miércoles, 13 de marzo de 2019

Concordia y 155: por un constitucionalismo de excepción


La fragmentación y la polarización de nuestras sociedades suponen un problema estructural para las democracias constitucionales. El riesgo no es que las fuerzas del populismo ganen las elecciones o gobiernen. También allí donde no ganan el daño ya está hecho. Esta tesitura exige una respuesta política diferente, por parte de las fuerzas políticas que defienden el constitucionalismo democrático. Y un uso distinto de los medios jurídicos a su alcance. Lo que denominaré un constitucionalismo de excepción. Aquí me refiero a constitucionalismo como la práctica política y jurídica que defiende las instituciones y normas básicas del constitucionalismo democrático. Y lo califico “de excepción”, porque debe partir del reconocimiento de que no se dan las condiciones socio-políticas normales en las que se asienta un régimen constitucional.
Condiciones de posibilidad del constitucionalismo
¿En qué sentido la actual división y la tensión populista es un problema estructural para el constitucionalismo? Lo es, no solo porque suponga un riesgo para la continuidad del actual marco institucional en el futuro. Es ya hoy un problema, porque se erosiona la necesaria congruencia entre cuatro dimensiones: el contenido material de la constitución, su valor jurídico-formal y las reglas para su reforma, las exigencias político-deliberativas para su aprobación y reforma, y su incuestionada vigencia sociológica.
Desde el punto de vista del contenido, la constitución recoge los valores comunes fundamentales, organiza las instituciones básicas y destaca los elementos clave de la identidad política. Esto aconseja que desde el punto de vista jurídico-formal la norma fundamental tenga un valor supra-legal, y se apruebe por procesos y mayorías agravados. Pero, además, la norma fundamental debe ser el resultado de un proceso deliberativo de máximo calado e intensidad, que se refleja en esa exigencia formal de mayorías agravadas para su reforma. La premisa y el resultado es que el consenso constitucional es muy amplio (muy por encima de las mayorías absolutas que rigen la política y la legislación ordinaria).
Dentro de ese marco institucional común pacíficamente aceptado, puede darse precisamente el juego del pluralismo político, la competición electoral, la decisión por mayoría, sin que esas tensiones pongan en cuestión la estabilidad del sistema mismo y su acatamiento espontáneo. En caso contrario, las coyunturales mayorías serán vistas como opresoras de las minorías, no como representativas del interés general. El sistema pierde legitimidad, y esto refuerza precisamente la dinámica polarizadora, que traduce el disenso político ordinario en desencuentro sobre las condiciones de justicia básicas para la convivencia. El competidor político se vuelve enemigo, también porque es muy rentable electoralmente tratarle como tal.
La excepcionalidad como diagnóstico
Cabe pensar que los momentos de fragmentación como el actual son inevitables, y que de modo natural les siguen nuevos grandes acuerdos, en un proceso dialéctico necesario. Pero esta supuesta ley histórica dista mucho de ser inapelable. Hay precedentes de procesos de fragmentación que no se resuelven en un renovado espíritu de concordia y altura de miras, que cuaja en la reforma de las instituciones vigentes. A veces al conflicto le sigue una espiral de desencuentros, decadente y/o violenta.
Quienes ingenuamente creen en esa ley de la sístole y diástole sin posible ruptura, verán toda época de conflicto como un tiempo para el diálogo, la negociación y el renovado acuerdo. Pero ese tratamiento, adecuado en tiempos de normal desencuentro, no es el adecuado cuando se trata de tiempos de excepcional ruptura.
Es preciso aceptar que no estamos –en muchas sociedades occidentales- en circunstancias normales: no se puede dar por garantizada la vigencia social y ni siquiera la comprensión intuitiva del valor del orden constitucional. Precisamente por esta segunda razón, tampoco estamos –“todavía” si es que llega- en un momento constituyente, del que pueda forjarse un nuevo acuerdo político de gran calado que rehaga los fundamentos de la convivencia. Por esto es preciso subrayar que no es el momento del consenso y del acuerdo por principio y en todas las circunstancias.
