Guerra Civil
La tarde del 17 de julio comenzó la sublevación militar en Marruecos y la mañana del 18 de julio en la mayor parte de la Península. El denominado Alzamiento Nacional fracasó en lugares clave, como Madrid y Barcelona, debido en algunos casos a la oposición de parte del ejército, y en otros a la resistencia popular, organizada en milicias de sindicatos y partidos de izquierda que obtuvieron armas de las autoridades gubernamentales (a lo largo de la guerra fue significativa la actividad militar de líderes de extracción popular, como Enrique Líster y Valentín González El Campesino —comunistas, Quinto Regimiento—, y Buenaventura Durruti —anarquista, Milicia confederal—). Algunos puntos donde triunfó la sublevación quedaron rodeadas como enclaves (Sevilla, Toledo, Granada). España quedó dividida en dos zonas (zona nacional o fascista y zona republicana o roja —según quién la nombrara—) que determinaron la condición de nacionales o republicanos geográficos (es decir, no por convicción, sino por obligación) de buena parte de los militares, policías, guardias civiles o funcionarios; así como de los reclutas forzosos y la sociedad civil. En líneas generales, la zona nacional correspondía a las zonas agrarias del norte donde dominaba la pequeña propiedad (Galicia, Meseta Norte, Navarra), mientras que la republicana correspondía a las zonas industriales y obreras (Asturias, País Vasco, Cataluña, Madrid, Valencia) y las zonas agrarias latifundistas del sur (Extremadura, Meseta Sur y Andalucía); lo que también respondía a grandes rasgos al sentido del voto mantenido desde principios de siglo en las sucesivas elecciones entre izquierdas y derechas. Los otros rasgos ideológicos que también funcionaron como identificativos fueron los que separaban a los partidarios del concepto más tradicionalista de unidad de España contra los nacionalistas periféricos y los que separaban a los partidarios del papel tradicional de la Iglesia católica de los anticlericales. La heterogeneidad de los bandos incluía a los nacionalistas vascos (católicos) en el bando republicano, y a los catalanistas de la Lliga (derechistas) en el bando sublevado. La radicalización de las posturas implicó la marginación de los moderados de cada bando o los que no se sentían identificados con ninguno de los dos (la denominada tercera España).
Comenzó una violentísima represión en ambas retaguardias, más sistemática en el bando sublevado, mas descontrolada en el republicano, que llegó incluso a graves enfrentamientos internos (sucesos de Barcelona de mayo de 1937, entre anarquistas, trotskistas y comunistas, involucrados en un conflicto de prioridades entre ganar la guerra o hacer la revolución —la denominada revolución social española, que realizaba colectivizaciones y experimentos libertarios en zonas carentes del control gubernamental y perdidas en poco tiempo—). Los paseíllos y sacas de presos (ejecuciones clandestinas) y las detenciones regulares o irregulares (en cárceles organizadas a medida que avanzaba la zona nacional y chekas de distintas orientaciones en la retaguardia republicana) se centraron en los enemigos de clase e ideológicos: propietarios y sacerdotes para el bando republicano, sindicalistas y maestros para el nacional.
La desventaja estratégica inicial de los militares sublevados (fuerzas concentradas en África sin el control de la marina ni la aviación, mayoritariamente republicanas) se compensó con el apoyo de aparatos cedidos por la Alemania nazi, que junto con la Italia fascista pasaron a ser un aliado decisivo de los sublevados, a los que también benefició la garantía de suministro de petróleo por parte de una petrolera estadounidense (Texaco), a pesar de la oposición de su propio gobierno.
El gobierno de la República, primero presidido por José Giral y luego por Francisco Largo Caballero, no pudo obtener una ayuda semejante por parte de las democracias europeas, que propiciaban una política de no intervención, al tiempo que pretendían, mediante la política de apaciguamiento, frenar el expansionismo de Hitler en Europa central, empeño finalmente inútil, que demostró, entre otras cosas, que la Guerra de España fue el ensayo y primera batalla de la Segunda Guerra Mundial. El único apoyo internacional que la República obtuvo fue el de la Unión Soviética, que se concretó en material bélico, asesores militares y la organización de un reclutamiento internacional de voluntarios en las Brigadas internacionales. La cada vez mayor influencia soviética fue paralela al incremento de la presencia social e institucional del hasta entonces pequeño Partido Comunista de España, especialmente con el gobierno del socialista Juan Negrín (desde mayo de 1937). El pago económico se complicó con el oscuro asunto de la salida de las reservas de oro del Banco de España para ser custodiado en Rusia, el denominado oro de Moscú.
