martes, 25 de septiembre de 2018

Las razones del aforamiento


En el debate sobre el aforamiento de los políticos que vivimos estos días, sobra mucha demagogia y falta pedagogía que explique de una forma entendible la razón de ser de esta condición de nuestros parlamentarios.
Como es bien sabido, para los partidos de la autodenominada “nueva política” cualquier distinción entre el político y el ciudadano de a pie constituye un privilegio que debe ser eliminado. Nada justifica la diferencia entre elector y elegido, y la función política no debe llevar aparejada ninguna prerrogativa de la que no goce el resto de “la gente”. En el contexto de la gran crisis y la corrupción, el aforamiento se convirtió en uno de los blancos más recurrentes del mensaje antipolítico. El último en subirse a esta ola ha sido el propio Gobierno, con su presidente a la cabeza. Tiene toda la lógica del mundo que partidos como Podemos o Ciudadanos, ajenos a la tradición y al uso parlamentario, explotaran el discurso populista. Lo que no puede entenderse es que sea el jefe de Gobierno, figura de máxima relevancia político-institucional, quien asuma el discurso contra los aforamientos. Será mediático, quizá le rinda electoralmente, pero, dada su posición, parece una irresponsabilidad.
El aforamiento constituye una garantía para el ejercicio de la labor política de nuestros parlamentarios. Recordemos que, en su origen histórico, los parlamentos surgen para limitar el poder del rey. Había que establecer fórmulas que permitieran a los representantes del pueblo ejercer sus funciones sin ser perseguidos. La importancia de la representación política, como expresión de las opiniones del común, tenía una alta consideración y su ejercicio debía ir acompañado de la dignidad correspondiente. Con el perfeccionamiento de los sistemas parlamentarios operado en el curso de los siglos, el estatuto de los parlamentarios se establece como parte del acervo del estado de derecho. Garantiza la separación de poderes, forma parte del sistema de checks and balances que equilibra las funciones del Estado, para que ningún poder prime sobre los demás.
En ese sutil equilibrio se sostiene la naturaleza de los sistemas parlamentarios de raíz anglosajona. España es un buen ejemplo. Por ello, nuestra Constitución consagra en su artículo 72 la inviolabilidad de los parlamentarios por las opiniones expresadas durante el ejercicio de sus funciones, así como la inmunidad y el fuero especial: solo pueden ser detenidos en caso de flagrante delito y encausados por el Tribunal Supremo. La razón y la historia demuestran que el aforamiento no surge para privilegiar a ninguna casta ocupada en su propia supervivencia o para evadir a la justicia. El hecho de que nuestros parlamentarios deban ser encausados por el más alto tribunal de la circunscripción a que se refiera supone una garantía de imparcialidad y calidad jurídica tanto para el interesado como para los ciudadanos.
Se trata de preservar la dignidad de la función de representación política. Cuando se tienen ciertas responsabilidades, conviene no caer en el discurso fácil y en el populismo de saldo. Nadie gana en el ataque a los aforamientos: ni la democracia parlamentaria, ni los ciudadanos, ni la política, cada vez más degradada. Si no dignificamos la actividad pública, cada vez habrá menos incentivos para que los mejores se acerquen a ella.
Por Fígaro. 

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