Es, por tanto, tiempo para un constitucionalismo de excepción. Un constitucionalismo consciente de que la legalidad ya no es fuente exclusiva ni suficiente de legitimidad. Un constitucionalismo que debe actuar –en el discurso político y en la aplicación de las leyes- con exquisita cautela, astucia política y grandeza de ánimo. Y con paciencia.
El constitucionalismo de excepción como tratamiento político
En la presente fragmentación se hace preciso concebir modos de defender el orden legal y la convivencia en paz, libertad y justicia, que sean capaces de tres objetivos, que no son contradictorios, pero sí están en tensión. Por un lado, la resistencia firme frente a las maniobras de pirateo del sistema; por otro el respeto a los derechos individuales y de las minorías, en concreto en materia ideológica y de participación política; por último, la progresiva recuperación de la credibilidad de las instituciones y de las élites gobernantes, con una mayor sensibilidad ante las demandas de justicia, y mediante la renovación de personas, temas y estilos. Conste que el carácter excepcional de nuestro tiempo y por tanto transitorio no significa que vaya a ser breve: pienso que estamos hablando de una situación que puede alargarse en el tiempo.
Desde el punto de vista de la estrategia política, un constitucionalismo de excepción debe ser consciente de que no se puede dar por supuesto el apoyo a los principios e instituciones básicas del constitucionalismo. Es preciso ser conscientes de la actual crisis, y asumir el coste de una mayor conflictividad social y discursiva, con la mirada puesta en un restablecimiento de la normal convivencia bajo el Derecho, aunque seguramente no bajo las mismas condiciones estructurales.
Como apuntaba más arriba, la respuesta intuitiva para un constitucionalista es que hay que “recuperar el consenso en lo fundamental” del momento constituyente, y reordenar el pluralismo político en términos de izquierda y derecha, no arriba y abajo. Para lograrlo, es preciso dialogar, negociar y actualizar el marco general, para que vuelva a gozar de amplio apoyo espontáneo. Pero aceptar la excepcionalidad implica asumir que es tiempo de “poner el pie en la pared”. Que ciertas maneras de negociar y dialogar pueden ser un modo tramposo de cambiar la correlación de fuerzas.
En realidad, lo propio de este momento político es una afirmación de nuevas posiciones de partida, previas a un eventual proceso de negociación, deliberación y acuerdos, que construyan un nuevo terreno común de valores, prácticas e instituciones. Aunque este nuevo reparto de la baraja implica la emergencia de una multiplicidad de actores con posiciones maximalistas que es complicado traducir en mayorías y gobiernos estables. Lo cual dificulta aún más el ejercicio de una defensa serena pero firme del marco constitucional vigente y de sus principios.
Aspectos jurídico-constitucionales
Desde el punto de vista más estrictamente jurídico-constitucional, es preciso hacer un reconocimiento explícito de los elementos más “schmittianos” de nuestro sistema, sin dejarse aherrojar por un formalismo legalista. En circunstancias normales, ese formalismo es muy conveniente pero hoy resulta incapaz de generar adhesión espontánea –la relación entre democracia y ley está del revés- y a la vez impide dar respuestas adecuadas a fenómenos excepcionales. Me limitaré a apuntar tres líneas:
En primer lugar, el reconocimiento de la dimensión político-identitaria del orden constitucional, irreductible a principios abstractos o formales. No hay patriotismo constitucional sin patriotismo nacional. Y a la vez, debe darse forma a un patriotismo civilizado, que ya no se concibe a sí mismo fuera o contra los principios fundamentales del constitucionalismo, o como enfrentado a las naciones circundantes, o incompatible con el pluralismo interno. Es una cuestión de liderazgo político capaz de ofrecer un “sugestivo proyecto de vida en común bajo el Derecho”. Sugestivo también porque refuerza los lazos y las experiencias comunes del pasado.
