Defiendo que, una visión optimista de la posible irradiación de los valores occidentales a nivel mundial: “la civilización (occidental, por supuesto) es expansiva”; “esa es la vocación (arrogante, si se quiere) de la civilización occidental: no ser “una” civilización entre otras, sino ser “la” civilización universal”. Occidente erraría al adoptar una actitud defensiva y considerarse asediado por civilizaciones diferentes y hostiles. En lugar de atrincherarse para defender su identidad, debería apostar por exportarla.
Que Occidente sea LA civilización –y no una civilización más, en competencia con otras- era la posición de la Ilustración, el positivismo decimonónico y el imperialismo victoriano (y, ya antes, de los españoles en América: Francisco de Vitoria o Juan Ginés de Sepúlveda invocaban la responsabilidad pedagógica respecto a los indios como uno de los “títulos” de la conquista). Y hacia 1900 –mientras Kipling exaltaba la white man’s burdeny Chamberlain o Rhodes teorizaban una Greater Britain transcontinental- con Europa y EE.UU. dominando un 84% de las tierras emergidas, la supremacía occidental parecía irreversible. Pero entonces Occidente se sumió en su guerra civil de 1914-45, prolongada por la Guerra Fría. Una de sus consecuencias fue la descolonización, que supuso un retroceso decisivo de los sueños de occidentalización del mundo.
El “fin de la Historia” que nunca llegó
La implosión del bloque comunista en 1989 trajo consigo una efímera reedición del espejismo de occidentalización mundial de la belle époque: me refiero, por supuesto, al Fin de la Historia de Francis Fukuyama (1992): “Puede que estemos asistiendo […] al final de la historia como tal: esto es, al punto final de la evolución ideológica del género humano y a la universalización de la democracia liberal occidental como forma de gobierno definitiva”. Expulsados de la historia los rivales del liberalismo occidental, era sólo cuestión de tiempo que los últimos bárbaros acudiesen a recibir la luz de “LA civilización”.
Ese optimismo fue prematuro. Lo fue incluso en el certificado de defunción extendido al comunismo, el cual ha demostrado ser un gato de siete vidas que, mientras Fukuyama proclamaba el fin de las ideologías, ya se estaba reinventando en el Foro de Sao Paulo como “nueva izquierda” indigenista-altermundialista (de ahí iba a surgir el chavismo, que desgraciadamente desviaría a Venezuela, Nicaragua, Bolivia o la Argentina de los Kirchner de la senda ilustrado-liberal fukuyámica).
Además de infravalorar la resiliencia del socialismo, Fukuyama erró al identificar la civilización occidental sólo con la democracia liberal y el capitalismo. La India, por ejemplo, es una democracia desde 1947 y se ha aproximado con éxito al libre mercado desde 1991… pero, indudablemente, no es Occidente. Y es que las civilizaciones no consisten en ideologías o en sistemas económicos: el pulso “liberalismo vs. comunismo vs. fascismo” –al que Fukuyama reduce “la Historia”- fue en realidad un pleito intraoccidental (Locke era de Dorset, Marx de Tréveris y Mussolini de la Emilia-Romagna).
Por tanto, que el liberalismo resultara ganador –es un decir- en la batalla de las ideologías no significa que Occidente venciera en la de las civilizaciones. Sería Samuel P. Huntington quien replicase famosamente a Fukuyama con su Choque de civilizaciones (1996). No, el hundimiento del bloque soviético no traerá el mundo del Imagine de Lennon. La pugna entre ideologías del siglo XX será reemplazada en el XXI por un conflicto entre civilizaciones. La globalización de las comunicaciones y de los intercambios comerciales no implica la universalización de la mentalidad occidental; tampoco lo hace la difusión de la cultura pop de canciones, películas y productos de consumo1 (pues “la esencia de la civilización occidental no es el Big Mac, sino la Magna Carta”, y “en algún lugar de Oriente Medio, media docena de jóvenes pueden perfectamente vestir vaqueros, beber Coca-Cola, escuchar rap y, entre inclinación e inclinación hacia La Meca, montar una bomba para hacer estallar un avión estadounidense de pasajeros”, escribía Huntington, en asombrosa premonición de los atentados del 11-S). Tampoco implica occidentalización el hecho de que chinos, persas o egipcios utilicen energía nuclear o ingeniería genética: la adopción de la ciencia y la técnica nacidas en Occidente no implica la aceptación de los valores occidentales (de ahí la distinción huntingtoniana entre “modernización” y “occidentalización”). Más bien al contrario: al ver contestada su antigua superioridad científico-técnica, Occidente pierde posiciones en su competencia contra otras civilizaciones.
