Regencias (1833-1843)
Regencia de María Cristina (1833-1840) y primera guerra carlista
El 29 de septiembre de 1833, la hija de Fernando VII, Isabel II, heredaba la corona sin haber cumplido los tres años, bajo la regencia a su madre María Cristina. La negativa a aceptar la sucesión por parte de los carlistas inició una verdadera guerra civil en la que los dos bandos dibujaban una fractura ideológica y social: en un bando, los partidarios del Antiguo Régimen, que a grandes rasgos eran la mayor parte del clero, y buena parte de la baja nobleza y de los campesinos de la mitad norte de España; en el otro, los partidarios del Nuevo Régimen, que a grandes rasgos eran las clases medias y la plebe urbana (encabezadas por los más concienciados políticamente: unos 13 000 exiliados a los que una nueva amnistía permitió regresar, numerosos presos que fueron excarcelados, los nuevos dirigentes locales surgidos de las elecciones municipales de noviembre, y la mayor parte de la oficialidad del ejército, a la que se permitió acceder a los puestos clave en el mando). La aristocracia se dividió siguiendo criterios de oportunidad, de implantación en el territorio y de posición en la corte. Muchas familias quedaron dolorosamente divididas, y en extensas zonas se evidenció geográficamente el enfrentamiento al quedar las ciudades, donde se organizaban juntas y se reclutaban milicias nacionales liberales, rodeadas por un campo donde se armaban partidas carlistas (los voluntarios realistas habían quedado disueltos). La movilización popular parecía recordar, en ambos bandos, la de 1808, en un caso con un espíritu claramente revolucionario, en el otro claramente reaccionario.
En la corte, los gobiernos de signo más o menos liberal (Cea Bermúdez —absolutista moderado—, Martínez de la Rosa —liberal moderado—, Mendizábal, Istúriz y Calatrava —liberales progresistas—, que inauguraron el título de Presidente del Consejo de Ministros de España —anteriormente se usaba el de Secretario de Estado—) no conseguían una victoria decisiva en la guerra y se enfrentaban a graves aprietos financieros, que no se pudieron encauzar hasta la desamortización eclesiástica o de Mendizábal, una decisión trascendental: al mismo tiempo que privaba de recursos económicos al principal enemigo social e ideológico del Nuevo Régimen (el clero), construía una nueva clase social de propietarios agrícolas de origen social variado —nobles, burgueses o campesinos enriquecidos, que en la mitad sur de España conformaron una verdadera oligarquía terrateniente— que le debían su fortuna; y al aceptar como medio de pago en las subastas los títulos de la deuda pública, revalorizaba ésta y permitía la restauración del crédito internacional y la sostenibilidad hacendística (garantizada en un futuro por las contribuciones a pagar por esas tierras, antes exentas fiscalmente y ahora liberadas de las manos muertas que las apartaban del mercado). La abolición del régimen señorial no significó (como había ocurrido durante la Revolución francesa con el histórico decreto de abolición del feudalismo de 4 de agosto de 1789) una revolución social que diera la propiedad a los campesinos. Para el caso de los señores laicos, la confusa distinción entre señoríos solariegos y jurisdiccionales, de origen remotísimo e imposible comprobación de títulos, terminó llevando a un masivo reconocimiento judicial de la propiedad plena a los antiguos señores, que únicamente vieron alterada su situación jurídica y quedaron desprotegidos ante el mercado libre por la desaparición de la institución del mayorazgo (es decir, que quedaban libres para vender o legar a su voluntad, pero también expuestos a perder su propiedad en caso de mala gestión).
El anticlericalismo se convirtió en una fuerza social de importancia creciente, manifestada violentamente a partir de la matanza de frailes de 1834 en Madrid (17 de julio, durante una epidemia de cólera, del que corrieron rumores que era debido al envenenamiento de las fuentes).31 Al año siguiente (1835) se produjo una generalizada quema de conventos por varios puntos de España. La represión antiliberal efectuada por el bando carlista llegó a extremos con represalias de gran violencia (Ramón Cabrera el Tigre del Maestrazgo).