En segundo lugar, al abandono del discurso por el cual se considera que la Constitución ampara cualquier proyecto político, con tal de que se respete la legalidad en el ejercicio de la libertad política y en concreto para la reforma constitucional. Un constitucionalismo de excepción no busca legitimar su posición recordando que “dentro de la constitución todo, fuera de la constitución, nada” (como hizo Sánchez otra vez al anunciar las elecciones). Entre otras cosas, porque esa supuesta apertura no genera ninguna adhesión entre quienes rechazan la Constitución. Lo cual no implica necesariamente restringir legalmente la libertad política o de expresión de quienes se proponen alterar la forma de la existencia política. Pero tampoco lo excluye por principio.
En tercer lugar, una recuperación del sentido existencial de la defensa de la constitución. Es patente que la defensa del constitucionalismo no es una opción política más, dentro de un terreno de juego neutral, sino la posición oficial de las autoridades del Estado, desde el Rey hasta el último funcionario, de cualquier administración pública. Defender el constitucionalismo y las decisiones básicas de la constitución vigente no es “partidismo”. Pero más allá del papel del Estado, la defensa de la constitución debe manifestarse en una movilización real y constante de la sociedad civil en apoyo de su modo de existencia política sometida al Derecho, sin falsos acomodamientos y tolerancias.
El art. 155 y la recuperación de la concordia
Todo lo anterior puede ser aplicado a cualquier país europeo. He dejado para el final una pregunta muy concreta apuntada en el título, relacionada con los medios disponibles al servicio de la defensa existencial de la Constitución española, y de la recuperación de la concordia. ¿Cómo encaja en este constitucionalismo de excepción la aplicación del art. 155 de la Constitución, y hasta qué punto es compatible con una política de concordia?
Por un lado, pienso que la aplicación del art. 155 no puede vaciar de contenido el derecho a la autonomía (siempre dentro del deber de solidaridad, fuera del cual no existen derechos) que recoge el art. 2. De otro modo se estaría leyendo la Constitución del 78 como conformada de elementos intrínsecamente contradictorios, como diagnosticó Schmitt que sucedía en la constitución de Weimar (vid. “Legalidad y legitimidad”). Por otro lado, creo que debe respetarse su naturaleza de cláusula de excepción, sin artificiales encorsetamientos. Pero no debe perderse de hecho ni el control parlamentario, ni la exigencia de que se haga un uso a la vez finalista y delimitado en el tiempo (los clásicos seis meses de la dictadura romana son un buen ejemplo de sabiduría histórica).
En este sentido los discursos actuales a favor de un “155 indefinido” contienen un elemento de arbitrariedad y de supresión sine die del “derecho de autonomía” de regiones y nacionalidades. Un 155 que anulara ese derecho, constituiría una decisión política excepcional en un sentido intensivo (soberana), que rompería con los acuerdos fundamentales de la Constitución de 1978, aunque cupiera dentro de la apertura formal del artículo, mientras el Tribunal constitucional no delinee los límites de la “coacción federal”. Más aún, por ese elemento de arbitrariedad, una suspensión indefinida de una autonomía, difícilmente podría considerarse como una medida compatible con los valores del constitucionalismo, ni siquiera de excepción.
En ausencia de la normal solidaridad y lealtad, lo coherente sería –como se les suele decir a los independentistas- una reforma de la constitución de acuerdo con las reglas previstas. Justo lo que sabemos que hoy es inviable alcanzar, con el nivel de consenso necesario. Pero también cabe –asumiendo la excepcionalidad de la situación- un cambio de las normas generales vigentes –administrativas, fiscales, penales- que afectan al ejercicio de las competencias autonómicas que son objeto de un uso contrario a la letra y al espíritu de la ley fundamental.
Por Fígaro. 

Magallanes-Elcano, el orbe rodando a sus pies


A Magallanes se debe el logro de hallar el “paso” estrecho que une el Atlántico y el Pacífico, sorteando así el muro que, para la navegación, representó el continente americano recién descubierto por Colón (apenas treinta años antes). Tras atravesar por primera vez el vasto océano Pacífico, la expedición comandada por el capitán portugués -naturalizado español- recala en los, hasta ese momento, desconocidos archipiélagos de las Marianas (Ladrones), primero, y de las Filipinas (San Lázaro) después, siendo por la vía lingüística por la que Magallanes reconoce que la expedición se encuentra, por fin, próxima al ámbito malayo y, por tanto, cercana a cumplir su objetivo. Este no era otro que el de la Especiería, en el archipiélago de las Molucas, por una ruta occidental, netamente española, que sirviera de alternativa a la ruta africana portuguesa abierta por Vasco de Gamma hacia la India en 1498.
