Sexenio absolutista (1814-1820)
La liberación de Fernando VII por Napoleón (Tratado de Valençay, 11 de diciembre de 1813) significó la no continuación de las hostilidades por parte de España, lo que de cara al futuro significó la pérdida de todo apoyo británico. En el interior, los absolutistas (o serviles, como eran denominados por los liberales) se configuraron ideológicamente en torno a un documento: el Manifiesto de los Persas, que solicitaba al rey la restauración de la situación institucional y sociopolítica anterior a 1808. Incluso se escenificó una espontánea recepción del rey por el pueblo, que desenganchó los caballos de su carruaje para tirar de él por ellos mismos, al grito de ¡Vivan las cadenas!. Receptivo de esas ideas, Fernando se negó a reconocer ninguna validez a la Constitución o a la legislación gaditana, y ejerció el poder sin ningún tipo de límites. Comenzó una activa persecución política, tanto de los liberales (por muy fernandinos que fueran) como de los afrancesados.
Tampoco los militares se libraron de la purga, consciente el rey de que no podía fiarse de la mayor parte de un ejército que ya no era la institución estamental del Antiguo Régimen, sino formado en su mayor parte por jóvenes promocionados por méritos de guerra, hijos segundones que en otras circunstancias se hubieran convertido en clérigos, o incluso antiguos clérigos que habían colgado sus hábitos, o guerrilleros de cualquier origen social. Muchos de los que no salieron al exilio fueron encarcelados, desterrados o perdieron sus cargos (como el Empecinado). Más fiabilidad para el control social se esperaba de una institución restablecida: la Inquisición.
La única posibilidad de retomar el proceso revolucionario liberal era el pronunciamiento militar, que se intentó repetidamente, siempre sin éxito, lo que condujo a nuevos exilios (Espoz y Mina). Juan Díaz Porlier, Joaquín Vidal o Luis Lacy y Gautier mueren en acción, o son detenidos y fusilados.
Los restaurados privilegios de nobleza y clero agravaron la quiebra del sistema fiscal, convertida en crónica por los intereses de la deuda y en imposible de equilibrar por la pérdida de las rentas americanas. Presionado por Estados Unidos, el rey obtiene algunos recursos financieros por la venta de las Floridas; que se emplean en la compra al zar ruso Alejandro I de una flota de barcos que debería transportar un ejército a América. Los retrasos resultantes del mal estado de esos barcos (algunos no estaban en condiciones de volver a navegar) estuvieron entre las causas de que la acumulación de tropas acantonadas en torno a Cádiz se volviera cada vez un elemento políticamente más peligroso.
Trienio Liberal (1820-1823)
El ejército expedicionario no partió a sofocar la revolución americana, sino que el 1 de enero de 1820 se convirtió él mismo en un ejército revolucionario, en nombre de la Constitución y bajo las órdenes del coronel Riego. Tras un accidentado periplo, se logró que las noticias de la rebelión convocaran la adhesión de las ciudades organizadas de nuevo en Juntas; mientras que el rey queda reducido a la inacción por falta de militares dispuestos a apoyarle. Finalmente jura la Constitución de Cádiz con la famosa frase «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». La evidencia de la insinceridad de tal juramento quedó reflejada en la letra del Trágala, una canción satírica convertida en himno liberal.
Durante el Trienio las Sociedades Patrióticas y la prensa procuraron la extensión de los conceptos liberales; mientras que las Cortes, elegidas por el sistema de sufragio universal indirecto, repusieron la legislación gaditana (abolición de señoríos y mayorazgos, desamortización, cierre de conventos, supresión de la mitad del diezmo), y ejercieron el papel clave que les daba la Constitución de 1812 en nombre de la soberanía nacional, sin tener en cuenta la voluntad de un rey del que no podían esperar ninguna colaboración institucional. La división política en el espacio institucional se estableció entre los doceañistas o liberales moderados, partidarios de la continuidad de la Constitución vigente, incluso si eso significaba mantener un equilibrio de poderes con el rey); y los veinteañistas o liberales exaltados, partidarios de redactar una nueva constitución que acentuara todavía más el predominio del legislativo, y de llevar las reformas a su máximo grado de transformación revolucionaria (algunos de ellos, minoritarios, eran declaradamente republicanos). Los gobiernos iniciales fueron formados por los moderados (Evaristo Pérez de Castro, Eusebio Bardají Azara, José Gabriel de Silva y Bazán —marqués de Santa Cruz—, y Francisco Martínez de la Rosa). Tras las segundas elecciones, que tuvieron lugar en marzo de 1822, las nuevas Cortes, presididas por Riego, estaban claramente dominadas por los exaltados. En julio de ese mismo año, se produce una maniobra del rey para reconducir la situación política a su favor, utilizando el descontento de un cuerpo militar afín (sublevación de la Guardia Real), que es neutralizado por la Milicia Nacional en un enfrentamiento en la Plaza Mayor de Madrid (7 de julio). Se forma entonces un gobierno exaltado encabezado por Evaristo Fernández de San Miguel (6 de agosto).
