Maura fue un político español que, después de su responsabilidad como ministro de los asuntos ultramarinos, sería presidente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones. Las dos primeras (1903-4 y 1907-9) se corresponden con el Maura más reformista, regenerador y ambicioso en su desarrollo programático: se podrían denominar a estos dos gobiernos con el término acuñado por este político La revolución desde arriba. Los tres gobiernos finales del político, constituyeron más bien un servicio a la nación, siquiera este era ya consciente de que el sistema no daba mucho más de sí. A estos mandatos los podríamos calificar con la expresión, también propia de Maura, Por mí no quedará.
Entre una y otra etapas, habría un Maura amargado y triste con su país, con el sistema político y con su Rey, aunque su sentido del deber permaneciera incólume en todo momento. Reconozco que prefiero al primero de los Maura, que era el político que -entre otras cosas- intentaría ofrecer a Cuba la posibilidad de una autonomía. Una autonomía que no se quedaría en el proyecto cubano, sino que el mismo Maura llevaría a su Gobierno largo de 1907-9, con su proyecto de reformar la administración local en un sentido descentralizador.
Maura había nacido en Mallorca, en las islas Baleares, de modo que -como aseguraba el también isleño, León y Castillo- tenía un entendimiento muy superior de los problemas que padecen estos territorios que los que demuestran los peninsulares. Esa particular sensibilidad le ayudaría a observar el caso cubano con otros ojos.
Cuba, después de la guerra de los 10 años:
Después de la guerra de los 10 años (entre 1868 y 1878), todos los problemas cubanos están ya planteados pero ninguno verdaderamente resuelto, con la excepción, a medio plazo, del de la esclavitud.
Ya desde 1886, Antonio Maura había dedicado su atención al caso cubano. Decía que se debía proceder a una descentralización respecto de la administración española en la isla, lo que le valió la enemiga del partido español de Cuba, pero le proporcionaría prestigio en determinados sectores de la opinión en la isla. Pensaba el político que España había perdido sus colonias porque carecía de fuerzas intelectuales, económicas, militares y políticas suficientes para conservarlas. En realidad, España estaba dispuesta a realizar sacrificios por el bien de la patria, pero no a perder su dominación económica sobre las colonias, especialmente en el caso de Cuba.
La metrópoli había concedido algunas libertades individuales a los cubanos, pero retenía el control a todos los niveles. Los concejales eran elegidos por el sistema de sufragio censitario. Sólo podían votar los cabezas de familia que pagaran más de 5 pesos al año (para elegir a los diputados a Cortes además había que ser peninsular o pagar 25 pesos) y los empleados de la función pública, que procedían exclusivamente de la península. El alcalde era elegido por el Gobernador General, que también podía suspender a los concejales por un plazo de cuatro meses, sin ofrecer explicación alguna.
La isla estaba dividida en seis provincias y la ley electoral no permitía ninguna sorpresa: el Gobernador General elegía al presidente de la Diputación y sancionaba sus decisiones. Tenía facultad para disolver el órgano, también sin explicar las razones de su decisión, lo mismo que el ministro de Ultramar. Pero el Gobernador General -una especie de Virrey, como podemos observar- podía suspender las decisiones del gobierno central si las mismas pudieran provocar perturbaciones o comprometer de forma grave los intereses públicos.
En las provincias del este y del centro -Camagüey, Las Villas- devastadas por la guerra, los antiguos propietarios de la burguesía criolla, arruinados y sin mano de obra servil, habían perdido sus tierras en beneficio de la burguesía comerciante española de la que se habían convertido en granjeros.
En las provincias del oeste -Pinar del Río y, sobre todo, Matanzas y La Habana-, por el contrario, los grandes propietarios cubanos y españoles se habían enriquecido durante la guerra y se asistía a un proceso de concentración que liquidaba a las pequeñas empresas. La abolición de la esclavitud supuso un cambio de procedimiento: los grandes propietarios alquilarían sus tierras a colonos -antiguos propietarios arruinados o antiguos esclavos-, que les pagaban en especie en el momento de la zafra (cosecha de la caña de azúcar), viviendo el resto del tiempo de los préstamos de los bancos españoles. Los que no eran colonos, formarían una especie de subproletariado, que buscaba trabajo en los tres meses de la zafra. Era un sector muy disperso y las barreras sociales todavía muy fuertes para que pudieran organizarse.
Por lo tanto, los sectores más marginados por este proceso capitalista, se volvieron cada vez más separatistas, en tanto que la burguesía criolla apoyaría al partido autonomista.
La balanza comercial era netamente favorable a la metrópoli. Todas las decisiones concernientes a los impuestos, presupuestos, etc., se tomaban en Madrid. Y en Cuba, los servicios eran muy deficientes, salvo el ejército y la guardia civil. La deuda de guerra de los diez años se atribuía al presupuesto cubano, y este cada vez resultaba cada vez más asfixiado por esas cargas.
La política en Cuba:
Esa era la situación que se encontró Maura a su llegada al Ministerio de Ultramar. Políticamente, la isla contaba con dos partidos organizados: la Unión Constitucional y el partido autonomista. Y otro clandestino: el Partido Revolucionario Cubano.
