Es natural que la protección de la vida humana aparezca siempre a la cabeza de la lista de lo que debe ser protegido por el estado puesto que la vida es el primer bien, sin el cual ningún otro—ni la libertad, ni la propiedad, ni nada imaginable—puede disfrutarse. El derecho a la vida no es un derecho más: en realidad, es el presupuesto para todos los demás; tener derecho a la vida es tener estatus moral en absoluto. Siendo la base de nuestros derechos, debe ir asociado a la base de lo que somos, a nuestra esencia. Nuestra esencia consiste en ser humanos, no en tener una determinada edad, grado de madurez, sexo o raza, características estas que Aristóteles habría llamado “accidentales”. El derecho a la vida es también fundamento del Estado de derecho liberal moderno, que hunde sus raíces en el derecho romano, la filosofía griega y la antropología cristiana. No es de extrañar, por tanto, que sea uno de los pilares del liberal-conservadurismo o que el apartado “De los derechos fundamentales y de las libertades públicas” de la Constitución española de 1978 abra con el artículo 15, en el que se afirma que todos tenemos derecho a la vida y a nuestra integridad física y moral.
El Estado de derecho, que en España encuentra su máxima representación en la Constitución, es la clave de bóveda de cualquier sociedad libre. Gracias a la preminencia del imperio de la ley, los individuos están protegidos frente a la arbitrariedad de aquellos que son más fuertes o que detentan el poder. Es, en suma, la institución que mejor protege nuestra convivencia. A su vez, el principio general “todos tienen derecho a la vida” es la promesa más básica del estado de derecho y la justificación primera de su razón de ser. Es lo que separa la civilización de la ley de la jungla.
Si esto es así, la pregunta que surge inmediatamente es: ¿quiénes entran en ese “todos”? Dependiendo de la respuesta que se dé a esta pregunta, podemos llegar a ordenamientos jurídicos y configuraciones sociales muy distintos.
La interpretación más general y garantista del principio, la que cumple con seguridad el objetivo de salvaguarda de la vida humana, tarea primera de un Estado de Derecho, es la que incluye en ese «todos» a cualquier individuo de la especie humana, haciendo abstracción de rasgos accidentales como el tamaño, las capacidades, el sexo, la edad o la raza. No cabe una definición más amplia, ni por tanto más garantista. Supone la defensa de la dignidad inviolable de todo ser humano desde la concepción a la muerte natural. Si lo aceptamos, estamos todos, por lo que a la ley se refiere, a salvo.
Ahora bien, ocurre que en las sociedades occidentales se han extendido a partir de los años setenta del pasado siglo interpretaciones más restringidas del principio de protección de la vida humana. Interpretaciones que pretenden excluir de ese “todos” a seres humanos concebidos pero aún no nacidos. A los fetos humanos. Aunque las legislaciones, y por lo tanto la protección que otorgan, varían, podemos englobar esta tendencia hablando de la “interpretación abortista” del derecho a la vida. El común denominador es que se trata de una interpretación que restringe el derecho a la vida puesto que los fetos humanos son indudablemente individuos de nuestra especie, que se encuentran en cierto estado de desarrollo. Desde el mismo momento de la concepción, el cigoto posee el genoma característico de la especie Homo sapiens: es, pues, humano. Se trata de un organismo genéticamente distinto al de su padre y su madre, como puede comprobarse en sus 23 pares de cromosomas. Mientras que los gametos (espermatozoide y ovocito) no son individuos capaces de un desarrollo propio, sino células sexuales haploides, el cigoto es un organismo completo que, aunque inmaduro, posee codificada en sus genes la programación necesaria para desarrollarse hasta el ser humano adulto: le basta para ello no ser destruido.
Bajo la interpretación abortista, no obstante, algunos de esos seres humanos deben ser excluidos de ese “todos” al que se extiende la protección estatal. Puesto que se quiere excluir, hay que preguntarse por el criterio a seguir. ¿Qué condiciones debe cumplir un individuo de la especie humana para ser un sujeto protegible según los abortistas? Ahí es donde empiezan los problemas.
Si no optamos por ser máximamente garantistas se deja en manos de unos pocos seres humanos, falibles como todos los demás por mucho que sean legisladores, el decidir qué criterio es relevante a la hora de considerar a un ser humano como digno de ser protegido. Esto abre la puerta a todo tipo de arbitrariedades: desde aleatorios plazos temporales—los de menos de 6 semanas, 8 semanas, 3 meses o cualquier otro lapso que se haya elegido—, pasando por decidir sobre la vida o la muerte de alguien en base a juegos estadísticos que determinan las posibilidades de que ese ser nazca más o menos sano, hasta el caso extremo de dar la oportunidad de nacer a seres de una raza y no de otra, entre otros macabros ejemplos, reales o potenciales.
Se nos dirá que no existen esas arbitrariedades, que existen criterios “científicos” para determinar quién es o no es humano. Las definiciones que proponen los partidarios de la “interpretación abortista” generalmente se basan en el grado de desarrollo de ciertas funciones cognitivas. El problema, es que esto tiene el riesgo de dejar fuera de la protección del “todos” no sólo a los individuos que se desea excluir, sino eventualmente a más individuos de la especie humana que según la conciencia moral usual son protegibles: bebés, deficientes mentales profundos, personas en estado de coma, ancianos seniles, etc. Ya hay teóricos del abortismo que defienden la legitimidad del infanticidio. Y en rigor, sus argumentos son perfectamente consecuentes. En una época como la actual en la que el relativismo impera, y los cambios de lo moral o éticamente aceptable son casi diarios, no se puede desestimar el riesgo de que se tomen como normales y dignas de consideración posiciones hasta hoy impensables.
De manera que el resultado final al que se llega, por medio de la renuncia a la interpretación garantista del derecho a la vida, en favor de una interpretación abortista, es el de una peligrosa erosión de la más básica de las protecciones a la que se obliga el Estado de derecho.
No es casualidad que fueran los Estados totalitarios liberticidas los pioneros en la legalización del aborto: la Rusia bolchevique en 1918; la Alemania nazi (sólo en los territorios ocupados y para mujeres no arias, a las que de hecho se animaba a abortar, para impedir el aumento de la población eslava: el concepto utilizado era la Auswahlfreiheit, “libertad de elección”) en 1939-45; o los países comunistas de Europa del Este (Polonia, Hungría y Bulgaria en 1956, Checoslovaquia en 1957).
Paradójicamente, por mucho que el abortismo se disfrace de movimiento en defensa de la libertad de las mujeres, su debilitamiento de la protección de la vida pone en peligro lo mismo a mujeres que a hombres, si no más incluso a estas. Y resulta tan antagónico a la razón de ser del Estado liberal y democrático de derecho, que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que el abortismo representa una de las mayores amenazas para nuestra civilización.
Por Fígaro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario