moral de la izquierda constituye el tópico mejor construido y a la vez más rentable del último siglo.
Si el PP no reacciona de inmediato, otros ocuparán su lugar y será barrido del mapa político en un par de legislaturas, a lo sumo.
Por Fígaro.
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