El caso es que, enredado en asuntos de rivalidad entre caciques locales cebuanos, Magallanes, como Moisés antes de llegar a la tierra prometida, muere en Mactán, en acción de guerra, a las puertas de lograr su meta, pero sin conseguirlo. La arribada a las Molucas, después de muchas peripecias, se producirá con el español Gonzalo Gómez de Espinosa al mando, que se había enrolado en la armada de Magallanes como alguacil, y que fue, además, una personalidad decisiva en varios momentos de la expedición. La empresa la consumará finalmente con éxito el también español Juan Sebastián Elcano, en la nao Victoria, atravesando el océano Indico desde Timor, sin hacer escalas, para, remontando la carrera africana por el Atlántico, retornar y llegar por fin el 6 de septiembre de 1522 a Sanlúcar de Barrameda, de donde habían partido tres años antes.
No deja de ser curioso que, de la esfera repartida en Tordesillas, sea un portugués el que atraviese el hemisferio reservado a Castilla, y un español el que atraviese el hemisferio portugués, alcanzando el español la gloria en vida (se le concedió, a él y a Gómez de Espinosa, un escudo de armas con el lema “tuprimus circumdedisti me”) tras los esfuerzos y enormes sacrificios del portugués (incluso el de su propia vida), puesto que Magallanes llevó, sin duda, todo el peso de la expedición (sin menoscabo de la audacia en la operación de regreso de Elcano). Cierto es que Elcano tampoco disfrutará mucho tiempo de esa reputación, pues morirá en 1526, en el mismo escenario en el que había muerto Magallanes, durante el desarrollo de la siguiente expedición enviada a la Especiería y comandada, en este caso, por García de Loaysa. Y lo hace, de muerte natural (escorbuto), convertido ya, por fin, en capitán general (tras el fallecimiento, un poco antes, de Loaysa), siendo el Pacífico motivo de su grandeza, pero también sepultura para todos ellos (Magallanes, Loaysa y Elcano).
Nunca, en cualquier caso, Magallanes podría haber llegado a imaginar que su nombre permanecería vinculado en la posteridad a ese vasco, más bien reservado y taciturno, que no pasó de maestre mientras vivió el capitán general portugués, y que, al poco tiempo, volvería a atravesar el estrecho que lleva su nombre -el de Magallanes-, esta vez como piloto mayor y guía de esa segunda flamante armada enviada desde la Coruña a las Molucas en 1525, pero que, al final, fracasa estrepitosamente en sus objetivos (en contraste con el éxito de Magallanes).
El resultado, sea como fuera, es que por primera vez en la historia un hombre, Juan Sebastián Elcano, con sus diecisiete compañeros de regreso en la nao Victoria, dio la vuelta a la Tierra, convirtiendo en un hecho de experiencia lo que, hasta ese momento, no era más -tampoco menos- que un concepto matemático, geométrico, cosmográfico, situado en los libros sólo como posible, pero que pasa, con el “arte de navegar” renacentista, a transformarse en una realidad.
La esfericidad del orbe terrestre, cuya circunferencia había sido medida ya en el siglo III a. de C. con sorprendente precisión por Eratóstenes en Alejandría en el siglo III a.C., se vio por primera vez rodeada, recorrida y “sujeta a los pies de un hombre” (dirá José de Acosta), espantando, además, con esa misma acción globalizadora, a modo de experimentum crucis, toda especulación “antigua” acerca de las “inhabitables”, tenebrosas y caóticas antípodas.