Institucionalmente, se gobernaba de acuerdo con una carta otorgada: el Estatuto Real de 1834, que ni reconocía la soberanía nacional ni derechos o libertades reconocidos por sí mismos, sino concedidos por voluntad real, y que introducía fuertes mecanismos de control de la representación popular (bicameralismo, elecciones indirectas con sufragio censitario muy restringido para el Estamento de Procuradores —0',15 % de la población— y un Estamento de Próceres con miembros natos de la aristocracia y el alto clero).
El texto siguió en vigor hasta que el motín de los sargentos de la Granja (12 de agosto de 1836) obligó a la reina regente a reponer la vigencia de la Constitución de 1812. Al año siguiente se recondujo la situación con un texto más conservador: la Constitución española de 1837 que, aunque basada en el principio revolucionario de la soberanía nacional, establecía un equilibrio de poderes entre Cortes y Corona favorable a ésta, y mantenía el bicameralismo (con los nuevos nombres de Congreso y Senado). El sistema electoral, aunque introducía por primera vez la elección directa, seguía siendo favorable a los más ricos (un sufragio censitario sólo ligeramente ampliado: 257 908 electores, un 2,2 % de la población). Se sustituyó la confesionalidad por el reconocimiento de la obligación de mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles. Se produjo en ese momento la escisión entre liberales moderados (muchos de ellos antiguos exaltados del trienio, evolucionados hacia el moderantismo) como el conde de Toreno, Alcalá Galiano y el general Narváez, que disfrutaron de la confianza de la Regente y formaron gobierno hasta 1840 (Evaristo Pérez de Castro); y progresistas como Mendizábal, Olózaga y el general Espartero (marginados de esa confianza, pero cuyo apoyo político y militar continuó siendo decisivo).
Al quedar los carlistas sin apoyo internacional y sin recursos, el general Maroto se avino a negociar la paz con Espartero (el abrazo de Vergara, 31 de agosto de 1839), dando a la oficialidad carlista la posibilidad de integrarse en el ejército nacional. La mayor parte de la nobleza carlista pasó a aceptar, con mayor o menor gusto, la nueva situación. Otra circunstancia definitoria del Nuevo Régimen, el centralismo político frente al reconocimiento carlista de los fueros, quedaba mitigado para las Provincias Vascongadas y Navarra (la ley de 25 de octubre de 1839, en vez de abolir los fueros, los confirmaba sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía). El foco carlista de Morella (Ramón Cabrera) resistió varios meses más (30 de mayo de 1840).
La situación de María Cristina en la regencia estaba comprometida desde su mismo inicio en 1833 por el matrimonio secreto que contrajo, al poco de enviudar, con un militar de la corte (Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, al que se ennobleció como duque de Riánsares) con el que tuvo ocho hijos. El prestigio y el control sobre el ejército que había alcanzado el general Espartero le ponía en una posición clave para convertirse en una alternativa de poder. Los intentos de atraérsele mediante el ennoblecimiento, e incluso nombrándole presidente del consejo de ministros, no evitaron las discrepancias profundas entre el general y la regente, especialmente acerca del papel de la Milicia Nacional y de la autonomía de los ayuntamientos; asunto que provocó la dimisión de Espartero (15 de junio). Sucesivas sublevaciones contra María Cristina de las ciudades más importantes, obligaron finalmente a ésta a abdicar, renunciando al ejercicio de la regencia y a la custodia de sus hijas, incluida la Reina Isabel, en favor del general (12 de octubre de 1840).