Bien, pero ¿cuáles son las señas de identidad occidentales? Es indudable que existen, pero es difícil conseguir una caracterización que convenza a todos. Huntington se moja y propone una lista bastante plausible (que coincide a grandes rasgos con la que después ha propuesto Niall Ferguson en Civilización). Para Huntington, Occidente es el legado clásico (filosofía griega y Derecho romano); el cristianismo católico y protestante(cataloga a la Rusia ortodoxa y sus satélites como una civilización distinta); las lenguas romances, germánicas y eslavas; la separación de las autoridades temporal y espiritual (un rasgo al que también confiere gran relevancia Philippe Nemo en su ¿Qué es Occidente?); el imperio de la ley (o sea, la idea según la cual el Derecho es algo más que “lo que decrete el que gobierna”: esa idea ha adoptado formas diversas a través de los tiempos: ley natural, derechos humanos, valores constitucionales…); el pluralismo social (diversidad de estamentos, asociaciones, partidos…); las asambleas representativas; y, last but most, el individualismo. Yo hubiese añadido la dignidad de la mujer: un rasgo que distinguió a Occidente de otras civilizaciones ya en plena Edad Media (y ahí están Leonor de Aquitania o Hildegard von Bingen para demostrarlo).
¿Está siendo asumido este patrimonio de cultura y valores por el mundo no occidental? Huntington dice que no. Y el desarrollo de los acontecimientos desde 1996 le da la razón. El “proceso de indigenización” –o sea, de retorno a las esencias civilizacionales respectivas, y por tanto de rechazo a Occidente- ha continuado su marcha. ¿Necesitaré recordar los progresos de los islamistas de uno u otro pelaje a lo largo y ancho de la umma? ¿Traigo las fotos de multitudes de mujeres veladas en El Cairo, Teherán o Kabul 2018? ¿Las comparamos con las de chicas en vaqueros en las mismas ciudades en 1970?
Pero es que otras zonas del mundo también se “indigenizan”. En Rusia y China, el comunismo ha dado paso, no al liberalismo occidental, sino a autoritarismos nacionalistas muy celosos de las respectivas peculiaridades civilizacionales (parece que los eslavófilos han prevalecido frente a los occidentalistas en el viejo debate ruso que analizara Isaiah Berlin). China se consolida como superpotencia bajo la égida de los “valores asiáticos”, conscientemente opuestos a los occidentales (por cierto, uno de los profetas de los valores asiáticos fue Lee Kwan Yew, artífice de la prosperidad de Singapur: “lo que un país necesita para desarrollarse es disciplina, más que democracia”; “nuestra fuerza es que podemos planificar a largo plazo sin tener que cambiar el gobierno cada cinco años”). Además de la tecnocracia –de vieja raigambre en la China de los mandarines- los “valores asiáticos” también incluyen, por ejemplo, el rechazo del individualismo occidental y un mayor énfasis en la familia y la comunidad.
Y en Hispanoamérica, mientras el indigenismo progresa en las universidades y se reniega del pasado español, la ola bolivariana ha acentuado la distancia político-económica respecto al Occidente liberal. En la India, Brahma, Siva y Visnú están de vuelta. Mientras Africa –la más imprecisa de las civilizaciones distinguidas por Huntington- sigue presa de regímenes corruptos que culpan de todo al legado colonial. Su Estado más desarrollado, Sudáfrica, parece a punto de dejar de ser “nación del arcoiris” en medio de la retórica de revancha racial, la violencia contra los blancos y proyectos de expropiación sin indemnización que sumirán al país en la debacle que ya conociera Zimbabwe.
La invasión migratoria
Dice Soler que Occidente no debe “esconderse detrás de una muralla”, sino que debe salir a “extender la civilización por el mundo”. Bien, precisamente eso pensaban los Kristol, Kagan, Wolfowitz, etc. del PNAC, eminencias grises de la intervención en Irak de 2003: la cruzada neocon llevaría la democracia y los derechos humanos al corazón de Oriente Medio; como el alma es naturaliter occidentalis –es decir, todos los hombres aman en el fondo la libertad y la democracia- seguiría un efecto dominó de caída de las satrapías y conversión a los valores liberales. Sólo que todo terminó en sangriento fiasco. Y la primavera árabe de 2011 no fue occidentalizadora, sino reislamizadora (en Egipto ganaron las elecciones los Hermanos Musulmanes).
