La política educativa es, y no debiera serlo, un campo de batalla ideológico habitual que olvida a menudo su verdadero objetivo: la mejora de la formación y de la capacitación de los alumnos, sus verdaderos protagonistas.
El mejor instrumento que podemos poner en manos de cualquier individuo para que logre mejorar su nivel de vida es la educación. Evitarles la posibilidad de tener una educación de calidad, incardinada en un proyecto o modelo educativo que sea estable en el tiempo y que dé certeza de sus objetivos y fines, es privar a los alumnos de la oportunidad de mejorar su propia condición social. En suma, limitarles su crecimiento personal.
Lo que resulta aún más grave y llamativo, y no vemos habitualmente en el debate político, es que procediendo de esta manera se está perjudicando a todos aquellos que, partiendo de situaciones desfavorecidas, tienen menos posibilidades de lograr una educación de calidad. De este modo, quedan sometidos a lo que pueda proporcionarles el sector público. Porque, además, al hacerles dependientes les estamos privando de su Libertad en su sentido más amplio.
A ello se suma una falta de voluntad de alcanzar un acuerdo sobre las cuestiones verdaderamente importantes, algo que no es sino una muestra más de sectarismo impropio de un país que pretende estar a la vanguardia del mundo actual.
Mientras el debate educativo se centra hoy en cuestiones como los retos que planea la digitalización, en España parecen querer obligarnos a que sigamos anclados en un debate sobre itinerarios, el nivel de detalle de una norma o la enseñanza de la religión. Un debate que se viene produciendo desde los debates constituyentes que culminaron con el primer gran pacto educativo, el artículo 27 de la Constitución, pero que algunos se empeñan en no superar hasta que quede impuesta su voluntad.
Hace casi dos años, en diciembre de 2016, comenzaba sus trabajos una subcomisión Parlamentaria que tenía la difícil tarea de lograr el Pacto Educativo. Después de 15 meses de trabajo y más de 80 comparecencias, el Grupo Socialista, tras un aviso del hoy Presidente del Gobierno, decidía levantarse de las negociaciones con la excusa de que no se atendía a su petición de conseguir una financiación mínima. Algo que, cuando se concedió, también rechazaron.
Dejando de lado este debate -que no es baladí-, ocho meses después el Ejecutivo nos presenta una nueva reforma educativa que rompe con cualquier idea de pacto al señalar en su introducción, y sin lugar a dudas, que “razones de urgencia y oportunidad” -y subrayo oportunidad- llevan al Gobierno a proponer una modificación en la ley “a la espera de poder llevar a cabo, más adelante, con el mayor acuerdo posible, una reforma integral de la normativa existente, de la que esta será solo un anticipo”. Toda una declaración de principios.
La propuesta se articula en seis bloques y sorprende que precisamente la equidad, un bloque que no quisieron sentarse a debatir en la subcomisión en el Congreso, sea el elegido como el primero de esta propuesta. Una equidad mal entendida y que ha centrado el debate estos días en lo relativo a las repeticiones de curso y los problemas de autoestima que, a juicio de la Ministra Celaá, genera en los alumnos esta circunstancia. Haríamos bien en preguntar a la Ministra si no considera que generará un problema mayor de autoestima decirle a una persona que no va a ser capaz de alcanzar un resultado por sí misma por mucho que se esfuerce, o explicarles a otros que da igual lo que trabajen en conseguir una meta porque el resultado va a ser igual para todos, y, al conjunto de ellos, que el esfuerzo no merece la pena.
La lectura detenida de la misma, comenzando por la negación de la reciente jurisprudencia del Tribunal Constitucional de abril de este año sobre los conciertos y la libertad de elegir – también centros de educación diferenciada-, por ejemplo, reaviva viejos debates que hoy deberíamos considerar superados y que, en ocasiones, como ocurre con la religión en las aulas, nos recuerdan a tiempos pasados que consideraríamos fruto de una terrible casualidad si no asistiéramos a un revisionismo de la historia que fractura cada día más los pactos de la Transición.
El corto plazo a la hora de afrontar políticas educativas, y plantearlas sólo desde una perspectiva parcial, es uno de los grandes errores de las políticas sociales en nuestro país y en gran parte del mundo occidental, pero es especialmente grave si pensamos en la educación.
La riqueza que proporciona enfrentar un problema desde distintos puntos de vista y planteamientos ideológicos se pierde cuando se olvida el objetivo y se utiliza, una vez más, como esta última propuesta, para enfrentar posturas.
Esta situación por sí misma refleja una falta de madurez democrática. De poco sirve apelar a grandes principios e ideas si no se está dispuesto a pensar en el destinatario y a olvidar planteamientos interesados y pensar qué necesita nuestro país a medio y largo plazo. Porque un cambio de proyecto sin un análisis de la realidad, y sin más prisma que el ideológico, afecta a procesos en marcha que implican algo tan importante como el aprendizaje; pero además perturban procesos en marcha que impiden, una vez más, la evaluación, el análisis, la comparación y, lo más importante, el perfeccionamiento del propio modelo educativo.
Por Fígaro.
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