El romanticismo español
Los intelectuales (muchos de ellos, de inquietudes políticas, retornados de un exilio fértil en influencias) implantaron el nuevo gusto romántico, que se extendió a la poesía (José de Espronceda), al teatro (el duque de Rivas) y a una prensa de gran pluralidad e ingenio, estimulada por los debates políticos y literarios y cuya supervivencia siempre se vio amenazada por la censura y la precariedad económica. Entre las muchas figuras del periodismo destacaron Alberto Lista, Manuel Bretón de los Herreros, Serafín Estébanez Calderón, Juan Nicasio Gallego, Antonio Ros de Olano, Ramón Mesonero Romanos y, sobre todas ellas, el extraordinario articulista Mariano José de Larra, que consiguió plasmar la vida cotidiana y los más graves asuntos en expresiones sucintas y geniales, que se han convertido en tópicos muy extendidos (Vuelva usted mañana, Escribir en Madrid es llorar, Aquí yace media España, murió de la otra media). El entierro de Larra (suicidado el 13 de enero de 1837) fue uno de los momentos más particulares de la vida artística española, y significó el pase de testigo del romanticismo español al joven José Zorrilla.
Regencia de Espartero (1840-1843)
La regencia le fue confirmada a Espartero por una votación de las Cortes (8 de marzo de 1841), que también consideraron la posibilidad de otorgársela a otros candidatos, o a una terna.
Los gobiernos progresistas procedieron a aplicar la ley de desamortización del clero secular, garantizando por parte del Estado el mantenimiento de las parroquias y de los seminarios. Se intentó diseñar un sistema educativo nacional en el que la Iglesia no tuviera un papel predominante, pero ante la carencia de medios, la implantación de un sistema educativo digno de tal nombre no se consiguió hasta la segunda mitad del siglo, ya bajo presupuestos moderados y neocatólicos. La formación de los ciudadanos y la construcción de una historia nacional (a través del patrocinio de géneros como la pintura de historia) se veían como una de las principales exigencias de la construcción del Estado liberal.
El compromiso alcanzado en Vergara con los fueros vascos se rompió con la ley de 29 de octubre de 1841, que los abolía en su totalidad.
Se procuró incentivar la actividad económica aplicando los principios librecambistas, lo que atrajo inversiones de capital extranjero (principalmente inglés, francés y belga) a sectores como la minería y las finanzas. Las nuevas desigualdades originaron la denominada cuestión social. El naciente núcleo industrial textil catalán, que ya había presenciado el surgimiento de movilizaciones obreras (la fábrica El Vapor, de los hermanos Bonaplata, inaugurada en 1832 ya había sufrido un ataque de carácter ludita en 1835 —coincidiendo con la quema de conventos—); al tiempo que continuaba su proceso de modernización tecnológica (recepción de las selfactinas, que más tarde ocasionarían conflictos), acogía ahora los principales apoyos a la parte más radical del liberalismo progresista (los futuros demócratas y republicanos, aún no presentados con esas denominaciones). Los intereses proteccionistas tanto de patronos como de obreros, convirtieron Barcelona en un foco de protestas contra Espartero, que llegó a la sublevación. El regente optó por la represión más violenta, bombardeando la ciudad el 3 de diciembre de 1842 y ejecutando posteriormente a los líderes de la revuelta.
Una persona de mi conocimiento afirma, como una ley de la historia de España, la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. Esta boutade denota todo un programa político.Manuel Azaña, citando un tópico atribuido al propio Espartero
La hostilidad de políticos y militares (Manuel Cortina, Joaquín María López, el general Juan Prim), que rechazaban su expeditiva manera de resolver no sólo ese conflicto sino toda la vida política (había disuelto las Cortes y gobernaba de modo prácticamente dictatorial) le dejaba cada vez más aislado. Las elecciones dieron el triunfo a la facción progresista de Salustiano Olózaga, muy crítica con Espartero, y éste las impugnó. El 11 de junio, un golpe militar conjunto de espadones moderados y progresistas (alguno de ellos desde el exilio, por haber protagonizado pronunciamientos anteriores: Narváez, O'Donnell, Serrano y Prim), consiguió el apoyo de la mayor parte del ejército, incluso de las tropas enviadas por el propio Espartero para combatirlos (Torrejón de Ardoz, 22 de julio); con lo que el regente se vio obligado a exiliarse en Inglaterra, la principal beneficiada de su política económica (30 de julio de 1843).