La Tierra quedaba ceñida realmente a la escala humana, y su enormidad superada por su conmensuración geométrica (el concepto esférico no dejaba margen a la fantasía ni a la imaginación medievales) siendo ahora, por fin, recorrida. Así, con esta rotunda literalidad, lo expresará el anteriormente mencionado Acosta encareciendo el logro “moderno” frente a esas fantasías antiguas, y lo hará Acosta en una obra publicada, su  Historia natural y moral de las Indias, a escasamente sesenta años de producirse el regreso de Elcano: “¿Quién dirá que la nao Victoria, digna, cierto, de perpetua memoria, no ganó la victoria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos de aquel tan vano vacío, y caos infinito que ponían los otros filósofos debajo de la tierra, pues dio vuelta al mundo, y rodeó la inmensidad del gran océano? ¿A quién no le parecerá que con este hecho mostró, que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues la pudo medir?”.
Además de la redondez de la Tierra, los expedicionarios prueban otro hecho, hasta ese momento también teórico, pero esta vez de orden físico (geodésico, si se quiere), y es que, al llegar de regreso a Cabo Verde, en los diarios de a bordo (Pigafetta, Albo), figura que es jueves, cuando los portugueses de la isla de Santiago dicen que es miércoles, lo que indica que ese orbe terrestre, esa esfera recién circunnavegada, gira sobre su propio eje. Se tiene pues, también por primera vez, constancia física, experimentada en las propias carnes macilentas de esos dieciocho tripulantes, de que la Tierra gira sobre sí misma en el sentido Este-Oeste, de tal manera que, explica el propio Pigafetta, “habiendo navegado siempre al occidente, siguiendo el curso del sol, al volver al mismo sitio teníamos que ganar veinticuatro horas sobre los que estuvieron quietos en el mismo en un lugar; basta con reflexionar para convencerse”. Si la Tierra permaneciese estable, y fuera el resto del universo el que girase a su alrededor, no se produciría tal retraso con respecto al Sol (hay que tener en cuenta que la obra de Copérnico no se publica hasta 1543, veinte años después del regreso de Elcano).
Por último, se descubre también el hecho, esta vez de naturaleza geográfica, de la continuidad de las aguas oceánicas, al haber realizado el recorrido sin bajarse de un barco, descubriendo, a su vez, esa masa enorme de agua interpuesta entre el continente americano y el asiático que representa el océano Pacifico (el “descubrimiento” del “Mar del Sur” por Núñez de Balboa desde el Darein fue más intencional que real).
La expedición de Magallanes-Elcano, pues, como culminación del proyecto colombino de ir al Oriente por el Occidente, supone un hito decisivo para la “Historia Universal” en la medida en la que con él se cierra el campo de la geografía terrestre, definiendo los límites de la ecúmene, del escenario en el que se despliega la vida humana[6], pero abriendo, a su vez, múltiples rutas virtuales que invitan a su recorrido real, pues la esfera, si bien está definida y conmensurada por el hombre, no está aún saturada en su superficie (se hace evidente, por la propia consistencia de la esfera, que existen partes suyas -incógnitas- con las que aún no se ha entrado en comunicación).
En este sentido, vinculada con la empresa magallánica estará la obra cartográfica de Nuño García de Toreno y, por supuesto, la de los hermanos Falero (las “cartas de marear” que lleva Magallanes son obra, encargos, de Rui Falero y de Nuño García). El portugués Diego Riberoentró al servicio de España unos meses antes de partir la expedición. Su mapamundi, fechado en 1527, el más célebre de los asociados a la expedición, rectifica la tradición cartográfica (mediterránea) de los portulanos, y comienza a poner las cosas en su sitio (continentes, mares y océanos), desbordando el carácter regional, fragmentario y, en ese sentido, especulativo, de toda la cartografía anterior. Es ahora, con la cartografía americana y pacífica, cuando en efecto, como dice Engels, se descubre realmente por primera vez la Tierra.
De hecho, cuando cuatro siglos y medio después, Gagarin, también por primera vez, saque la cabeza por fuera de la Tierra y la observe desde el exterior, no descubrirá nada nuevo, distinto de lo representado por la cartografía esférica, sino que lo que va a ver se ajusta perfectamente a los mapas, a los tipos de mapas, que comienzan a elaborarse tras la proeza magallánica (y solo tras ella) intentando proyectar el concepto de esfericidad en un plano. No habrá sorpresas para Gagarin en este sentido.
