La fragmentación y la polarización de nuestras sociedades suponen un problema estructural para las democracias constitucionales. El riesgo no es que las fuerzas del populismo ganen las elecciones o gobiernen. También allí donde no ganan el daño ya está hecho. Esta tesitura exige una respuesta política diferente, por parte de las fuerzas políticas que defienden el constitucionalismo democrático. Y un uso distinto de los medios jurídicos a su alcance. Lo que denominaré un constitucionalismo de excepción. Aquí me refiero a constitucionalismo como la práctica política y jurídica que defiende las instituciones y normas básicas del constitucionalismo democrático. Y lo califico “de excepción”, porque debe partir del reconocimiento de que no se dan las condiciones socio-políticas normales en las que se asienta un régimen constitucional.
Condiciones de posibilidad del constitucionalismo
¿En qué sentido la actual división y la tensión populista es un problema estructural para el constitucionalismo? Lo es, no solo porque suponga un riesgo para la continuidad del actual marco institucional en el futuro. Es ya hoy un problema, porque se erosiona la necesaria congruencia entre cuatro dimensiones: el contenido material de la constitución, su valor jurídico-formal y las reglas para su reforma, las exigencias político-deliberativas para su aprobación y reforma, y su incuestionada vigencia sociológica.
Desde el punto de vista del contenido, la constitución recoge los valores comunes fundamentales, organiza las instituciones básicas y destaca los elementos clave de la identidad política. Esto aconseja que desde el punto de vista jurídico-formal la norma fundamental tenga un valor supra-legal, y se apruebe por procesos y mayorías agravados. Pero, además, la norma fundamental debe ser el resultado de un proceso deliberativo de máximo calado e intensidad, que se refleja en esa exigencia formal de mayorías agravadas para su reforma. La premisa y el resultado es que el consenso constitucional es muy amplio (muy por encima de las mayorías absolutas que rigen la política y la legislación ordinaria).
Dentro de ese marco institucional común pacíficamente aceptado, puede darse precisamente el juego del pluralismo político, la competición electoral, la decisión por mayoría, sin que esas tensiones pongan en cuestión la estabilidad del sistema mismo y su acatamiento espontáneo. En caso contrario, las coyunturales mayorías serán vistas como opresoras de las minorías, no como representativas del interés general. El sistema pierde legitimidad, y esto refuerza precisamente la dinámica polarizadora, que traduce el disenso político ordinario en desencuentro sobre las condiciones de justicia básicas para la convivencia. El competidor político se vuelve enemigo, también porque es muy rentable electoralmente tratarle como tal.
La excepcionalidad como diagnóstico
Cabe pensar que los momentos de fragmentación como el actual son inevitables, y que de modo natural les siguen nuevos grandes acuerdos, en un proceso dialéctico necesario. Pero esta supuesta ley histórica dista mucho de ser inapelable. Hay precedentes de procesos de fragmentación que no se resuelven en un renovado espíritu de concordia y altura de miras, que cuaja en la reforma de las instituciones vigentes. A veces al conflicto le sigue una espiral de desencuentros, decadente y/o violenta.
Quienes ingenuamente creen en esa ley de la sístole y diástole sin posible ruptura, verán toda época de conflicto como un tiempo para el diálogo, la negociación y el renovado acuerdo. Pero ese tratamiento, adecuado en tiempos de normal desencuentro, no es el adecuado cuando se trata de tiempos de excepcional ruptura.
Es preciso aceptar que no estamos –en muchas sociedades occidentales- en circunstancias normales: no se puede dar por garantizada la vigencia social y ni siquiera la comprensión intuitiva del valor del orden constitucional. Precisamente por esta segunda razón, tampoco estamos –“todavía” si es que llega- en un momento constituyente, del que pueda forjarse un nuevo acuerdo político de gran calado que rehaga los fundamentos de la convivencia. Por esto es preciso subrayar que no es el momento del consenso y del acuerdo por principio y en todas las circunstancias.
Es, por tanto, tiempo para un constitucionalismo de excepción. Un constitucionalismo consciente de que la legalidad ya no es fuente exclusiva ni suficiente de legitimidad. Un constitucionalismo que debe actuar –en el discurso político y en la aplicación de las leyes- con exquisita cautela, astucia política y grandeza de ánimo. Y con paciencia.
El constitucionalismo de excepción como tratamiento político
En la presente fragmentación se hace preciso concebir modos de defender el orden legal y la convivencia en paz, libertad y justicia, que sean capaces de tres objetivos, que no son contradictorios, pero sí están en tensión. Por un lado, la resistencia firme frente a las maniobras de pirateo del sistema; por otro el respeto a los derechos individuales y de las minorías, en concreto en materia ideológica y de participación política; por último, la progresiva recuperación de la credibilidad de las instituciones y de las élites gobernantes, con una mayor sensibilidad ante las demandas de justicia, y mediante la renovación de personas, temas y estilos. Conste que el carácter excepcional de nuestro tiempo y por tanto transitorio no significa que vaya a ser breve: pienso que estamos hablando de una situación que puede alargarse en el tiempo.
Desde el punto de vista de la estrategia política, un constitucionalismo de excepción debe ser consciente de que no se puede dar por supuesto el apoyo a los principios e instituciones básicas del constitucionalismo. Es preciso ser conscientes de la actual crisis, y asumir el coste de una mayor conflictividad social y discursiva, con la mirada puesta en un restablecimiento de la normal convivencia bajo el Derecho, aunque seguramente no bajo las mismas condiciones estructurales.