Mayoría de Isabel II (1843-1868)
El problema de renovar la regencia se obvió al decidir que Isabel podía ser declarada mayor de edad (10 de noviembre de 1843) y ejercer por sí misma sus funciones; que enseguida demostraron estar en plena sintonía con el moderantismo, tras un periodo de intrigas parlamentarias protagonizadas por el progresista Salustiano Olózaga y Luis González Bravo (pasado a las filas moderadas), que se saldó con el triunfo de éste y el exilio de Olózaga. Hubo incluso un fallido pronunciamiento militar de carácter progresista (la Rebelión de Boné, en Alicante, de enero a marzo de 1844).
Década moderada (1844-1854)
El general Ramón Narváez quedó como líder del partido moderado y asumió la presidencia del consejo de ministros (3 de mayo de 1844), comenzando una época de estabilidad política en la que los progresistas quedaron relegados a la oposición sin posibilidades de acceder a las posiciones de poder que se negociaban en las camarillas palaciegas.
El 13 de mayo de 1844 se creó la Guardia Civil, un cuerpo militar desplegado en el territorio en casas cuartel para garantizar el orden y la ley, especialmente en el medio rural; era claramente una contrafigura de la Milicia Nacional.
El 4 de julio de 1844 se revisó la abolición de los fueros vascos y navarros llevada a cabo por Espartero, y se restauraron parcialmente, aunque no en lo tocante a cuestiones como el pase foral, las aduanas interiores o los procedimientos electorales.
La Ley de Ayuntamientos de 1845 restringía fuertemente la autonomía municipal en pro del centralismo, otorgando al gobierno el nombramiento de los alcaldes. El mismo año se promulgó la Constitución de 1845, muy similar a la de 1837 (60 de los 77 artículos eran idénticos), pero reformada en un sentido más acorde con el liberalismo doctrinario. En lugar de la soberanía nacional establecía la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey, con preeminencia de este, que podía convocar y disolver las Cámaras sin limitaciones. Se confirmaba la confesionalidad católica del Estado. Regulaba los derechos del ciudadano, que quedaron fuertemente restringidos, como la libertad de expresión limitada por la censura (una cuestión crucial ante la vitalidad que había alcanzado la prensa en España). Desaparecía la Milicia Nacional. El sistema electoral, que se estableció por la Ley Electoral de 1846, continuó siendo un sufragio censitario fuertemente oligárquico, que limitaba aún más el derecho al voto, restringido a 97 000 electores (varones mayores de 25 años que superaran un determinado nivel de renta, mayor que el previsto hasta entonces), el 0,8 % de la población total. El gobierno de Juan Bravo Murillo intentó que se aprobara una constitución aún más restrictiva (texto publicado en la Gaceta de Madrid el 2 de diciembre de 1852), pero la fuerte oposición expresada por todo el arco parlamentario hicieron a la reina desistir del proyecto y obligó a Bravo Murillo a presentar la dimisión.
El Concordato de 1851 restableció las buenas relaciones con la Santa Sede. El papa reconoció a Isabel II como reina (distinguiéndola con la rosa de oro, la principal condecoración papal) y aceptó la pérdida de los bienes eclesiásticos ya desamortizados, tranquilizando las conciencias de sus compradores. A cambio el Estado español se comprometió a mantener el presupuesto de culto y clero con el que se cubrirían las necesidades del clero secular; así como garantizar la catolicidad de la enseñanza, en la que la Iglesia tendrá un papel decisivo, así como en la censura de las publicaciones. La corte de Isabel II se convirtió en una verdadera corte de los milagros a causa del ascendiente que sobre la reina alcanzaron algunos religiosos (san Antonio María Claret y sor Patrocinio, la monja de las llagas). La confluencia de la intelectualidad católica y tradicionalista con el moderantismo dio lugar al movimiento de los neocatólicos (marqués de Viluma, Donoso Cortés, Jaime Balmes).