En definitiva, que la Tierra es una bola habitable en toda latitud, rodeada de mar, y que gira sobre su eje, dejaba de ser una concepción especulativa o imaginaria, para convertirse en una realidad experimentada por esos dieciocho hombres llegados en la nao Victoria a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522.
Por Fígaro. 

La tragedia de Europa del este


La pérdida de la libertad, la tiranía, el maltrato, el hambre habrían sido más fáciles de soportar sin la obligación de llamarlos libertad, justicia, el bien del pueblo […] Las mentiras por su propia naturaleza parcial y efímera, se revelan como tales cuando se enfrentan con los esfuerzos del lenguaje por descubrir la verdad.”
– Aleksander WatMi siglo
“(sobre los bolcheviques) eran como una raza humana completamente distinta cuyos reflejos y respuestas no tenían ningún sentido.”
– Sándor MaáraiMemoir of Hungary

La gran virulencia del siglo XX dejó unas importantes cicatrices históricas y morales a lo largo y ancho del continente europeo sin las cuales es imposible entender nuestra compleja identidad común. Tras el suicidio colectivo que supuso la Primera y Segunda Guerra Mundial, Europa quedó partida en el tablero global como dos bloques que iban a configurar la Guerra Fría. Un telón de acero, como iba a bautizarlo de forma célebre Winston Churchill, se iba a extender durante la década de este a oeste por el continente separando de una forma física y clara la Europa liberal de la Europa sometida al yugo comunista. Una herencia trágica que la historiadora americana Anne Applebaum, premio Pulitzer por su libro Gulag y que recientemente ha publicado el duro pero de necesaria lectura Hambruna Rojaaborda de manera holística en su magnífico libro El telón de AceroLa destrucción de Europa del Este, 1944-1956 (Debate).
El libro arranca con el final de la Segunda Guerra desde la óptica rusa explicando los éxitos militares de Stalin, pese a las enormes bajas humanas del Ejército Rojo, y las maniobras que le permitieron pese a comenzar la guerra pactando con Hitler a través del acuerdo Molótov-Ribbentrop de 1939; después conseguirá un puesto destacado entre los miembros de la Alianza. Tras la conferencia de Yaltalos soviéticos ocuparán hasta ocho países europeos, una ocupación que para este conjunto de naciones significarán una ruina moral, social y económica durante los años siguientes. En muchos casos, a este proceso de desintegración humana se unirá un fuerte proceso de aniquilación nacional.
Una de las tesis clarificadoras del libro es el hecho incontrovertible de que la Guerra Fría, de marcado acento ideológico, fue una contienda inevitable; los planes de Stalin eran claros. La empresa de Terror del líder soviético no fue ajena para los grandes estadistas del momento, empezando por George Kennan o el propio Churchill, de los primeros en advertir de forma clara de los enormes peligros que suponía la Unión Soviética para lo que hoy asociamos a un orden social liberal.
El análisis de este complicado mosaico de regiones está organizado por temáticas más que por su eje cronológico. Applebaum articula su relato apoyándose en cada uno de los elementos que permiten tener una visión global del periodo (política, economía, limpieza étnica, la gran purga, entre otros). De esta forma el libro se lee como quien desgaja una mandarina. De forma muy accesible, el libro recupera la memoria de qué significa vivir bajo un régimen comunista y las trágicas consecuencias de su implementación práctica. Se nos describen las hambrunas que siguen a la colectivización de la tierra, o la angustia y el terror que surge en cualquier sociedad cuando las Leyes son sustituidas por la Cheka. En definitiva, un sistema diseñado para desactivar moralmente a los hombres y alentar a su destrucción o muerte, y en el mejor de los casos dar paso al “homo sovieticus.
