“¿Cómo hemos llegado hasta el punto de que la caída de una economía afecta al conjunto de la economía?”
El 16 de septiembre de 2008, al día siguiente de la quiebra de Lehman, en la Casa Blanca unos visiblemente tensos y cansados Bernanke y Paulson presentaban al presidente Bush el cheque de algo más de 700.000 millones de euros que debía firmar para llevar a cabo la recapitalización del sistema. Bush les espeto a ambos: “¿Cómo hemos llegado hasta el punto de que la caída de una economía afecta al conjunto de la economía?”,como recuerda el periodista del New Yorker James B. Stewart. La crisis iba a recaer sobre los hombros del contribuyente. Hace unas semanas, un estudio llevado a cabo por la Fed estimaba el coste total de la crisis en 70.000 dólares per cápita (algo más de 22 billones de dólares).
Se salvaba la bola de partido evitando un escenario de colapso total. Sin embargo, se ignoraron partes fundamentales del diagnóstico –bien resumidas en la pregunta de Bush– y en vez de normalizar la política monetaria tras esta estabilización inicial, la regla de Taylor dio claros síntomas de ello desde principios de 2012, se siguió imprimiendo dinero (léase quantitative easing) con la esperanza de así sacar a la economía del atolladero. Estas políticas no devolvieron la solvencia al sistema, más bien al contrario, han dificultado el necesario proceso de purga y han servido para desincentivar la implementación de reformas más profundas, alimentando el sobreendeudamiento (en todas sus formas) y la especulación en los mercados financieros, como ha señalado el nada sospechoso Claudio Borio, solvente economista del Banco Internacional de Pagos.
Sí se mejoraron algunos aspectos en el proceso de liquidación bancaria (‘bail in’) y en los requisitos sobre nivel y calidad del capital (BIS III, aunque la regulación no llegó precisamente en el mejor momento posible), pero el grueso de la recuperación económica y financiera se confió a las políticas de demanda, sin que la crisis haya favorecido un verdadero cambio con respecto a la manera en la que organizamos el sistema financiero y la moneda. El resultado es que estos últimos años hemos tenido un patrón de crecimiento muy similar al que caracterizó la década de los 2000 (y bien sabemos como acabó): si durante la pasada década la deuda fue privada, en este último ciclo la deuda es pública.
En países como España, ésta ha saltado del 36% del PIB en 2007, al 101% en el momento de escribir estas líneas: un incremento de 688.000 millones de euros, 240 millones al día durante casi una década. Una pesada mochila que, sin un plan económico de reformas orientado a corregir desequilibrios y permitir la recapitalización de los agentes económicos ha dado lugar a este crecimiento avieso y desigual, de calma tensa en los mercados, al que Larry Summers se ha referido como “estancamiento secular”, el nuevo mantra que ha sustituido al de la “gran moderación” acuñado por Bernanke durante los años 2000, y que teniendo en cuenta lo anterior, deja de ser un misterio.
Se pretendió reactivar unas economías gravemente distorsionadas por una colosal burbuja en el sector inmobiliario (y no sólo) imprimiendo moneda e incrementando el gasto público. Unas medidas que solo sirvieron para posponer el ajuste y encarecer la propia salida a la crisis. En el plano estrictamente financiero, si bien se han incorporado algunos elementos que van en la buena dirección (más y mejores requisitos de capital y corrección de algunas aberraciones como que las bases imponibles negativas y similares computaran en las ratios de cálculo de capital, etc.), lo cierto es que se ha perpetuado esta situación de riesgo moral, lo que incrementa el riesgo sistémico total en el sistema con respecto a 2008 como ha señalado con acierto Nassim Taleb. Este encarecimiento del crédito derivado de mayores requisitos de capital coincide en un escenario de tipos cero que, de facto, imposibilita el normal funcionamiento del sistema bancario sometiendo a las entidades a una situación imposible. Se culpa al capitalismo de una crisis en donde la lógica capitalista ha brillado por su ausencia en 2008 y en el complejo escenario actual.