La corrupción política que incluía a destacados financieros (el marqués de Salamanca) y a una creciente familia real (la de la reina y su consorte —su primo Francisco de Asís de Borbón—, la de su madre y padrastro —la expulsada María Cristina y su marido morganático, a quienes se permitió regresar en 1844—, y la de los Montpensier —hermana y cuñado de la reina—, casados el mismo día que ella en un fastuoso doble enlace real que instalados en España desde su expulsión de Francia con motivo de la revolución de 1848—), acompañó al tímido despegue del capitalismo español; mientras que las finanzas públicas se ordenaron con la reforma tributaria de 1845 (conocida, por el nombre de sus impulsores, como reforma fiscal Mon-Santillán). Más que en una fracasada revolución industrial española, el crecimiento económico se centró, ante la ausencia de capital nacional, en negocios de banca y sociedades financieras sustentados sobre las fuentes de riqueza naturales (el crecimiento de la superficie cultivada y la puesta en explotación de numerosas minas) y un naciente tendido de líneas ferroviarias, todo ello con amplia participación extranjera en medio de sonoros escándalos, que facilitaron la vuelta al poder de los progresistas.
Bienio progresista (1854-1856)
El autoritarismo de Narváez, y la imposibilidad de contrarrestarlo por vías institucionales, empujó a la oposición a la solución militar: un pronunciamiento llevado a cabo por el general Leopoldo O'Donnell en Vicálvaro (la Vicalvarada, 28 de junio de 1854). El fracaso inicial llevó a O'Donell a retirarse hacia el sur, donde contactó con el general Serrano, junto con el que proclamó el manifiesto de Manzanares (redactado por Antonio Cánovas del Castillo, 7 de julio), que dotó al movimiento de un programa político y le consiguió el gran respaldo popular que reclamaba; lo que precipitó su triunfo.
Nosotros queremos la conservación del trono, pero sin camarilla que lo deshonre; queremos la práctica rigurosa de las leyes fundamentales, mejorándolas, sobre todo la electoral y la de imprenta; queremos la rebaja de los impuestos, fundada en una estricta economía; queremos que se respeten en los empleos militares y civiles la antigüedad y los merecimientos; queremos arrancar los pueblos a la centralización que los devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y aumenten sus intereses propios, y como garantía de todo esto queremos y plantearemos, bajo sólidas bases, la Milicia Nacional...Las Juntas de gobierno que deben irse constituyendo en las provincias libres; las Cortes generales que luego se reúnan; la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos consagradas a la voluntad nacional nuestras espadas, y no las envainaremos hasta que ella esté cumplida.
El apoyo masivo del ejército no llegó hasta que Espartero aceptó encabezar la iniciativa. La reina le nombró presidente del consejo de ministros y se formó un gabinete progresista.
O'Donnell creó la Unión Liberal, un partido ecléctico que procuraba integrar a moderados y progresistas. Las nuevas Cortes constituyentes redactaron un texto constitucional que no llegó a aprobarse ni entrar en vigor (la que hubiera sido la Constitución de 1856).
La actividad más trascendente del bienio progresista consistió en su legislación económica: se procuró encauzar la legalidad del desarrollo capitalista, cerrando el ciclo de privatizaciones de la tierra con la ley desarmotizadora de Madoz (3 de mayo de 1855), que se aplicó, además de a muchas propiedades eclesiásticas todavía no afectadas, a las órdenes militares y otras instituciones, fundamentalmente los propios y comunales (tierras de propiedad municipal cuyo arrendamiento se utilizaba para cubrir servicios prestados por los ayuntamientos o bien se explotaban en común por los habitantes del municipio); y se legisló sobre minas, finanzas e inversiones de capital (creación de sociedades anónimas). El propio Madoz facilitó el derribo de las murallas de Barcelona (una medida largo tiempo demandada por el ayuntamiento, a la que se había opuesto Espartero y que estuvo entre las causas del bombardeo de 1842), permitiendo el trazado del ensanche (Plan Cerdá, 1860) al igual que en otras ciudades, que fueron conformando su desarrollo urbano bajo los nuevos principios higienistas propios de los modernos barrios burgueses (Plan Castro de Madrid, 1860, Canal de Isabel II, 1858). La pérdida de patrimonio histórico que suponían tales derribos y reformas, se sumó a las de la desamortización, que había dejado desprotegidos miles de edificios religiosos (incluso universitarios como los de los de Alcalá); pero se asumía como una necesidad del progreso que fácilmente acalló cualquier voz de protesta (como la del poeta Gustavo Adolfo Bécquer o la de su hermano el pintor Valeriano Domínguez Bécquer y otros —Valentín Carderera, Jenaro Pérez Villaamil— que emprendieron proyectos de conservación de la memoria de ese mundo en trance de desaparecer, al menos en sus imágenes).
Se ordenó el sistema ferroviario que se extendió con cierta dificultad siguiendo un esquema radial de baja densidad, con centro en Madrid y concesionado a grandes compañías (Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante —los Rotschild—; Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España —los Péreire—). En las décadas siguientes la industrialización tuvo mayor continuidad, pudiéndose comprobar las ventajas de la integración de un incipiente mercado nacional. Las relaciones de producción capitalistas, tanto en el entorno urbano como en el rural, comenzaban a generar conflictos sociales de nueva naturaleza (la lucha de clases), que en los escasos núcleos industriales encontró expresión en un naciente movimiento obrero que tomaba conciencia de su oposición de intereses con los propietarios del capital (movilizaciones de 1855 en Barcelona o Valladolid); mientras que en el campo se manifestaba de forma similar entre la gran masa de jornaleros desposeídos y la nueva oligarquía de propietarios. La connivencia de intereses entre la oligarquía terrateniente castellano-andaluza, de vocación exportadora ante la debilidad y desarticulación del mercado interior, y la apertura al exterior facilitada por una política librecambista que aceptara las inversiones extranjeras, se vio estimulada por una coyuntura especialmente favorable durante la guerra de Crimea (1853-1856).
Agua, sol y guerra en Sebastopol.
Bienio moderado (1856-1858)
La agitación social provocó la ruptura entre Espartero y O'Donnell. La presidencia de éste (de julio a octubre de 1856) procuró llevar a cabo una política ecléctica que satisficiera a todo el espectro político, siendo el primer gobierno que no realizó la tradicional renovación de los funcionarios para situar a los adictos y dejar como cesantes a los opuestos. De hecho, sus medidas significaron una profunda revisión de la labor del bienio, con la disolución de la Milicia Nacional y la vuelta a la Constitución de 1845, a la que se añadió un Acta Adicional para la ampliación de derechos, que tuvo apenas un mes de vigencia. Dado lo imposible de mantener la apariencia de centralidad, la reina optó por llamar de nuevo a Narváez, que ocupó la presidencia un año completo, de octubre de 1856 a octubre de 1857.
La medida más trascendente del bienio moderado fue la promulgación de la Ley de Instrucción Pública o ley Moyano, que estableció el sistema educativo que, con pocas modificaciones, siguió vigente durante más de un siglo.
La crisis económica de 1857 llevó a Narváez a dimitir, siendo sucedido por los breves gobiernos de Armero e Istúriz.
El naciente movimiento republicano abanderó la ocupación de tierras en el campo andaluz, sufriendo la represión y los fusilamientos masivos ordenados por Narváez (El Arahalen 1857 y Loja en 1861). En las ciudades el alto precio de los alimentos y los impuestos indirectos (consumos) provocaban motines de subsistencias y motines de consumos también inspirados por el republicanismo. El sistema de reclutamiento (quintas) y el servicio militar de ocho años, eximible por el pago de una cuota o un reemplazista, producía injusticias cada vez peor soportadas, que la política de prestigio exterior del periodo posterior no hará más que exacerbar.
Gobiernos de la Unión Liberal (1858-1863)
El 30 de junio de 1858, O'Donnell formó un nuevo gobierno, que junto con el siguiente conformarían los de más larga duración de la época, hasta principios de 1863. Durante este periodo se mantuvo la recuperación económica y se controló la corrupción electoral y la propia desunión en el partido.
