España es muy anterior a la Constitución. Ésta sólo pudo fundar su soberanía política sobre la existencia previa de aquélla. Y la permanencia histórica de España tendrá poco que ver con el éxito de una Constitución que, por su propia naturaleza, es contingente. Quienes se escudan en la carta magna como garantía última de la vocación histórica de España, poco conocen la Constitución y poco conocen España. La primera porque que es producto del consenso político y, por lo tanto, reformable o completamente prescindible. La segunda porque su huella se alarga mucho más allá de la tradición liberal y de la última transición política.
Llegada la situación catalana a una vía muerta, nos queda preguntarnos qué ideas quedan, entre la defensa numantina del Estado de las Autonomías, sufriendo permanentemente bajo el principio contradictorio de nación y nacionalidad en el actual esqueleto constitucional; y la nación de naciones a la que nos empujan la izquierda antijacobina y los separatistas vascos y catalanes.
La doctrina territorial no se ha movido en cuarenta años en el lado españolista, defendida a ultranza por los partidos fundadores del sistema -PP y PSOE- y apuntalado en los últimos años por Ciudadanos. Sólo VOX se ha atrevido a proponer claramente acabar con el régimen autonómico. En el lado separatista sí ha habido movimiento. En el País Vasco, alternando ciclos rupturistas y pactistas, modulados por la intensidad de la violencia de la ETA y la habilidad negociadora del PNV. En el caso catalán con una evolución evidente hacia la ruptura después de agotar el negocio oligárquico y con la ayuda de ingentes recursos públicos en medios de comunicación y educación.
Pero si levantamos la vista más allá de 1978 veremos más España que la que consagra la constitución y más formas de ser español que el encajonamiento al que nos obligan los partidos políticos actuales. Los grandes filósofos de la historia de España -incluyendo a insignes pensadores conservadores como Donoso Cortés o Menéndez Pelayo- hablaban de las Españas, de algo mucho más cromático y plural (palabra secuestrada) que una visión cerrada de la idea de España, como nación política nacida en 1812. Pero es que, además, la uniformidad política y administrativa de las autonomías no tienen nada que ver con la articulación tradicional de los territorios peninsulares, ni siquiera con la planta provincial de Javier de Burgos del siglo XIX.
Como es visible en todas las tiendas de recuerdos españoles, los andaluces somos la esencia de España. Desde la flamenca con faralaes al toro de Osborne. Y los andaluces nos sentimos justamente elegidos. Porque en el sur se vive de miedo. Y porque sabemos que nuestros fueron Trajano, Séneca o Maimónides. La cuna de la civilización. Un refinamiento intelectual y artístico que jamás podrán atesorar ni murcianos, ni catalanes. Sin embargo, hasta que los estatutos catalán y vasco no se pusieron en marcha, nadie en Andalucía quería autonomía. Como tampoco la quisieron después Madrid, Cantabria, La Rioja, las castillas o los archipiélagos. Porque, gracias a Dios, Andalucía y Galicia son dos formas diferentes de ser español.
El llorado catedrático granadino José Luis Serrano -del que Podemos ha hecho bandera- acuñó el popular lema «Andalucía, como la que más». Con eso Serrano renunciaba automáticamente a la maravillosa singularidad andaluza para equipararse nominalmente con territorios extraños al genio andaluz. Andalucía no necesitaba un estatuto que reconociera nada, porque lo era todo. Andalucía necesitaba -y lo sigue necesitando- cuarenta años de honradez, regeneración democrática con gobiernos que se alternen en la gestión y oportunidades para que sus jóvenes no vayan a la cola de Europa. Nada de eso lo trajo el estatuto. Porque nada cambió en lo sustancial. Como tampoco cambió nada en las regiones donde nunca hubo -y la sigue sin haber- demanda alguna de reconocimiento secular, sino demanda, sí, de oportunidades de futuro.
El café para todos de la UCD no ayudó a una eficiente gestión descentralizada, ni a un apaciguamiento de los separatistas. Todo lo contrario. Se trató de igual a lo distinto, que es un principio de injusticia. Y se abrió la carrera desnortada por las competencias para huir de la simetría. Desde el capitidisminuido estatuto catalán hasta el tostón del derecho a decidir ¿decidir qué? la derecha política española es desde 1978 rehén del principio autonómico.
Aunque la historia común ayuda a los pueblos a construir la prudencia de la memoria, la política habla de futuros y no de pasados. Por eso lo bueno y lo malo, hay que comprenderlo para mejorarlo. En 2018, España es una federación de hecho, aunque no lo proclame el derecho. Varias autonomías tienen más competencias que el más descentralizado de los estados federales europeos. No habría mucho más que hacer que llamar a las cosas por su nombre. Y reconocer que lo que hace prosperar a los países, ya sean regiones o naciones, no es su estatus político, sino un trato equitativo y, aplicando lo mejor de la doctrina social cristiana, un equilibrio prudente entre los principios de subsidiariedad y solidaridad.
Julián Marías desarrolló con rigor la razón histórica de las Españas. No de una, sino de muchas. Que en términos políticos es una federación y que en el caso español está mucho más cerca de la constitución tradicional española. Un equilibrio natural entre unidad y pluralidad.
Por Fígaro.
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