¿Quién es responsable de mayor cantidad de mal en el mundo: la gente malvada, la mediocre, o acaso los bondadosos?
No solo los cuentos infantiles, sino también cierto sentido común nos inclinaría a pensar que son las personas malas las que cometen la mayor parte del mal. Parecería casi una tautología.
Por ello cuando, allá por los años 70, Hannah Arendt describió como “la triste verdad” de nuestra época que “el mal lo hacen, la mayor parte de las veces, aquellos que no se han decidido, o no han decidido actuar, ni por el mal ni por el bien”, esta judía alemana levantó los lógicos reparos. ¿Cómo era posible que el mal lo hiciera gente banal, normalita, y no entes maléficos? ¿Acaso no había sido Hitler, y los nazis (como Eichmann), y sus colaboradores, engendros especialmente insólitos? ¿No habían optado por el mal, se habían rebozado en el mal, habían caído derrotados junto con ese mal? ¿Cómo podía Arendt afirmar que la mayor parte del mal lo hace la gente mediocre, regulera, casi sin darse ni cuenta, y no la gente mala, a malas?
Sin embargo, pese a tanto reproche, lo que Arendt había filosofado lo irían confirmando los psicólogos en las décadas posteriores. Así, Philip Zimbardo nos mostraría que, sometidos a circunstancias extraordinarias, incluso unos meros estudiantes de la elitista Universidad de Stanford podían comportarse con la crueldad del más sádico carcelero. Stanley Milgram había aducido ya antes que un porcentaje considerable de nuestros congéneres (65 % según su estudio) eran capaces de infligir descargas letales de 450 voltios a otros humanos solo con que se lo ordenara el director de un laboratorio. Cuando hace unos años se repitió su experimento fingiendo que se rodaba un concurso de televisión la cifra alcanzó el 81 % de potenciales homicidas.
Ahora bien, apenas se estaba recuperando nuestra conciencia de este shock, de que tanto mal lo pueda cometer la gente más normalita, cuando un nuevo estudio vino a erizar aún más la cosa. Su autor fue otro psicólogo, Roy Baumeister, en el libro que le dedicó a la violencia y crueldad humanas allá por 1997.
Bausmeister descubría allí que los agresores no suelen verse a sí mismos como si actuaran de modo malvado. De hecho, ni siquiera se ven como gente trivial actuando de forma rutinaria. La horrenda verdad es que con frecuencia se contemplan como personas que han decidido actuar a favor del bien; como víctimas que por fin hacen justicia a quien les atropellaba a ellos o laceraba a otros. Se convierten así, a sus propios ojos, en auténticos salvadores. Puesto que la violencia se da a menudo en medio de conflictos en que todas las partes han puesto su granito de ella, al agresor que asesta el golpe final le resulta fácil reputarse como un excelente tipo que simplemente se defiende. O nos defiende. No son el sadismo ni la ambición las fuentes de la mayor parte del mal que nos rodea, concluía Baumeister; ni siquiera lo son el pasotismo o la banalidad: lo es gente inquietantemente convencida de lo bondadosa que resulta. La autoestima alta y el idealismo son las peores armas de destrucción masiva.
Estas ideas suscitaron la esperable controversia en su momento; pero, en los veintiún años transcurridos desde entonces, numerosos aportes las han ido confirmando. Autores tan variopintos como René Girard, Paul Bloom, Kate Manne, Johannes Lang, Bradley Campbell y Randall Collins han venido a corroborar sus análisis: “Cuanto mayor es el sentimiento de nuestra bondad, resulta más fácil cometer un mal” ha resumido el último citado. Lo había advertido ya la filósofa Simone Weil: “Se puede ser injusto por voluntad de ofender a la justicia o por una mala lectura de lo que es la justicia. Pero casi siempre es el segundo caso el que se da”. Y dos milenios atrás San Juan había apuntado en igual sentido: “Llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará estar prestando un servicio a Dios”.