Borís Pasternak escribió en su clásico El doctor Zhivago: “Así que era necesario enseñar a la gente a no pensar y no formarse opiniones, obligarla a ver lo que no existía y sostener lo contrario de lo que resultaba obvio para todos.”
Los capítulos están salpimentados de experiencias en primera persona tejidos en la propia historia, lo que dota al libro de elementos narrativos propios de la ficción y facilita su lectura. Apppleblaum, que podríamos enmarcarla dentro de la corriente liberal-conservadora, no rehúye realizar un severo juicio moral al stalinismo apoyada en todo momento por argumentos de peso, pruebas o fuentes de archivo. Cómo en otros de sus libros, las fuentes son ricas y alternan los archivos con memorias y diarios.
Un magnífico libro de divulgación sobre la compleja historia de la Europa del siglo XX. Una historia que no es una, sino varias; una historia relativamente reciente e imprescindible para entender los muy variados perfiles nacionales que configuran el cuadro Europeo. Por otro lado, una obra que permite aproximar de manera muy accesible la tragedia que supuso la Revolución Rusa y el cáncer que supuso su expansión por todo el mundo.

El PSOE, ante la nación y la carta constitucional

PSOE

En las últimas décadas se ha asentado en la vida política la infundada esperanza de que se podría llegar a acuerdos con el PSOE. La nostalgia por el papel desempeñado en la Transición por este partido ha llevado a los actores políticos a confundir pasado con realidad y a obviar la historia del Partido Socialista Obrero Español. En este imaginario juegan un papel especial los Gobiernos de Felipe González, con sus luces y sus sombras. Sin embargo, el PSOE de Felipe González, un PSOE más socialdemócrata que socialista, es un paréntesis en la historia del socialismo español.
Y aunque la distancia del tiempo invite al olvido, sería un error político omitir el papel de los “antiguos” en el PSOE de hoy. Zapatero y Pedro Sánchez no surgen de la nada, y Felipe González y sus históricos no están al margen del devenir del PSOE y su deslealtad con la nación y la Constitución de 1978. González, en sus conversaciones con Cebrián en El futuro no es lo que era (2002), hace palmaria su dificultad para aceptar la alternancia de Gobierno propia de los regímenes democráticos, tal y como demostró en 1996. Pero, además,introduce el sesgo que regirá en la posterior Ley de Memoria Histórica: “Me siento responsable de parte de la pérdida de nuestra memoria histórica, que permite que ahora la derecha se niegue a reconocer el horror que supuso la dictadura”.
Hasta aquí, dos elementos del felipismo que han gozado de vigencia en la actitud política del PSOE y en su intento de continua transformación de lo político: excluir al centroderecha de la legitimidad democrática (futuro pacto del Tinell) y memoria histórica como instrumento necesario para alcanzar la exclusión. Se puede argüir que, sin embargo, sería Zapatero el máximo responsable de lo acontecido en Cataluña y que hoy ha tenido su despliegue en el golpe de Estado. Así es. Pero en esto, Felipe González también ha tenido su papel. En 2010, escribió junto con Carmen Chacón (q. e. p. d.) en El País un artículo que llevaba por título Apuntes sobre Cataluña y España. En este, criticaban la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña (sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010) y, por supuesto, “el problema sigue estando en la resistencia del PP a reconocer la diversidad de España”. El causante era el partido al que el TC había dado la razón y no quienes redactaron un estatuto inconstitucional (tesis que más tarde compartiría la exvicepresidenta del Gobierno de Mariano Rajoy, Soraya Saénz de Santamaría, al manifestar que “fue un error no buscar un acuerdo con el PSOE”).
Los quehaceres de Zapatero y Pedro Sánchez en detrimento de la nación son de sobra conocidos y, en el caso de Pedro Sánchez, muy recientes. La cuestión, sin respuesta, es si el problema del PSOE, ante la imposibilidad de asumir la alternancia en el Gobierno, degenera en la necesidad de crear problemas que puedan socavar la legitimidad democrática de la derecha en el reino de las percepciones, o si el PSOE quiere desnacionalizar España para revertir la identidad nacional de lo español en lo no español. Sea cual sea la respuesta, lo que está claro es que la nación y la democracia liberal no pueden contar con el PSOE.
Por Fígaro.

Los “hipster”


Hace ya años que se nos permitió conocer, gracias a la revelación del señor Norman Mailer del secreto de ser escritor, que al asumir literariamente los desechos de la sociedad se hace uno de ellos en su escritura para convertirla en acto revolucionario. Y fue el crítico literario Alfred Kazin quien explicó muy bien, respecto a la novela  “The Dear Park” de Mailer y a su artículo “The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster”, que la teoría de Mailer consistía en afirmar que “la discriminación ha hecho del negro un verdadero proscrito, que ha desarrollado una sexualidad primitiva y sin inhibicionismo que no pueden permitirse los blancos. Conforme la moderna sociedad capitalista va corrompiéndose más, interiormente ciertos sectores avanzados de la sociedad blanca -los más rebeldes, inteligentes e intrépidos- se vuelven versiones blancas del negro, y tratan de hacerse <hipsters> (proscritos espirituales) en lugar de <squares> (conformistas convencionales)”. Así lo muestra la historia en la que dos robustos delincuentes de dieciocho años, que le destrozan el cráneo a un tendero, ofrecen una cierta clase de valor, pues “no sólo matan a un débil anciano de cincuenta y cinco años, sino también zarandean una institución, violan la propiedad privada, entran en una relación nueva con la policía e introducen un peligroso elemento en su propia vida”, porque aquellos jovencitos “están desafiando lo desconocido y, por brutal que sea su acto, no resulta completamente cobarde”, explica el propio autor de la historia, el señor Norman Mailer. Kazin cita este alegato sin comentario porque no lo necesita, obviamente, y concluye diciendo que “muchos de los escritores actuales no transmiten en sus narraciones ni un átomo de vida, pero saben que no tienen más que travestirse en vicarios literarios de los grupos real o supuestamente aplastados, porque en literatura hace tiempo que ya no se puede ser otra cosa que revolucionario”. Y los camaradas sustituyen nominalmente a todas las víctimas posibles del mundo, algo que también hace, aunque de muy arreglada manera, la llamada “literatura socialdemócrata” alemana, que tuvo un momento casi monopolístico de esplendor e imitación y que, sin compartir para nada “el espíritu hipster” ni su retórica revolucionaria, mantiene el carácter esencialmente político de la escritura literaria. Porque la literatura no estaría ahí para otra cosa que para transformar el mundo, al margen totalmente de la vieja justificación de la escritura artística, sujeta a sus viejos principios de verdad, bondad y belleza.
Se decide, desde luego, que el escritor moderno escribe en un momento histórico, tras la plenitud de la Democracia o de la Revolución Soviética, en que ya no se está bajo el imperio de la necesidad, sino en el de la libertad, y no resulta desafiante contar historias antiguas o historias campesinas, religiosas, burguesas, o de gente pobrísima y feliz. De manera que el historiador ruso Grigori Pomerants puede asegurar que “el cristianismo comenzó para millones de rusos con la lectura de <La casa de Matriovna>”, de Solzhenitsyn, ya que se trataba de una peligrosa historia del pasado acerca de una anciana pobre y no iluminada por el sistema, que había sido, y era, feliz. Aunque tampoco sería nada grata esta historia para los valores literarios occidentales, cuyo canon narrativo de la modernidad era, como subrayó el señor Ignatieff: nunca una historia de un mundo y una humanidad no progresados y felices.
Ya en la Revolución de 1868, hubo entre nosotros una especie de reacción contra las letras llamadas imperiales, en las que fue incluido Cervantes, además de una novelística del XIX y primeros del XX que ya no levantó cabeza, en el gran público ni en el mundo de la edición, ni en la enseñanza y la crítica. Y, más o menos, en éstas estamos, de tal modo que las censuras y rechazos que se hicieron en 1868 se han asumido perfectamente y, para que no falte nada, un Consejo Nacional de Educación sacó también de los estudios escolares a Cervantes en 2007.
Por Fígaro.