Periódicamente se sostiene en público que, para ganar elecciones, el centro-derecha español debe recurrir a propuestas transversales y moderadas, renunciando a la exhibición permanente y la conversión en políticas públicas de sus principios. Así, los conservadores, siendo minoría y reticentes a realizar tales sacrificios, estarían abocados, como le ocurrió a Sísifo en el mito de Homero, al sinsentido de subir eternamente una piedra de gran peso a la cima ─del poder─ para que rodara de nuevo a los pies de la montaña.
Sostengo que la principal ruptura, la más profunda, en el centro-derecha español no es entre liberal-progresistas y liberal-conservadores, sino entre liberales y conservadores. El profesor Quintana Paz, parafraseando a Clinton, señalaba que el debate relevante no forma parte de la Economía. Ni neoliberalismo ni fin del consenso acerca de las virtudes del Estado Benefactor. Se trata, en efecto, de una cuestión que se ha venido en denominar cultural.
Hace más de un año, en la clausura de la III Semana Atlántica, organizada por el Instituto Atlántico de Gobierno (IADG), afirmé que “el hilo que nos une” está en riesgo. La pérdida del interés en los éxitos filosófico-políticos de Occidente, evidenciada en la crisis de la representación política y el desarrollo de la ideología plebiscitaria; la búsqueda de nuevas identidades y, consecuentemente, la aparición del lenguaje de los nuevos derechos y las políticas de identidad; la radicalización del nacionalismo; y el surgimiento de fuerzas populistas, revela, más allá de una reacción frente a la incertidumbre e inseguridad derivada de nuevas realidades, la principal transformación de la sociedad española: la proliferación de las actitudes cínica y dogmática. Tanto la población como sus gobernantes están abocados a renunciar a tener un fin o propósito, a la relativización de las esencias, al, en palabras del catedrático Francisco J. Contreras, “nadir de la vacuidad”.
Una prueba de ello está en la reacción frente al independentismo catalán. Contraargumentamos que se pretende subvertir el orden jurídico y que este, al surgir de procedimientos democráticos, es legítimo. Pero, en efecto, surge un problema. El secesionismo apela, ultima ratio, a que es la voluntad de los ciudadanos la que, en ejercicio de la soberanía, reconocida por el mismo soberano, legisla. La legitimidad de lo convenido es un argumento compartido, por lo que únicamente cabría aducir que la soberanía española, al haberse constituido antes, es más legítima. Lo cual no resulta de demasiado peso. Así, si el orden ve erosionado su fundamento, si la ley positiva se torna en imposición, nace la cultura de la sospecha.
El jurista alemán Böckenförde sostuvo que “el Estado libre, secularizado, vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar”. La base de la construcción jurídico-política de tal Estado es la voluntad de los individuos, guiados por sus razones e intereses. En su momento, el constitucionalismo liberal entendió que el principio de mayoría debía limitarse, exigiendo mayorías más o menos cualificadas en función de lo reformado y/o excluyendo temas del debate. Y como recordaba el profesor Ricardo Calleja recientemente, tal construcción institucional, aunque viva, ha visto cómo los fundamentos pre-positivos del Derecho, de los que hablaba Waldstein, parecen haberse erosionado.
La tradición clásica del iusnaturalismo, de cuyo objeto vio el jurista Heinrich A. Rommen su “eterno retorno”, parte de que existen fuentes objetivas del saber, tales como la naturaleza o la razón ─en esencia, la realidad─. La verdad sería el elemento protector frente a las potencialidades negativas de la política. Su desconocimiento genera opresión: de su seguimiento nace el bien. Y si bien lo político es un espacio autónomo, particularmente en Occidente, tal ámbito no debe desconocer lo justo en sí y para sí constituyéndose únicamente en orden compartido, puesto que se encontraría con diversas aporías. Una, señala el peligro de las mayorías ─y de las utopías─: la infamia del periodo 1939-1945 se explica por hacer de la voluntad la única fuente de la Ley. Otra, tiende hacia un argumento funcional: si no existe una jerarquía objetiva de valores, el consenso moral se deshace y, con él, la cohesión social. Y evitar tales aporías no se consigue apelando pragmáticamente a una suerte de “mano invisible” socio-política, dejando a su suerte a los individuos y, mucho menos, y en un contexto de nexos débiles, siendo las élites deshonestas.
Resulta que Sísifo no era cualquier rey de la ciudad de Éfira. El monarca no procedía conforme al concepto clásico de justicia propio de la tradición jurídica occidental: dar a cada uno lo suyo. Por lo que, trasladando por analogía el mito a la división del centro-derecha español, se observa que Sísifo no son los conservadores. El gobernante condenado al sinsentido es la comunidad política, y los que hacen justicia al gobernante, Zeus. ¿Es, por tanto, inevitable que las fuerzas herederas de la tradición política occidental sean minoría, que la aceptación de la contienda democrática derive en una pérdida permanente del poder? No lo es, en absoluto. Y no lo es porque en lo esencial, más allá de debates periféricos y de “lógicas de acción política” discordantes, nos une, tanto a nuestra corriente como a la sociedad española, la convicción de que la pura voluntad no hace la Ley. Porque la libertad sin necesidad de escoger entre alternativas, sin referencia a la naturaleza del acto, es solamente poder de autodeterminación.
Si el espacio público democrático no tiene un poder taumatúrgico por el que produce sin excepción efectos virtuosos, se evidencia que los retos actuales hacen más necesario que nunca convertir las palabras escritas en voz, sacando la discusión fundamental y la razón de la tradición política occidental del ámbito privado. Renunciar a la búsqueda y exposición de la razón de nuestras convicciones en pro de una defensa de una institucionalidad vacía de sentido es contraproducente. Y si esa renuncia se deriva de la convicción de la imposibilidad ─o incapacidad─ de fundamentar nuestras posiciones, debe probarse que el mundo es éticamente irracional. Porque claro: si no podemos convencer, debemos disfrazarnos para no perder.
La solución no es abandonar u olvidar estratégicamente el lúcido diagnóstico del, en palabras de Charles Taylor, “malestar de la modernidad”. El discurso de preservación del marco institucional debe hacerse más complejo, recuperar sus bases ético-filosóficas e interpelar a toda la sociedad, hoy en busca de sentido y sometida a la seducción de la utopía del hombre nuevo y de corrientes de escasa ecuanimidad. Lo que se propone no es nuevo ni a corto plazo. Y tampoco es un fundamentalismo irracional, puesto que basarse en la realidad natural y la razón—no por cierto la razón científica autosuficiente del racionalismo moderno, que denunciaba Michael Oakeshott─, poco tiene de ello. Es recuperar los fundamentos racionales de la tradición política occidental. Que España ─y el ámbito atlántico al que pertenece─ sea un espacio de protección y promoción de los principios de la dignidad humana, la virtud, la igualdad ante la Ley, los derechos fundamentales y la responsabilidad.
Por Fígaro.
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