Por eso hablan, irónicos, de una “violencia virtuosa” otros dos autores de esta misma línea, Alan Fiske y Tage Rai. En suma, hoy ya existe una sólida cantidad de trabajo académico que duda de que, antes de ejercer violencia sobre un semejante, siempre lo deshumanicemos: en realidad lo que suele ocurrir es que lo vemos como humano, pero un humano bellaco al que es nuestro deber, o al menos nuestro derecho, dar una buena lección.
¿Qué conclusiones cabe extraer de esta maldad de los bondadosos? Aquí me concentraré solo en una faceta de ello: la política. Son muchos los que creen que una ideología es mejor cuanto más idealista resulte. Que un político es preferible cuanto más nos prometa castigar a los malvados y mayor virtud exhiba. Que un partido es más loable cuanto más decidido se muestre en conseguir un mundo de mayor bondad (léase solidaridad, igualdad, justicia…).
Pero la enseñanza de Baumeister, Bloom o Girard es exactamente la opuesta. Hay que andar precavidos ante quien aspira al poder exhibiendo ante todo su integridad ética, sus deseos justicieros, su bondad. No necesitamos políticos que quieran implantarnos un mundo, o un país, ideal. Necesitamos de esos otros que, más humildes, se conformen con ir resolviendo los problemillas (o problemones) que nos vayan surgiendo. En una España como la actual, que tras la crisis económica padece un virulento ataque de moralina, todo esto puede resultar chocante.
Mas se trata en todo caso de un enfoque coincidente con el que han defendido pensadores políticos recientes. Caben en él autores tan diferentes como lo son un Isaiah Berlin (que insistió para que abordásemos más humildes la política) y un Friedrich A. Hayek (que nos previno, y así tituló uno de sus libros, contra la fatal arrogancia de quien pretende resolver el mundo con solo gobernar). Raymond Aron caminaba o Steven Lukes camina en un sentido similar. Se trata de intelectuales liberales en un sentido laxo, muy laxo, del término; tan amplio, que no tiene inconveniente en rozarse con otro tipo de pensamiento, el conservador, siempre cauto ante cualquier programa de cambio radical basado solo en nuestras “buenas intenciones”.
Podemos hablar, pues, de un liberalismo humilde, o de un liberalismo conservador, o de un liberalismo que rehúye toda idolatría. Una autora que captó bien esta idea es la letona-judía-estadounidense Judith Shklar, de quien este año celebramos el 90 aniversario. Creo que ella nos dio la clave de en qué se han equivocado tantos filósofos y políticos, incluidos algunos liberales, durante los últimos siglos. Su error es que intentaron definir (o conseguir) una sociedad buena. ¿Por qué no conformarnos, pensaba Shklar, con lograr una sociedad menos mala?
No es un mero juego de palabras. De hecho, la idea de Shklar parece tan razonable que solo personas particularmente obtusas como los filósofos y los políticos han podido pasarla tanto tiempo por alto. Pero seguro que usted, amigo lector, ha vivido cosas que apuntan en esta línea. Fijo que ha notado que es muy difícil ponerse de acuerdo con los demás en cómo sería una sociedad perfecta; pero que es extraordinariamente fácil coincidir con la gente razonable en qué cosas hacen de cualquier lugar uno mucho más mezquino. La crueldad de los torturadores venezolanos, por ejemplo, que hace unos días nos narraba Lorent Saleh. O las quince violaciones diarias padecidas por cada niña nigeriana tras que las raptara Boko Haram.
En vez de discutir sobre la sociedad ideal, como habían hecho tantos pensadores antes que ella, Shklar nos sugirió ser humildes: conformarnos con evitar la crueldad y contener la humillación. Campo de acción ahí no nos falta, por desgracia. Ella denominó “liberalismo del miedo” a lo que aquí venimos llamando “liberalismo humilde”. Mas el nombre da igual siempre que entendamos que ni la referencia al miedo debe atenazarnos en el combate, ni el adjetivo “humilde” equivale a “pusilánime”. Al contrario: aunque un liberalismo humilde no nos ofrece ningún luminoso edén al final de nuestro camino, sí que nos recuerda los infiernos que hemos de dejar atrás. Y uno no corre más resuelto cuando anhela las guirnaldas de una meta brillante que cuando escapa de las llagas de un suplicio.
Por Fígaro.
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