Por número de concejales y diputados, el partido más influyente era la Unión Constitucional. Se trataba de un partido alentado por el general conservador español, Martínez Campos, que quería crear un turno en la isla similar al que existía en la península, por el que, liberales y conservadores, se encargaban de las labores de gobierno en ocasiones alternantes -de ahí el apelativo de turno-. Pero no dejaba este partido -Unión Constitucional- ocasión para el gobierno del Partido Liberal Reformista, que luego pasaría a denominarse autonomista.
El programa de la Unión Constitucional era bastante vago, y sus alas derecha e izquierda no siempre estaban de acuerdo. Esta última demandaba ciertas reformas económicas, que al no verse satisfechas por el ala derecha del partido, motivarían la redacción de un Manifiesto Económico y lo llevaría a la escisión. Entre los escindidos estaba Ramón Herrera, futuro Conde de la Mortera (y futuro consuegro también de Maura), que aun no siendo autonomista deseaba -utilizando como medio de comunicación el Diario de la Marina– una mayor descentralización. Su apoyo resultaría muy importante en la labor divulgativa del proyecto de autonomía preparado por el político español.
El Partido Liberal Reformista era la formación política de los cubanos que pretendían operar en la legalidad, aunque siempre estuvo en la oposición. Planteaba el reconocimiento de la unidad nacional entre España y sus colonias. Unidad de la que derivarían los mismos derechos y obligaciones para todos ellos. Dicho esto, hacían una distinción entre los asuntos nacionales y los locales. Para estos últimos pedían una cámara propia, la Diputación Insular, que votara el presupuesto propio de la isla. El Gobernador General sancionaría sus acuerdos, asesorado por un consejo, compuesto por los jefes de servicio nombrados y cesados por este, pero responsables ante la Diputación. Un programa bastante vago y, por lo tanto, asumible por muchos.
Sin embargo, la Unión Constitucional consideraría a los autonomistas como unos peligrosos traidores. Eso, y un sistema electoral viciado, impedirían su acceso al poder. Y, cuando ello no resultara posible, elGobernador General los destituía en bloque, lo que llevaría a los autonomistas al retraimiento.
Y estaban -los autonomistas- considerados por José Martí, como la única expresión licita del alma cubana, aunque también contrarios al Partido Revolucionario, que entendía la autonomía no como hija de la revolución, sino contraria a esta.
Antonio Maura, Ministro de Ultramar
A su llegada al ministerio, Maura aligeraría el peso de la administración y concentraría las funciones de gestión en su subsecretario, José Sánchez Guerra, hombre de su confianza. Removió los cargos afectos a Romero Robledo -el anterior responsable en Ultramar- y los sustituyó también por personas de su confianza.
Pero lo más urgente eran las reformas, y en especial, la electoral. Cosa que Maura haría a través de Reales Decretos, no mediante Proyectos de Ley que se debatieran en el Parlamento. En la exposición de motivos de los mismos, el ministro explicaría la causa de esta tramitación en la poca duración de los gobiernos, la cual impediría su necesaria aprobación por el Senado, lo que habría conducido al bloqueo de la situación en Cuba y Filipinas. Una de las cosas que hizo en esta reforma fue la reducción del censo a metálico. (Recordemos que en un sistema de voto censitario, como el de aquella época, solo podían votar quienes acreditaran una determinada fortuna).
La Unión Constitucional, que siempre había luchado en contra de la reforma electoral, sorprendida por el hecho de que las medidas de Maura habían duplicado el censo de votantes, acudió a las elecciones en las peores condiciones nunca vistas, y en una situación de enfrentamiento interno entre sus alas izquierda (Herrera) y derecha (Apezteguía). Maura intentaría reconciliar las dos tendencias en el partido. En cualquier caso, las dos acudieron desunidas a las elecciones de marzo de 1893. Sobre los treinta representantes de Cuba en las Cortes españolas, los autonomistas obtuvieron siete, consiguiendo un gran avance respecto de las anteriores en que obtuvieron sólo dos.
Apenas leído el mensaje de la Corona, en abril de 1893, acaeció una insurrección separatista en la isla. Los liberales se dividieron entre los reformistas con Maura y los antirreformistas, con los conservadores. Esta tentativa revolucionaria no debió parecer a Maura totalmente inconveniente, porque le permitía rehacer la unidad de los partidos monárquicos, a menudo hostiles a sus primeras medidas.
El diputado conservador Santos Ecay le reprochó al ministro haber violado la Constitución por sus decretos electorales. Maura, que era un reconocido parlamentario, dotado de gran elocuencia, le respondió que todas las fuerzas políticas estaban de acuerdo para que esas disposiciones fueran aprobadas. Y dijo además, en una de sus célebres frases redondas, que “la hora de la muerte, para las asambleas como para los individuos, en política como en la naturaleza, es siempre una hora inopinada y raramente una hora bien prevista”.
Añadía Maura que “es muy difícil de exponer, en toda su plenitud, de expresar totalmente, el grado de desorganización, el estado de incapacidad absoluta, que procede del hecho de sus vicios orgánicos, de la administración publica en la isla de Cuba. Y cuando no hay administración es totalmente imposible aplicar la ley financiera con resultados felices”.
Por Fígaro.
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