A Magallanes se debe el logro de hallar el “paso” estrecho que une el Atlántico y el Pacífico, sorteando así el muro que, para la navegación, representó el continente americano recién descubierto por Colón (apenas treinta años antes). Tras atravesar por primera vez el vasto océano Pacífico, la expedición comandada por el capitán portugués -naturalizado español- recala en los, hasta ese momento, desconocidos archipiélagos de las Marianas (Ladrones), primero, y de las Filipinas (San Lázaro) después, siendo por la vía lingüística por la que Magallanes reconoce que la expedición se encuentra, por fin, próxima al ámbito malayo y, por tanto, cercana a cumplir su objetivo. Este no era otro que el de la Especiería, en el archipiélago de las Molucas, por una ruta occidental, netamente española, que sirviera de alternativa a la ruta africana portuguesa abierta por Vasco de Gamma hacia la India en 1498.
El caso es que, enredado en asuntos de rivalidad entre caciques locales cebuanos, Magallanes, como Moisés antes de llegar a la tierra prometida, muere en Mactán, en acción de guerra, a las puertas de lograr su meta, pero sin conseguirlo. La arribada a las Molucas, después de muchas peripecias, se producirá con el español Gonzalo Gómez de Espinosa al mando, que se había enrolado en la armada de Magallanes como alguacil, y que fue, además, una personalidad decisiva en varios momentos de la expedición. La empresa la consumará finalmente con éxito el también español Juan Sebastián Elcano, en la nao Victoria, atravesando el océano Indico desde Timor, sin hacer escalas, para, remontando la carrera africana por el Atlántico, retornar y llegar por fin el 6 de septiembre de 1522 a Sanlúcar de Barrameda, de donde habían partido tres años antes.
No deja de ser curioso que, de la esfera repartida en Tordesillas, sea un portugués el que atraviese el hemisferio reservado a Castilla, y un español el que atraviese el hemisferio portugués, alcanzando el español la gloria en vida (se le concedió, a él y a Gómez de Espinosa, un escudo de armas con el lema “tuprimus circumdedisti me”) tras los esfuerzos y enormes sacrificios del portugués (incluso el de su propia vida), puesto que Magallanes llevó, sin duda, todo el peso de la expedición (sin menoscabo de la audacia en la operación de regreso de Elcano). Cierto es que Elcano tampoco disfrutará mucho tiempo de esa reputación, pues morirá en 1526, en el mismo escenario en el que había muerto Magallanes, durante el desarrollo de la siguiente expedición enviada a la Especiería y comandada, en este caso, por García de Loaysa. Y lo hace, de muerte natural (escorbuto), convertido ya, por fin, en capitán general (tras el fallecimiento, un poco antes, de Loaysa), siendo el Pacífico motivo de su grandeza, pero también sepultura para todos ellos (Magallanes, Loaysa y Elcano).
Nunca, en cualquier caso, Magallanes podría haber llegado a imaginar que su nombre permanecería vinculado en la posteridad a ese vasco, más bien reservado y taciturno, que no pasó de maestre mientras vivió el capitán general portugués, y que, al poco tiempo, volvería a atravesar el estrecho que lleva su nombre -el de Magallanes-, esta vez como piloto mayor y guía de esa segunda flamante armada enviada desde la Coruña a las Molucas en 1525, pero que, al final, fracasa estrepitosamente en sus objetivos (en contraste con el éxito de Magallanes).
El resultado, sea como fuera, es que por primera vez en la historia un hombre, Juan Sebastián Elcano, con sus diecisiete compañeros de regreso en la nao Victoria, dio la vuelta a la Tierra, convirtiendo en un hecho de experiencia lo que, hasta ese momento, no era más -tampoco menos- que un concepto matemático, geométrico, cosmográfico, situado en los libros sólo como posible, pero que pasa, con el “arte de navegar” renacentista, a transformarse en una realidad.
La esfericidad del orbe terrestre, cuya circunferencia había sido medida ya en el siglo III a. de C. con sorprendente precisión por Eratóstenes en Alejandría en el siglo III a.C., se vio por primera vez rodeada, recorrida y “sujeta a los pies de un hombre” (dirá José de Acosta), espantando, además, con esa misma acción globalizadora, a modo de experimentum crucis, toda especulación “antigua” acerca de las “inhabitables”, tenebrosas y caóticas antípodas.
