Escribo esta reflexión sobre la educación a raíz de un vídeo viralizado estos días en el que Luis Alegre, filósofo de Podemos, expone ante un periodista de La Sexta sus argumentos para negar la libertad educativa y apostar por la educación pública. O mejor dicho, estatalizada, pues lo que realmente defiende es la negación de la patria potestas en favor de la dominación omnímoda del Estado. Su argumento no es nuevo: el Estado tiene el deber moral de monopolizar la educación para proteger a los individuos, peligrosamente sometidos a la influencia de actores no políticos como son los padres. Es además una aseveración que no solamente es propia del populismo –en este caso de izquierdas, aunque el de derechas pueda cometer la misma equivocación–, sino también de autores liberales de la talla de Steven Pinker. Este destacado, y por lo demás interesantísimo intelectual, ha defendido en sus libros el postulado con la misma alegría con la que lo hace el filósofo de Podemos.
Sin embargo, esta concepción descansa sobre el mito roussoniano de la volonté générale, al que erróneamente se atribuye siempre la fundamentación de la democracia liberal, cuando en realidad conduce a todos los totalitarismos que han creído posible la superación del dualismo en el que se fundamenta la libertad política: el que existe entre el Estado y la sociedad civil. La estatalización de la educación tal y como la ha defendido Alegre desconoce dos cosas: que la familia es el ámbito del amor, y que la sociedad civil de la que forma parte es el más resistente escudo frente a la tiranía.
Lo primero parece obvio para los que reconocemos la existencia de la naturaleza humana, pero no lo es para los ingenieros sociales: la familia conoce mucho mejor lo que es bueno para los hijos por la sencilla razón de que los padres aman –salvo excepciones que confirman la regla– a quienes han engendrado –o adoptado, que para el caso es lo mismo. Solamente se puede amar lo que se conoce, y a la vez, únicamente conocer lo que se ama. Esta frase originada en Grecia, y revitalizada por el cristianismo, ha sido además ratificada por la psicología y las ciencias modernas: baste leer a Jonathan Haidt para comprobar que el instinto de maternidad y paternidad fundamentan la comunión moral de la familia. Frente a ello, el Estado no puede ser un padre para sus ciudadanos porque no es una persona, y es empíricamente imposible que conozca a quienes componen la nación. El Estado-papá que postulan los populistas no existe: sí existen los políticos concretos que pretenden hacer una sustracción de menores generalizada. Como los secuestros de niños protagonizados por individuos, lo argumentan desde el interés de los infantes; pero en este caso es todavía más absurdo: El Presidente del Gobierno de turno, el Ministro de Educación, o cualquier otro sujeto podrán establecer algunos principios generales, pero nunca conocer las realidades concretas de nadie. Las familias sí, y porque aman y conocen, pueden tener la primera y última palabra frente a quienes, desde el mundo de lo abstracto, solamente pueden imponer ideas. Y esto no solamente para garantizar la educación religiosa o en valores de cada familia, que también, sino en otros aspectos como el relativo a centros de educación especial que, en nombre de la pretendida igualdad, también quieren los populistas de izquierda eliminar. Un hijo deficiente es más conocido –y amado– por sus padres de lo que jamás podrá serlo por el Estado, y ellos sabrán si es mejor para él llevarle a un centro especializado o no.
Esta cuestión enlaza con la segunda, pues Alegre invierte los términos en los que se sustenta el Estado liberal: es la sociedad civil la que protege al individuo del poder político, y no al revés. Solamente quienes creen que el Estado-papá encarna una voluntad general y que por ello es intrínsecamente bueno, pueden negarlo. Pero volvemos a lo de antes: el Estado que educa está formado por personas concretas, cuyos planteamientos educativos y morales pueden ser erróneos. Por ello su poder ha de ser mínimo, y tener en frente a familias y otras entidades de la sociedad civil que eviten la consolidación de la tiranía y de la incultura. Incluso un populista de izquierdas tendría que asumir –como en cierto momento hizo Marx– que el Estado no puede tener la patria potestad, pues en el caso de que fuerzas de derechas lo controlaran tampoco sus convicciones podrían ser defendidas desde la familia. Aquí encontramos el mismo problema: los defensores de la educación estatalizada creen imposible que una sociedad sana y progresista pueda asumir la pluralidad de intereses y convicciones, porque eso contradice el mito de la voluntad roussoniana. Por tanto, y esta es mi conclusión, se ha de reconocer que el equívoco del populismo de izquierda no radica –por lo menos en exclusiva– en la voluntad de poder, sino en algo más profundo: la adhesión incondicional a un mito que socaba tanto la realidad de la naturaleza humana como los principios del Estado que permiten su desarrollo.
Por Fígaro.
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