Como apuntaba más arriba, la respuesta intuitiva para un constitucionalista es que hay que “recuperar el consenso en lo fundamental” del momento constituyente, y reordenar el pluralismo político en términos de izquierda y derecha, no arriba y abajo. Para lograrlo, es preciso dialogar, negociar y actualizar el marco general, para que vuelva a gozar de amplio apoyo espontáneo. Pero aceptar la excepcionalidad implica asumir que es tiempo de “poner el pie en la pared”. Que ciertas maneras de negociar y dialogar pueden ser un modo tramposo de cambiar la correlación de fuerzas.
En realidad, lo propio de este momento político es una afirmación de nuevas posiciones de partida, previas a un eventual proceso de negociación, deliberación y acuerdos, que construyan un nuevo terreno común de valores, prácticas e instituciones. Aunque este nuevo reparto de la baraja implica la emergencia de una multiplicidad de actores con posiciones maximalistas que es complicado traducir en mayorías y gobiernos estables. Lo cual dificulta aún más el ejercicio de una defensa serena pero firme del marco constitucional vigente y de sus principios.
Aspectos jurídico-constitucionales
Desde el punto de vista más estrictamente jurídico-constitucional, es preciso hacer un reconocimiento explícito de los elementos más “schmittianos” de nuestro sistema, sin dejarse aherrojar por un formalismo legalista. En circunstancias normales, ese formalismo es muy conveniente pero hoy resulta incapaz de generar adhesión espontánea –la relación entre democracia y ley está del revés- y a la vez impide dar respuestas adecuadas a fenómenos excepcionales. Me limitaré a apuntar tres líneas:
En primer lugar, el reconocimiento de la dimensión político-identitaria del orden constitucional, irreductible a principios abstractos o formales. No hay patriotismo constitucional sin patriotismo nacional. Y a la vez, debe darse forma a un patriotismo civilizado, que ya no se concibe a sí mismo fuera o contra los principios fundamentales del constitucionalismo, o como enfrentado a las naciones circundantes, o incompatible con el pluralismo interno. Es una cuestión de liderazgo político capaz de ofrecer un “sugestivo proyecto de vida en común bajo el Derecho”. Sugestivo también porque refuerza los lazos y las experiencias comunes del pasado.
En segundo lugar, al abandono del discurso por el cual se considera que la Constitución ampara cualquier proyecto político, con tal de que se respete la legalidad en el ejercicio de la libertad política y en concreto para la reforma constitucional. Un constitucionalismo de excepción no busca legitimar su posición recordando que “dentro de la constitución todo, fuera de la constitución, nada” (como hizo Sánchez otra vez al anunciar las elecciones). Entre otras cosas, porque esa supuesta apertura no genera ninguna adhesión entre quienes rechazan la Constitución. Lo cual no implica necesariamente restringir legalmente la libertad política o de expresión de quienes se proponen alterar la forma de la existencia política. Pero tampoco lo excluye por principio.
En tercer lugar, una recuperación del sentido existencial de la defensa de la constitución. Es patente que la defensa del constitucionalismo no es una opción política más, dentro de un terreno de juego neutral, sino la posición oficial de las autoridades del Estado, desde el Rey hasta el último funcionario, de cualquier administración pública. Defender el constitucionalismo y las decisiones básicas de la constitución vigente no es “partidismo”. Pero más allá del papel del Estado, la defensa de la constitución debe manifestarse en una movilización real y constante de la sociedad civil en apoyo de su modo de existencia política sometida al Derecho, sin falsos acomodamientos y tolerancias.
El art. 155 y la recuperación de la concordia
Todo lo anterior puede ser aplicado a cualquier país europeo. He dejado para el final una pregunta muy concreta apuntada en el título, relacionada con los medios disponibles al servicio de la defensa existencial de la Constitución española, y de la recuperación de la concordia. ¿Cómo encaja en este constitucionalismo de excepción la aplicación del art. 155 de la Constitución, y hasta qué punto es compatible con una política de concordia?
Por un lado, pienso que la aplicación del art. 155 no puede vaciar de contenido el derecho a la autonomía (siempre dentro del deber de solidaridad, fuera del cual no existen derechos) que recoge el art. 2. De otro modo se estaría leyendo la Constitución del 78 como conformada de elementos intrínsecamente contradictorios, como diagnosticó Schmitt que sucedía en la constitución de Weimar (vid. “Legalidad y legitimidad”). Por otro lado, creo que debe respetarse su naturaleza de cláusula de excepción, sin artificiales encorsetamientos. Pero no debe perderse de hecho ni el control parlamentario, ni la exigencia de que se haga un uso a la vez finalista y delimitado en el tiempo (los clásicos seis meses de la dictadura romana son un buen ejemplo de sabiduría histórica).
En este sentido los discursos actuales a favor de un “155 indefinido” contienen un elemento de arbitrariedad y de supresión sine die del “derecho de autonomía” de regiones y nacionalidades. Un 155 que anulara ese derecho, constituiría una decisión política excepcional en un sentido intensivo (soberana), que rompería con los acuerdos fundamentales de la Constitución de 1978, aunque cupiera dentro de la apertura formal del artículo, mientras el Tribunal constitucional no delinee los límites de la “coacción federal”. Más aún, por ese elemento de arbitrariedad, una suspensión indefinida de una autonomía, difícilmente podría considerarse como una medida compatible con los valores del constitucionalismo, ni siquiera de excepción.
En ausencia de la normal solidaridad y lealtad, lo coherente sería –como se les suele decir a los independentistas- una reforma de la constitución de acuerdo con las reglas previstas. Justo lo que sabemos que hoy es inviable alcanzar, con el nivel de consenso necesario. Pero también cabe –asumiendo la excepcionalidad de la situación- un cambio de las normas generales vigentes –administrativas, fiscales, penales- que afectan al ejercicio de las competencias autonómicas que son objeto de un uso contrario a la letra y al espíritu de la ley fundamental.
Por Fígaro.