La brevedad del periodo hizo que la mayor parte de la legislación del trienio no se llegara a hacer efectiva (la ley de venta de realengos y baldíos para los campesinos, el nuevo sistema fiscal proporcional, etc.) Únicamente cuestiones como la articulación del mercado nacional, eliminando las aduanas interiores y estableciendo un fuerte proteccionismo agrario, tuvieron alguna continuidad. También la nueva división provincial, que no obstante no se hizo efectiva hasta 1833.
La influencia de los acontecimientos de España fue trascendente en Europa, especialmente en Portugal e Italia (donde se desencadenan revoluciones similares, basadas en el modelo conspirativo de sociedades secretas y el protagonismo de jóvenes militares, que incluso toman el texto de la Constitución de Cádiz como modelo), de modo que la historiografía denomina al conjunto del proceso como revolución de 1820.
La reacción absolutista en el interior se manifestó en la decidida resistencia de buena parte del clero (especialmente del alto clero y del clero regular); apoyaron partidas de campesinos desposeídos de tierra y promovieron conspiraciones, con el obvio apoyo del rey (la denominada Regencia de Urgel). No obstante, la fuerza decisiva vino del exterior: la legitimista y reaccionaria Europa de la Restauración o del Congreso de Viena, firme partidaria del intervencionismo, no podía consentir el contagio revolucionario. Las potencias de la Santa Alianza, reunidas en el Congreso de Verona (22 de noviembre de 1822) encomendaron a a un ejército francés (que recibió la denominación de los Cien Mil Hijos de San Luis) el restablecimiento del poder absoluto del rey legítimo.
Década ominosa (1823-1833)
La vuelta del absolutismo trajo consigo la vuelta a la represión política de los liberales. Se creó la policía política, se ahorcó a Rafael de Riego y otra nueva oleada de exiliados salió del país. Los militares liberales volvieron a recurrir a las sociedades secretas, las conspiraciones y los pronunciamientos, que de nuevo se saldaron con fracasos y ejecuciones (El Empecinado, Torrijos, Mariana Pineda, etc.) Las delaciones requeridas por la policía dieron lugar a personajes sórdidos, como la madrileña Tía Cotilla.
No obstante, a pesar de la denominación historiográfica (fruto de las vivencias de los afectados), la intensidad represiva de la ominosa fue menor que durante el sexenio absolutista; e incluso la relajación de la represión se hizo patente a medida que se acercaba el final del periodo, cuando la evidencia de que no habría un sucesor varón (incluso cuando tras tres matrimonios estériles el rey consiguió tener descendencia, fue una hija, Isabel, nacida en 1830) hizo que buena parte de la corte, en torno a la reina María Cristina y los aristócratas menos reaccionarios, presionaran al rey, cada vez más débil, para que derogara la Ley Sálica que impedía la sucesión femenina. Los elementos más absolutistas de nobleza y clero se agruparon en torno al hermano del rey, Carlos María Isidro, que de quedar en vigor la Ley Sálica sería el heredero del trono. Los cristinos vieron en el acercamiento a los elementos más moderados de entre los liberales la jugada más plausible, y se los fueron atrayendo con medidas como la amnistía de 1832-1833, que permitió que muchos volvieran del exilio. Entre tanto, los carlistas fueron valorando la salida insurreccional (Guerra de los Agraviados o Malcontents) preludiada por la actividad, en zonas rurales especialmente propicias, de grupos como Los Apostólicos.
La camarilla absolutista (el grupo cercano a la cámara real, que se vio sometido a un mecanismo de selección inversa) se vio incapaz de solucionar la apremiante situación hacendística, sobre todo en ese momento, al haber perdido los ingresos de las colonias. No había más remedio que recurrir a políticos ilustrados. De la actividad técnica de éstos surgieron la ley de minas, los aranceles proteccionistas para la industria, la promulgación del Código de comercio (1829) o la división provincial de Javier de Burgos (1833). Las tímidas transformaciones económicas estaban en la práctica abriendo la puerta al liberalismo. Tampoco los absolutistas podían contar con el apoyo exterior: la revolución de 1830 había establecido en Francia una monarquía burguesa (la de Luis Felipe).
Por Fígaro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario