Desde hace algunos años España vive una crisis multiforme, manifestada en las instituciones políticas, en los valores morales, y en la identidad nacional. En el momento en el que nos encontramos, dos elementos parecen evidenciar que, lejos de arreglarse, esta situación se mantendrá en el futuro inmediato: la rebelión política en Cataluña, y el caos que resultará el 10 de noviembre de un Parlamento con toda seguridad dividido y sin mayorías coherentes. Nación y Cortes se encuentran desvertebradas, y aunque muchas veces no se tenga en cuenta, son dos realidades que están directamente relacionadas. Ante esto, mi tesis es que la crisis nacional de España puede ser paliada –no diré resuelta, pues esto sería olvidar otros muchos factores– desde el fortalecimiento del parlamentarismo. Y hablo de parlamentarismo, no de Parlamento, porque me refiero a la actitud intelectual y política que habría de sustentar esta institución, aceptando como condición de su existencia la diversidad de perspectivas que existen en toda nación moderna.
El fundamento de esta idea es la interesante reflexión que José Ortega y Gasset hizo en 1922, en una serie de artículos que tituló “Ideas políticas”. En un momento de gran desestabilización, escribía que “las Cortes son la institución nacional por excelencia, ya que en ellas se ven obligados los innumerables particularismos a enfrontarse unos con otros, a limitarse, domesticarse y nacionalizarse”. Es decir, en su teoría política la nación es un proyecto común, frente al que se alza lo que llamó “particularismos”. Estos son de clase, de región, de culturas políticas, de partido…y dan lugar al autoritarismo cuando caen en la identificación de su voluntad particular con la voluntad general. Daba así una definición que coincide con la que autores como José Luís Villacañas o Jan-Werner Müller han hecho del populismo, que es precisamente la identificación de la voluntad particular de un grupo con la voluntad general del “pueblo”. Es la actitud antiliberal por excelencia, puesto que niega la necesidad de dialogar con el prójimo, y por ello Ortega escribe también que el Parlamento es “la única institución donde no tenemos más remedio que contar los unos con los otros”. Bien se sabe esto en la España actual, donde la formación de un gobierno requerirá necesariamente, por parte de todas las fuerzas, del abandono de la actitud particularista y de la asunción de la de carácter nacional.
Ortega además fundamentó filosóficamente su propuesta, a través del “perspectivismo”. Partía de la base de que la verdad existe, pero el ser humano está limitado por su circunstancia a la hora de acceder a ella. Solamente Dios, por estar más allá de espacio y tiempo, puede tener un conocimiento total. El del ser humano será siempre parcial, y únicamente podrá engrandecerse a través del intercambio de perspectivas. Esto es un dato básico de la naturaleza humana, y no es solamente una condición de la política: lo vemos también en las ciencias. Aunque muchas veces se hable de los científicos como paradigmas del individuo progresista, esto es, como personas que introducen la novedad en sus respectivos campos de conocimiento, lo cierto es que tienen mucho más de conservadores: todo científico suele ser un enano a hombros de un gigante, que a su vez es en realidad un conjunto de castellers intelectuales que le han legado una tradición de sabiduría. La acumulación de descubrimientos, hechos desde circunstancias que impusieron perspectivas muy concretas, es lo que va desvelando paulatinamente la realidad –y por ello Ortega recuerda que verdad en griego es aletheia, des-velamiento. Y las perspectivas no solamente se unen a nivel histórico-diacrónico, sino también en el social-sincrónico. T.S. Eliot enfatizaba que la cultura es siempre multipersonal: no existe el individuo perfectamente culto, salvo muy raras excepciones. Existen especialistas de los diversos campos del conocimiento, y la unión de todos ellos es lo que constituye la sabiduría. De ahí que el cardenal Newman –y el propio Ortega– hablaran de la Universidad como un espacio de diálogo entre las diversas ramas del conocimiento. Frente a ello, el especialismo es la vertiente académica del particularismo, esto es, equivale a lo que en política llamamos populismo.
Si me he extendido en el ejemplo es porque lo que en las ciencias parece evidente, no lo es tanto en la política. Pero también en este campo se debería partir de la base de que todos los seres humanos estamos limitados por una circunstancia que nos dota de una perspectiva, y que la dinámica del ser humano determina que el choque de visiones sea necesario para alcanzar la verdad. Y en este punto es donde podemos encontrar el gran problema de nuestro tiempo: el relativismo y la increencia general en la Verdad. Ciertamente, es difícil en la sociedad plural del siglo XXI aceptar que todos los integrantes de la nación compartamos un criterio al respecto. Los que creemos en ella convivimos con quienes no lo hacen, y, nos guste o no, tenemos que aceptarlo por la sencilla razón de que así es nuestro mundo. Pero la nación debería ser una identidad pre-partidista aceptada por todos, por lo menos en sus hechos objetivos e indiscutibles –por ejemplo, que Cataluña nunca ha sido un Estado independiente, que el catolicismo forma parte de nuestra cultura, que España es una variable europea (según definición de Juan Pablo Fusi), o que la dinámica histórica nos ha enriquecido con muchas lenguas.
Por tanto, un dato fundamental es que la verdad alcanzada desde la comunión de perspectivas se obtiene siempre a través del diálogo. Etimológicamente, este concepto hace referencia a la conversación mediante la razón (dia es “a través de”, no como erróneamente se dice, “dos”). Para que esto sea fructífero, se han de aceptar criterios objetivos sobre los que hablar, y por ello asumir un consenso sobre el hecho nacional es tan importante. No podrá hablarse de nada en España si quienes lo hacen no creen en España. Pero sí que será factible si se parte de su existencia; y por ello la izquierda tiene un trabajo tan importante que hacer ante sus coqueteos con el particularismo regional. Solamente entonces será posible vertebrar a España desde las Cortes, aceptando que “parlamentar” es necesario si queremos construir un proyecto compartido. En este sentido, Habermas hablaba de una razón dialógica como método de conocimiento, y de la democracia deliberativa como su proyección en la política. Más que su idea de patriotismo constitucional –que no me parece del todo acertada–, considero que ésta es una de sus aportaciones más interesantes: la consolidación de una democracia nacional requiere, como vio antes que él Ortega, del diálogo. Pero éste necesita que aceptemos unos criterios objetivos, un lenguaje compartido, para llevarlo a cabo.
Teniendo esto en cuenta, la fragmentación política no sería un problema si el patriotismo fuera una virtud asentada. Lo que ocurre es que no es así, y es por ello que de la crisis identitaria en España se deriva también una crisis parlamentaria. No obstante, como las dos cosas están interconectadas, tal vez se podría contribuir a solucionar el problema desde el camino inverso: aceptar la necesidad de contar con lo demás, y configurar así desde las perspectivas particulares una perspectiva nacional, haciéndose de la fragmentación política un camino de unión hacia el proyecto común. Muchas fuerzas del Parlamento carecerán, por ser particularistas de clase o región, de esta voluntad. Pero no así las que reconozcan que, históricamente, solamente se ha avanzado hacia la verdad a partir del diálogo racional. Y si esto no es posible como un acuerdo entre derecha e izquierda, por lo menos las derechas tendrían que ser capaces de hacerlo, organizando un movimiento político nutrido de la rica tradición del liberal-conservadurismo. En definitiva, frente a una razón utópica que impone ideas, es necesario alzar una razón histórica y deliberativa, cuya consecuencia lógica sería la “política de las circunstancias y de las transacciones”. De esta manera definió a la suya Cánovas del Castillo, en un momento de crisis nacional y parlamentaria mucho peor que el nuestro.
Por Fígaro.
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