Hace ya años que se nos permitió conocer, gracias a la revelación del señor Norman Mailer del secreto de ser escritor, que al asumir literariamente los desechos de la sociedad se hace uno de ellos en su escritura para convertirla en acto revolucionario. Y fue el crítico literario Alfred Kazin quien explicó muy bien, respecto a la novela “The Dear Park” de Mailer y a su artículo “The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster”, que la teoría de Mailer consistía en afirmar que “la discriminación ha hecho del negro un verdadero proscrito, que ha desarrollado una sexualidad primitiva y sin inhibicionismo que no pueden permitirse los blancos. Conforme la moderna sociedad capitalista va corrompiéndose más, interiormente ciertos sectores avanzados de la sociedad blanca -los más rebeldes, inteligentes e intrépidos- se vuelven versiones blancas del negro, y tratan de hacerse <hipsters> (proscritos espirituales) en lugar de <squares> (conformistas convencionales)”. Así lo muestra la historia en la que dos robustos delincuentes de dieciocho años, que le destrozan el cráneo a un tendero, ofrecen una cierta clase de valor, pues “no sólo matan a un débil anciano de cincuenta y cinco años, sino también zarandean una institución, violan la propiedad privada, entran en una relación nueva con la policía e introducen un peligroso elemento en su propia vida”, porque aquellos jovencitos “están desafiando lo desconocido y, por brutal que sea su acto, no resulta completamente cobarde”, explica el propio autor de la historia, el señor Norman Mailer. Kazin cita este alegato sin comentario porque no lo necesita, obviamente, y concluye diciendo que “muchos de los escritores actuales no transmiten en sus narraciones ni un átomo de vida, pero saben que no tienen más que travestirse en vicarios literarios de los grupos real o supuestamente aplastados, porque en literatura hace tiempo que ya no se puede ser otra cosa que revolucionario”. Y los camaradas sustituyen nominalmente a todas las víctimas posibles del mundo, algo que también hace, aunque de muy arreglada manera, la llamada “literatura socialdemócrata” alemana, que tuvo un momento casi monopolístico de esplendor e imitación y que, sin compartir para nada “el espíritu hipster” ni su retórica revolucionaria, mantiene el carácter esencialmente político de la escritura literaria. Porque la literatura no estaría ahí para otra cosa que para transformar el mundo, al margen totalmente de la vieja justificación de la escritura artística, sujeta a sus viejos principios de verdad, bondad y belleza.
Se decide, desde luego, que el escritor moderno escribe en un momento histórico, tras la plenitud de la Democracia o de la Revolución Soviética, en que ya no se está bajo el imperio de la necesidad, sino en el de la libertad, y no resulta desafiante contar historias antiguas o historias campesinas, religiosas, burguesas, o de gente pobrísima y feliz. De manera que el historiador ruso Grigori Pomerants puede asegurar que “el cristianismo comenzó para millones de rusos con la lectura de <La casa de Matriovna>”, de Solzhenitsyn, ya que se trataba de una peligrosa historia del pasado acerca de una anciana pobre y no iluminada por el sistema, que había sido, y era, feliz. Aunque tampoco sería nada grata esta historia para los valores literarios occidentales, cuyo canon narrativo de la modernidad era, como subrayó el señor Ignatieff: nunca una historia de un mundo y una humanidad no progresados y felices.
Ya en la Revolución de 1868, hubo entre nosotros una especie de reacción contra las letras llamadas imperiales, en las que fue incluido Cervantes, además de una novelística del XIX y primeros del XX que ya no levantó cabeza, en el gran público ni en el mundo de la edición, ni en la enseñanza y la crítica. Y, más o menos, en éstas estamos, de tal modo que las censuras y rechazos que se hicieron en 1868 se han asumido perfectamente y, para que no falte nada, un Consejo Nacional de Educación sacó también de los estudios escolares a Cervantes en 2007.
Por Fígaro.
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