Junto al 23 de febrero de 1981 y el 11 de marzo de 2004, el 1 de octubre del año pasado se presenta como el tercer evento accidental de la historia democrática reciente de España. Casi un mes antes, el 6 y 7 de septiembre de 2017, el independentismo decidió saltar al vacío, llevando a cabo sendas sesiones parlamentarias que supusieron la ruptura del reglamento de la Cámara, del Estatuto de autonomía y de la Constitución española. El momento simbólico de aquellas tristes jornadas probablemente fue la lectura en voz alta de una carta del presidente del Consejo de Garantías Estatutarias, señalando que el procedimiento que se estaba siguiendo para aprobar las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica era completamente irregular. A continuación, la voluntad popular desatendía las recomendaciones del órgano de control de proximidad y terminaba cercenando gravemente (como después señalaría el Tribunal Constitucional) los derechos de la minoría parlamentaria. Puigdemont tomaba la palabra para afirmar que “la democracia no se define ni se justifica por el respeto a los procedimientos”. Europa, pleno siglo XXI.
El Consejo de Garantías Estatutarias lleva años esperando su renovación. Es una espera vana. La polarización política es tan fuerte que impide que las instituciones autonómicas funcionen con un mínimo de normalidad. Dicha normalidad la ofrece el sistema burocrático catalán, que con sus problemas ha conseguido que los funcionarios sigan cobrando sus nóminas y los ciudadanos reciban servicios públicos sin graves alteraciones. Justo es señalarlo. Claro que la pregunta que deberíamos hacernos es cuánto tiempo puede la administración pública navegar en solitario, sin la dirección política que deben proporcionar el Gobierno autonómico y el Parlament de Cataluña. Desde que comenzó el proceso soberanista en septiembre de 2012, hemos tenido tres elecciones, otros tantos presidentes de la Generalitat y un incumplimiento manifiesto de los deberes presupuestarios y legislativos establecidos por el Estatuto.
A la parálisis política se suma la famosa “judicialización” del proceso independentista. Como la sociedad catalana ha ido abandonando la cultura de la legalidad, se ha olvidado que el poder, en el Estado constitucional, está sometido de forma exhaustiva a los límites que establece el derecho. Hoy está de moda ver este principio basilar como una trampa que el liberalismo ha puesto a la democracia: Cataluña se ha puesto así en el mapa de los populismos globales, aquellos movimientos que consideran que las Constituciones rígidas, como es el caso de la española, suponen una traición al pueblo que quiere decidir libremente. Como apunta Manuel Arias Maldonado: “hacemos política y nos responden con leyes”. El catálogo de infracciones jurídicas de los distintos órganos de la Generalitat, desde que dio comienzo el proceso soberanista, es largo y en ocasiones contiene actos de tal gravedad (como la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre de 2017), que solo un Estado que dejase de ser constitucional podría ordenar a su aparato judicial que no persiguiera los ilícitos cometidos.
Naturalmente, la ley hay veces que se concilia con las emociones, pero en otras resulta gravemente averiada como consecuencia del choque frontal con la política. El 1 de octubre de hace un año se culminó una operación organizada desde las instituciones autonómicas para desobedecer colectivamente las prohibiciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal de Justicia de Cataluña. En esa operación participó, como en noviembre de 2014, una parte importante de la ciudadanía. El Gobierno de la Nación reaccionó tarde y mal, provocando una ola de indignación entre el independentismo y causando un gran descrédito para España en el exterior. En cualquier caso, si partimos del paradigma que ofrece el Estado de Derecho, debemos convenir que siendo nuestro país una democracia acreditada internacionalmente, no cabe justificar una rebelión política (ciudadana o no) en atención a cualquier proyecto ideológico que se ponga sobre la mesa. Menos si ese proyecto implica la creación de un nuevo Estado por la fuerza de los hechos. Hoy algunos de los que señalan con razón a países como Polonia o Hungría, por sus prácticas iliberales, describen el referéndum sin garantías celebrado en Cataluña hace un año como un acto festivo y pacífico de contestación política frente al Gobierno central y su intransigencia. Cosas veredes, amigo Sancho.
Nadie puede negar que el 1 de octubre de 2017 constituye una herida traumática para una parte importante de la población de Cataluña, así como la expresión de un fracaso colectivo para el conjunto de los españoles. Sin embargo, lo que pretendo poner de manifiesto es que aquel día, como otros posteriores, expresó una nueva forma de hacer política que se extravía del estándar normativo creado en Europa tras la II Guerra Mundial. Aunando el pacifismo de las revueltas árabes y la praxis constituyente de las experiencias latinoamericanas, el independentismo puso a Cataluña y a España a la vanguardia de los populismos globales: decisionismo, superación fáctica de la legalidad y sustitución de los partidos por movimientos sociales (ANC y Ómnium). Las consecuencias de este nuevo parámetro político las conocemos todos: huida de empresas, disminución de la inversión y aumento desbocado de la deuda pública. Eso por no hablar de la división social que algunos siguen negando.
Así las cosas, hoy estamos lejos de cualquier solución razonable. Estamos empantanados, a la espera de un improbable aumento o disminución del apoyo al independentismo o a la España constitucional. Lo grave, sin embargo, es un destrozo institucional que difícilmente podrá ser reparado, con un Parlament bloqueado (cuando no cerrado), una Generalitat transformada en una república virtual dirigida desde el “exilio” y una administración agotada y sin recursos para llevar a cabo sus tareas de forma eficiente y neutral. Si este populismo termina contagiando al sistema político español, históricamente aficionado a crear vacíos de poder, la situación puede transformarse en constituyente, que es lo que no pocas formaciones con representación en las Cortes buscan desde que la crisis socioeconómica vino para quedarse en el año 2010. En definitiva, no sé si estamos peor que hace un año, pero mejor, me parece que tampoco.
Por Fígaro.
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