Se invirtió en grandes obras públicas, se desarrolló la red ferroviaria y el ejército, se continuó con la desamortización pero entregando parte de la deuda pública a la Iglesia y reponiendo el Concordato de 1851. Se aprobaron también una serie de importantes leyes que seguirían repercutiendo más adelante. Sin embargo siguió habiendo mucha corrupción política y económica, y tampoco se llegó a aprobar la prometida ley de prensa quedándose así sin apoyo parlamentario.
Se intentó emprender una política exterior de prestigio, con presencia en Marruecos (guerra de África, 1859-1860) y en lugares tan lejanos como el sureste asiático (guerra de Cochinchina, 1858-1862).
Crisis del moderantismo y fin del reinado de Isabel II (1863-1868)
Los progresistas y los moderados se aliaron para presionar a la Unión Liberal provocando la dimisión de O'Donnell (marzo de 1863). Sin embargo la sustitución del gobierno no fue fácil, dado que los partidos tradicionales estaban inmersos en graves disensiones internas. La reina, negándose a convocar elecciones como se le pedía desde la oposición, fue formando sucesivos gobiernos moderados bajo presidencia del marqués de Miraflores, Lorenzo Arrazola y Alejandro Mon, hasta que finalmente se volvió a llamar al principal espadón del moderantismo, Narváez (septiembre de 1864). Intentó reconciliarse con los progresistas integrándolos en el gobierno, a lo que éstos se negaron. El autoritarismo de Narváez se reforzó, privándose incluso del apoyo de algunos de sus ministros. La nueva crisis desembocó en el retorno de O'Donnell (junio de 1865). Se aprobó una ley para aumentar el censo electoral en 400 000 votantes y se convocaron elecciones a Cortes; pero sin el apoyo de los progresistas no se consiguió un gobierno estable y se produjo la vuelta de Narváez (10 de junio de 1866).
La crisis política se complicó con una grave crisis económica (los valores españoles caían en la bolsa de París, y el negocio ferroviario se deterioraba). Los militares progresistas y demócratas intentaron de nuevo la salida del pronunciamiento, con sucesivos fracasos (el general Prim en Villarejo de Salvanés y los sargentos del cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866). La reacción de Narváez fue actuar con mano dura con la oposición política (disolución de las Cortes, exilio del general Serrano y de los Montpensier) e intelectual (cierre de las Escuelas de Magisterio y destitución de profesores agnósticos como Emilio Castelar —la denominada cuestión universitaria— que había provocado la protesta estudiantil de la Noche de San Daniel —10 de abril de 1865—, saldada con catorce muertos y un centenar de heridos).
Las dos principales figuras del periodo mueren en un breve intervalo (Leopoldo O'Donnell el 5 de noviembre de 1867 y Ramón María Narváez el 23 de abril de 1868). De éste se cuenta que, en su lecho de muerte, al solicitarle el sacerdote que perdonase a sus enemigos, respondió «Padre, no tengo enemigos; los he matado a todos».
La reina formaba apresuradamente gabinetes de breve duración, con Luis González Bravo como nuevo hombre fuerte cuya única perspectiva era continuar la política de represión y destierros de militares y políticos. El exilio, lejos de reforzar a las fuerzas conservadoras, sirvió para incrementar el radicalismo y la formación de un selecto grupo de intelectuales españoles, que se pusieron en contacto con todo tipo de nuevas ideas que circulaban por Londres, París o Bruselas (Pi i Margall se verá muy influido por sus lecturas de Proudhon); y para que la élite política española de todos los grupos situados entre el centro y la izquierda, en tan difíciles circunstancias, se viese obligada a alcanzar un punto de acuerdo en lo esencial. Reunidos en una ciudad belga, un grupo de unionistas (Serrano), progresistas (Prim y Práxedes Mateo Sagasta) y demócratas (Nicolás María Rivero y Emilio Castelar) acordó el denominado pacto de Ostende.
Por Fígaro.
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