El bando sublevado quedó desde el 1 de octubre de 1936 bajo el mando único del general Franco, cuyo prestigio había quedado incrementado por la dura campaña que conectó las zonas sublevadas de sur y norte (toma de Badajoz, 14 de agosto de 1936), prolongada con el episodio del rescate de los asediados en el Alcázar de Toledo (27 de septiembre de 1936). Ningún militar podía discutírselo (el organizador de la sublevación, general Mola y el más prestigioso de entre los sublevados, el general Sanjurjo, fallecieron en accidentes de aviación). Tampoco hubo serias disputas políticas internas: el fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, estaba preso en la cárcel de Alicante (fue fusilado el 20 de noviembre), y a partir de entonces se le nombraba como el ausente. De estética y programa inspirado en el fascismo italiano, era el partido más extremista de la derecha y el más prestigioso, por su opción decidida por la violencia, entre los que habían perdido toda confianza en el sistema republicano desde que la derecha perdió las elecciones de febrero de 1936, produciéndose un espectacular incremento de su militancia (los camisas nuevas frente a los camisas viejas). Todos los demás partidos y movimientos adheridos al alzamiento (las JONS, ya integradas en Falange, los partidos derechistas ya integrados en la CEDA, Tradición y Renovación Española y diversos grupos derechistas, católicos, carlistas, monárquicos, etc.) fueron disueltos y obligados a unificarse con Falange bajo las siglas FET y de las JONS (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937). Se evidenció que la guerra no se hacía para restablecer una monarquía liberal-conservadora o un gobierno derechista republicano, sino para implantar un régimen totalitario similar al italiano y al alemán.
La defensa de Madrid, fuertemente bombardeada, adquirió tonos propagandísticos (lema No pasarán, poema de Antonio Machado que llamó a Madrid Rompeolas de todas las Españas) amplificados por el apoyo mayoritario de los intelectuales a la república (Alianza de Intelectuales Antifascistas, Exposición Internacional de París de 1937). Una decidida resistencia consiguió evitar la toma de la capital, aunque tuvo que ser desalojada por el gobierno, que se refugió en Valencia. La evacuación de los prisioneros derechistas ocasionó uno de los episodios más polémicos de la guerra: los asesinatos de Paracuellos. También polémicos fueron los episodios relativos a la caída de la zona norte republicana: el bombardeo de Guernica, la toma de Bilbao (teóricamente protegida por un cinturón de hierro) y la retirada de los nacionalistas vascos (Pacto de Santoña).
Los republicanos pretendieron tomar la iniciativa con las ofensivas de Belchite (agosto-septiembre de 1937) y de de Teruel (diciembre 1937-febrero de 1938), que fueron neutralizadas. Más graves consecuencias tuvo la llegada de las tropas de Franco al Mediterráneo en Vinaroz (general Yagüe, 15 de abril de 1938, culminación de la ofensiva de Aragón), que cortó la zona republicana en dos. El planteamiento de una seria contraofensiva en la batalla del Ebro (julio-noviembre de 1938), la más importante de toda la guerra, no pudo romper el frente de forma decisiva, y el agotamiento de las fuerzas republicanas condujo a la caída de Cataluña (diciembre de 1938-febrero de 1939) y la salida al exilio en Francia del primer gran contingente de republicanos españoles, incluido el dimitido presidente Azaña (27 de febrero de 1939), que había intentado inútilmente la reconciliación de ambos bandos con su emotivo discurso Paz, piedad y perdón (18 de julio de 1938). Los últimos días de la guerra no fueron de combates en el frente sino en la retaguardia republicana, en la que se produjo el golpe de estado del coronel Casado (4 de marzo de 1939) y la rápida disolución de toda autoridad, mientras se organizaba precipitadamente la huida hacia el exilio. La toma de Madrid por las tropas de Franco se hizo sin ninguna oposición, y el 1 de abril se firmó el último parte de la Guerra Civil Española.
El tema de la Guerra Civil es el de mayor producción literaria de toda la historiografía española, así como el más polémico y generador de debate social y político (véase memoria histórica). Ni siquiera en las fechas hay acuerdo total: los denominados revisionistas proponen la revolución de 1934 como inicio de la guerra, mientras que la propia declaración del estado de guerra fue divergente en ambos bandos: el gobierno republicano no declaró el estado de guerra hasta casi su final (para mantener el control civil de todas las instituciones), mientras que el gobierno de Franco no levantó la declaración hasta varios años después de terminada (para garantizar su control militar).
Las consecuencias de la Guerra civil han marcado en gran medida la historia posterior de España, por lo excepcionalmente dramáticas y duraderas: tanto las demográficas, que marcaron la pirámide de población durante generaciones (aumento de la mortalidad por violencia directa —175 000 muertos en el frente, 60 000 por la represión en la retaguarda nacional y 30 000 en la republicana— y por el deterioro de las condiciones de vida y la alimentación; y descenso de la natalidad) como las materiales (destrucción de las ciudades, de la estructura económica —50 % de la estructura ferroviaria y más de un tercio de la marina mercante y de la ganadería—, del patrimonio artístico —a pesar de intentos de protegerlo, como el que llevó a evacuar a Suiza de los principales fondos del Museo del Prado para evitar los bombardeos de Madrid, pero que eran inviable generalizar, dada la dispersión del arte religioso, en el que se ensañó la ira anticlerical—), intelectuales (fin de la denominada Edad de Plata de las letras y ciencias españolas) y políticas (la represión en la retaguardia de ambas zonas —mantenida por los vencedores con mayor o menor intensidad durante todo el franquismo, unas 50 000 ejecuciones— y el exilio de los perdedores), que se perpetuaron mucho más allá de la prolongada posguerra, incluyendo la excepcionalidad geopolítica del mantenimiento del régimen de Franco hasta 1975.
Por Fígaro.
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