Roger Scruton es, sin lugar a dudas, uno de los filósofos más relevantes del último medio siglo. Su amplia obra escrita, que va desde la filosofía política y moral a la estética, pasando por temas tan dispares como la religión y lo sagrado, la caza o la bebida, constituye un corpus teórico al que debe asomarse todo aquel interesado en el pensamiento conservador. Scruton sintetiza y renueva lo mejor de una fructífera tradición intelectual que resulta siempre sugerente e inspiradora.
En “Green Philosophy. How to think seriously about the planet” (2012) Scruton indaga sobre las ideas que deben fundar una política ambiental alternativa al cuasi-monopolio que la izquierda ejerce en este campo desde hace décadas. La solución a los problemas ambientales no puede venir de una agenda basada en el internacionalismo, la obsesión regulatoria y la retórica de la emergencia, sino de las ideas propias del pensamiento liberal-conservador, que sustenten una política responsable no solo con los que ahora viven sino con las generaciones venideras, centrada en el nivel local y que dé más protagonismo a la sociedad civil y no al Estado.
Para Scruton, el mercado no es el problema sino parte de la solución, puesto que éste constituye la red social que hace de la responsabilidad el principio básico de relación entre individuos. Los derechos de propiedad, además, garantizan una implicación del titular de los mismos que se diluye cuando hablamos de dominio público. Así, la destrucción ambiental producida en las economías socialistas constituye un testimonio permanente del desastre al que conduce el control estatal de los recursos y medios de producción. Lo que no podemos ignorar, en todo caso, son los fallos del mercado que conocemos como externalidades. Los vertidos, sean a la atmósfera en forma de emisiones y gases de efecto invernadero o a la tierra y el mar en forma de productos contaminantes y materiales no biodegradables, suponen la mayor amenaza a la que se enfrenta el medio ambiente. Las externalidades trasladan un coste -la contaminación- de quien lo causa a la sociedad. Lo importante entonces es contar con un Estado de Derecho sólido, que no pueda ser sorteado ni por las empresas ni por las propias burocracias estatales, y que garantice el cumplimiento del principio “quien contamina, paga” retornando ése coste a quien realmente ha producido el daño.
Sin embargo, la cuestión del medio ambiente no puede reducirse únicamente a términos económicos. Los problemas ambientales tienen una dimensión moral. Es ahí donde entran de lleno valores propios del conservadurismo. Como bien explica el autor, el hombre no se mueve solo por interés personal e inmediato. Tiene vínculos, lealtades y afectos que van más allá del cálculo coste-beneficio. Todo ese conjunto de arraigos que se proyecta sobre lo que nos es más propio y cercano es a lo que Scruton denomina oikophilia, que es el concepto teórico central del libro. Oikophilia, como su propia etimología indica, es el amor por el hogar. Pero hogar entendido en un sentido amplio, como espacio que compartimos con nuestros seres queridos, con nuestros vecinos; hogar como red de afectos y de lealtades. El sentimiento de oikophilía sustenta un “nosotros” que parte de la casa y alcanza pleno sentido en el sentimiento de nacionalidad, en el patriotismo. Ése vínculo con nuestro entorno, con los que nos rodean y con nuestros sucesores (responsabilidad intergeneracional) es lo que nos hace capaces del sacrificio y del esfuerzo más allá de nosotros mismos.
La oikophilia es el motivo primordial de nuestra preocupación por el entorno y por tanto debe ser la idea central sobre la que se asiente una política ambiental orientada no a soluciones inalcanzables por onmicomprensivas y radicales, sino a éxitos graduales y progresivos. Para ello, en primer lugar, debemos trasladar el foco de lo global a lo local: son las iniciativas de la sociedad civil, los little platoons de Burke, las que deben recobrar el protagonismo. Es en el nivel local en el que la gente se siente responsable de lo propio, y respecto a los problemas ambientales, allí donde pueden tenerse en cuenta los distintos intereses en conflicto para alcanzar las soluciones más ventajosas. Scruton desconfía de los organismos internacionales (ya sea la Unión Europea, ya las ONG’s internacionalistas) caracterizados como burocracias exentas de rendir cuentas de sus acciones y cuyas agendas persiguen el objetivo utópico de reducir a cero los problemas ambientales a través de regulaciones arriba-abajo y del lobby. El problema aquí es que muchas veces las soluciones propuestas por las burocracias transnacionales anulan un problema pero crean otro distinto que no estaba previsto, como cuando la sobreprotección legal de una especie termina causando estragos en otras. Los tratados internacionales, por otro lado, resultan papel mojado desde el momento en que solo son capaces de vincular a los países democráticos en los que la presión de la opinión pública obliga a su cumplimiento. Por más que países como China o Rusia firmen un tratado internacional comprometiéndose a reducir sus emisiones, si de sus gobiernos plutocráticos dependen las propias empresas contaminantes pues no tendrán ningún incentivo, más bien al contrario, para cumplir con unas obligaciones que nadie les va a exigir internamente. Scruton apela aquí a la ejemplaridad que deben demostrar las democracias occidentales, no solo en el cumplimiento de los compromisos internacionales, sino destinando más recursos a la investigación.
La conservación de la naturaleza no está por tanto en la arena internacional sino que debe comenzar en lo local. El autor se sirve del caso inglés para demostrar que las iniciativas más exitosas de protección ambiental han partido siempre de la sociedad civil, de gente preocupada por preservar algo que consideraba “propio”: el entorno que nos rodea y que sentimos como nuestro y cuya pérdida sería irremplazable (ejemplo paradigmático es el del National Trust). Ahí está la base de una política liberal-conservadora, que reserva la actuación del Estado (del nivel nacional) para aquellos problemas que por su propia naturaleza trasciendan el ámbito local. Los problemas globales también tenemos que empezar a resolverlos “nosotros”. La tarea de la política ambiental consistirá así en establecer una correcta “división del trabajo” que identifique qué problemas deben ser resueltos por la sociedad civil y cuáles por el Estado. El objetivo último, concluye Scruton, estará en garantizar las condiciones en las que el medio ambiente puede ser administrado responsablemente por la propia sociedad civil inspirada por el sentimiento de oikophilia.
Por Fígaro.
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