El gran economista austríaco Ludwig von Mises recuerda con acierto: “No hay manera de evitar un colapso final en un ‘boom’ generado por la expansión del crédito. La alternativa es únicamente si la crisis sucede de forma más temprana por el abandono voluntario del proceso de expansión crediticia, o más tarde de forma catastrófica con el colapso total del sistema.” En 2008 no afrontamos la crisis, no atacamos sus causas últimas que hunden sus raíces en la propia arquitectura del sistema; nos limitamos a enterrar los problemas con deuda y posponer los remedios reales para más adelante y hasta el día de hoy.
Post scriptum: crisis de ideas.
La crisis de 2008 no fue ninguna sorpresa y fue perfectamente evitable. Michael Burry, Ray Dalio, John Paulson, Nassim Taleb (El cisne negro se publicó en marzo de 2007), John Taylor, George Selgin, Jesús Huerta de Soto y Lorenzo B. de Quirós, por poner sólo algunos ejemplos de inversores, no fueron sorprendidos por la crisis. Sin embargo, Ben Bernanke, entonces máximo responsable de la Fed, afirmaba pocos meses antes de la quiebra de Lehman Brothers que la crisis de las subprime “no sería severa y en todo caso no afectaría la economía real”. Un mes antes de que Lehman se declarara insolvente, Standard & Poor’s renovaba su calificación de doble A (muy solvente); Morgan Stanley publicaba un “broker report” el 30 de junio de 2008 donde señalaba sobre su competidor: “Bruised, Not Broken — and Poised for Profitability”. ¿Cómo es posible esta doble perspectiva de una misma situación?
El desaguisado financiero de 2008 tiene su origen en una deficiente comprensión de cómo funciona la economía. En concreto, en la asunción de dos malas ideas. La primera consiste en presuponer capacidades omniscientes al Banco Central, pensar que éste puede fijar la cantidad de dinero que es óptima en el sistema. Una pretensión imposible, como señalaron Mises y Hayek (problema del cálculo económico y de información). A esta capacidad de fijar la oferta monetaria de forma arbitraria, hay que añadir la capacidad de los bancos de generar pasivos de forma ilimitada, el otro elemento que permite, de facto, el crecimiento ilimitado de la oferta monetaria. Un sistema que ha demostrado repetidas veces su fragilidad estructural a la hora de funcionar, y también su carácter profundamente injusto.
La segunda mala idea es pensar que las personas somos algoritmos, que nuestros comportamientos son predecibles. Se trata de una confusión muy habitual en el pensamiento marxista, donde todos actuamos de forma racional (sic) intentando maximizar nuestra función de utilidad (sic). De ahí nacen las hipótesis en las que se apoya el “homo economicus”, una suerte de robot que permite que las personas se puedan agregar como las manzanas o las peras. Esto permite modelar la macroeconomía, haciendo las delicias de la nueva economía keynesiana -que nada tiene que ver con las intuiciones particulares que nos legó el economista de Cambridge- que alumbró toda una corriente matemática orientada a generar modelos estocásticos para la medición y el control del riesgo. Sofisticadas y potentes herramientas estadísticas en las que se ha apoyado el grueso de la gestión de riesgos en banca, agencias de calificación y los propios reguladores. Es decir, un enfoque contrario a la verdadera naturaleza de la acción humana, creativa, dinámica, cambiante y subjetiva que hace que “sumar” Luis y Ana no tenga un outputpredecible y mucho menos calculable. Las limitaciones historicistas de esta visión las explicó bien Karl Popper el siglo pasado; enseñanzas ampliadas luego por Taleb en su imprescindible tetralogía Incerto.
La crisis financiera deja de ser un misterio si uno entiende las limitaciones en el diseño del sistema financiero, la manipulación política de la oferta monetaria y la falla de los modelos estadísticos. Tomar conciencia de todas las variables en juego a la hora de analizar la crisis nos permite poner en tela de juicio la peligrosa argumentación de que la debacle de Wall Street es una señal inequívoca del fracaso capitalista, tal y como han señalado Naomi Klein, David Graeber, Paul Masono, más recientemente, el popular historiador israelí Yuval Noah Harari. Unas críticas superficiales construidas de espaldas a lo que son realmente los mercados, confundiendo capitalismo por consumismo, y lanzando unos mensajes, un mar de fondo, que se sitúa en la base de los envites y ataques que ha recibido el orden social liberal, y que hoy afronta quizás su crisis más severa en los últimos 40 años.
Por Fígaro.
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