Hace ya años que René Girard mostró la injusticia y la vacuidad de la idea misma de discriminación positiva, que produce nuevas victimaciones, y afirmó que esta discriminación es una inconsciente y perversa imitación de la idea cristiana de reparación de un mal, pero sometiendo a este mismo mal al grupo que se señala como responsable de él.
Tal era la razón invocada en la antigua Unión Soviética, para negar el acceso a los estudios medios o universitarios a los muchachos de familia burguesa, ya que, antes de la Revolución los jóvenes no pertenecientes a la burguesía no habían podido estudiar, en general; y esta prohibición no era, ciertamente, la menor de las maldades de aquel automatismo clasista, que también René Girard llama “una manera más astuta que el Gulag de desembarazarse de la gente”. Y esto es lo que torna trágicos a los sistemas llamados de corrección política.
Cuando se da lo que es un horrible crimen de asesinato como la terrible matanza de mujeres en nuestro tiempo, no podemos banalizar esa realidad con una enunciación encubridora de su iniquidad, denominándolo “delito de género”, porque esta locución despoja al hecho de su misma naturaleza trágica, y debilita el correspondiente clamor por la necesaria justicia; lo aproxima a una cuestión banal de corrección gramatical, pero sobre todo lo introduce en el fatal y primario juego social de atribución de la responsabilidad de los crímenes más siniestros no a individuos concretos, sino a un grupo construido como chivo expiatorio, portador de una iniquidad de naturaleza ontológica. Y ésta se revelaría en ciertos signos o comportamientos codificados, como en el caso de las brujas, los judíos, los negros o los individuos del sexo masculino que responden a una supuesta condición de animalidad de prehomínido que se revela gestual y gramaticalmente, según una interpretación convencional.
Una sociedad con una mínima base moral y civilizada no puede señalar a un sector de ella como chivo expiatorio, no puede llamar “aldeas” a las construcciones de cartón que el conde de Potemkin alzó para tapar sus devastaciones, o a los campos de concentración que también llamaban aldeas los camaradas pardos, mientras los otros camaradas preferían hablar de campos de reeducación y denominaban “suprema defensa de la vida” a la pena de muerte. Y tampoco puede secundar un lenguaje que encubre un asesinato en un equívoco nominalista como un accidente gramatical de género.
Pero, en caso de conflicto e inestabilidad social, también nuestras tan roussonianas sociedades acaban siempre con la caza al chivo expiatorio, culpable de todo mal. Un individuo o grupo que paga por todos, porque, como dice Caifás en el proceso de Jesús: ”Conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación”. Y, si no es un hombre, que sea un grupo, que se construye previamente como siempre con la mentira, un cálculo político, y la pura necedad.
En medio de la locura colectiva de la persecución de las brujas en los U.S.A del siglo XVIII, William Penn preguntó a una de ellas si viajaba a gusto por los aires y, ante su respuesta afirmativa, aquél hizo notar que no había ley divina ni humana que prohibieran volar, sino que era precisamente el hecho que constituía indicio y prueba de la brujería, pero en el que parecían o simulaban creer quienes juzgaban, porque necesitaban un chivo emisario que pudiera ser sacrificado para provecho suyo. Y tal es la pregunta que siempre hay que hacerse.
Por Fígaro.
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