La Tierra quedaba ceñida realmente a la escala humana, y su enormidad superada por su conmensuración geométrica (el concepto esférico no dejaba margen a la fantasía ni a la imaginación medievales) siendo ahora, por fin, recorrida. Así, con esta rotunda literalidad, lo expresará el anteriormente mencionado Acosta encareciendo el logro “moderno” frente a esas fantasías antiguas, y lo hará Acosta en una obra publicada, su Historia natural y moral de las Indias, a escasamente sesenta años de producirse el regreso de Elcano: “¿Quién dirá que la nao Victoria, digna, cierto, de perpetua memoria, no ganó la victoria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos de aquel tan vano vacío, y caos infinito que ponían los otros filósofos debajo de la tierra, pues dio vuelta al mundo, y rodeó la inmensidad del gran océano? ¿A quién no le parecerá que con este hecho mostró, que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues la pudo medir?”.
Además de la redondez de la Tierra, los expedicionarios prueban otro hecho, hasta ese momento también teórico, pero esta vez de orden físico (geodésico, si se quiere), y es que, al llegar de regreso a Cabo Verde, en los diarios de a bordo (Pigafetta, Albo), figura que es jueves, cuando los portugueses de la isla de Santiago dicen que es miércoles, lo que indica que ese orbe terrestre, esa esfera recién circunnavegada, gira sobre su propio eje. Se tiene pues, también por primera vez, constancia física, experimentada en las propias carnes macilentas de esos dieciocho tripulantes, de que la Tierra gira sobre sí misma en el sentido Este-Oeste, de tal manera que, explica el propio Pigafetta, “habiendo navegado siempre al occidente, siguiendo el curso del sol, al volver al mismo sitio teníamos que ganar veinticuatro horas sobre los que estuvieron quietos en el mismo en un lugar; basta con reflexionar para convencerse”. Si la Tierra permaneciese estable, y fuera el resto del universo el que girase a su alrededor, no se produciría tal retraso con respecto al Sol (hay que tener en cuenta que la obra de Copérnico no se publica hasta 1543, veinte años después del regreso de Elcano).
Por último, se descubre también el hecho, esta vez de naturaleza geográfica, de la continuidad de las aguas oceánicas, al haber realizado el recorrido sin bajarse de un barco, descubriendo, a su vez, esa masa enorme de agua interpuesta entre el continente americano y el asiático que representa el océano Pacifico (el “descubrimiento” del “Mar del Sur” por Núñez de Balboa desde el Darein fue más intencional que real).
La expedición de Magallanes-Elcano, pues, como culminación del proyecto colombino de ir al Oriente por el Occidente, supone un hito decisivo para la “Historia Universal” en la medida en la que con él se cierra el campo de la geografía terrestre, definiendo los límites de la ecúmene, del escenario en el que se despliega la vida humana[6], pero abriendo, a su vez, múltiples rutas virtuales que invitan a su recorrido real, pues la esfera, si bien está definida y conmensurada por el hombre, no está aún saturada en su superficie (se hace evidente, por la propia consistencia de la esfera, que existen partes suyas -incógnitas- con las que aún no se ha entrado en comunicación).
En este sentido, vinculada con la empresa magallánica estará la obra cartográfica de Nuño García de Toreno y, por supuesto, la de los hermanos Falero (las “cartas de marear” que lleva Magallanes son obra, encargos, de Rui Falero y de Nuño García). El portugués Diego Riberoentró al servicio de España unos meses antes de partir la expedición. Su mapamundi, fechado en 1527, el más célebre de los asociados a la expedición, rectifica la tradición cartográfica (mediterránea) de los portulanos, y comienza a poner las cosas en su sitio (continentes, mares y océanos), desbordando el carácter regional, fragmentario y, en ese sentido, especulativo, de toda la cartografía anterior. Es ahora, con la cartografía americana y pacífica, cuando en efecto, como dice Engels, se descubre realmente por primera vez la Tierra.
De hecho, cuando cuatro siglos y medio después, Gagarin, también por primera vez, saque la cabeza por fuera de la Tierra y la observe desde el exterior, no descubrirá nada nuevo, distinto de lo representado por la cartografía esférica, sino que lo que va a ver se ajusta perfectamente a los mapas, a los tipos de mapas, que comienzan a elaborarse tras la proeza magallánica (y solo tras ella) intentando proyectar el concepto de esfericidad en un plano. No habrá sorpresas para Gagarin en este sentido.
En definitiva, que la Tierra es una bola habitable en toda latitud, rodeada de mar, y que gira sobre su eje, dejaba de ser una concepción especulativa o imaginaria, para convertirse en una realidad experimentada por esos dieciocho hombres llegados en la nao Victoria a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522.
Por Fígaro.
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