¿Occidente, fortaleza sitiada? Sí, a eso empieza a parecerse nuestra situación. El porcentaje de PIB y población mundial representado por Occidente disminuye constantemente. El diferencial tecnológico, industrial y militar entre Occidente y el resto del mundo se acorta. Al perder su ventaja productivo-tecnológica, la desventaja demográfica occidental pesará cada vez más, como ha explicado Alejandro Macarrón: “Por esa convergencia en productividad, el número de personas que viven en cada país, en relación al de aquellos con los que rivaliza o podría rivalizar, vuelve a tener la importancia que solía tener en el mundo medieval y antiguo. Vuelve a ser cierto el aforismo de Comte de que “la demografía es el destino”, temporalmente en suspenso cuando Europa dio su gran salto adelante histórico en productividad económica y eficacia bélica […] y el resto del mundo aún no lo había dado”.
Sí, son muchos más que nosotros. Sí, han copiado con éxito nuestra técnica. No, no creen en lo mismo que nosotros, ni viven como nosotros. Y sí, nos están “invadiendo”. La impotencia de Occidente para controlar o seleccionar la inmigración extraoccidental –y para digerirla una vez establecida- es el dato que completa el cuadro del choque de civilizaciones.
¿Acuden todos esos inmigrantes porque admiren nuestros principios? Puede que algunos sí. Pero la mayoría no viene aquí buscando libertad de expresión, democracia o igualdad hombre-mujer; lo que les atrae de Occidente son sus servicios sociales, hospitales públicos y nivel de renta. Les interesan las ventajas materiales de Europa y EE.UU-Canadá, no sus valores. De ahí que en Gran Bretaña funcionen subrepticiamente “tribunales de sharia”, mientras las autoridades hacen la vista gorda. De ahí que se multipliquen por toda Europa –de Mollenbeck a Malmöe, de Bradford a Maintes-la-Jolie o Saint Denis- los guetos étnicos y las “no go zones”, mientras muchos colegios franceses “halalizan” preventivamente sus menús escolares. De ahí que, según cifras de Michéle Tribalat, la endogamia en la comunidad musulmana francesa alcance el 90%. Y los inmigrantes de segunda o tercera generación valoran más sus raíces extraoccidentales que sus padres o abuelos (un 56% de los musulmanes franceses de entre 18 y 28 años consideran “muy importante” su fe islámica).
Sacudirse el complejo de culpa
En definitiva, creo que el planteamiento de Soler incurre en una seria contradicción: de un lado, reclama un reforzamiento de la autoestima y “moral de victoria” occidentales; de otro, llama “decadentes” a “los que intentan defender Occidente mediante murallas, aislamientos y fragmentaciones”.
Si Occidente quiere que el resto del mundo asuma sus valores, lo primero que tiene que hacer es creer en sí mismo: superar la “white guilt”, esa visión penitencial de la historia occidental que no ve en ella otra cosa que racismo, imperialismo y opresión. En realidad, Occidente ha hecho más por la humanidad que cualquier otra civilización: ¡basta ya de autoflagelación!A mi parecer, sin embargo, no hay nada más decadente que el fatalismo de la inmigración como única solución al problema demográfico: equivale a presuponer que los europeos ya nunca volveremos a querer tener hijos en número suficiente, y que por tanto no nos queda otra opción que dejarnos invadir por asiáticos y africanos que todavía están dispuestos a tenerlos. Nada hay más decadente que la incapacidad de defender las propias fronteras, o de exigir a los recién llegados el respeto de nuestros valores y reglas del juego (exigírselo, ya se sabe, sería una violación “racista” de su “derecho a la diferencia”).
Dejar de flagelarse significa, por ejemplo, comprender que tenemos derecho a controlar y seleccionar la inmigración, decidiendo qué cantidad necesitamos y de qué procedencia cultural (sin embargo, a Trump lo arrastraron por el polvo cuando intentó poner coto a la inmigración de varios países islámicos conflictivos). Toda sociedad segura de sí misma se reserva el derecho de admisión. Dejar de flagelarse significa, también, liberarse de la ridícula obsesión por “no ser racistas” (que llevó a la policía de Rotherham a permitir los desmanes de una banda de violadores paquistaníes): no es racismo valorar la propia historia, controlar las fronteras, exigir a los recién llegados el respeto de nuestros valores e identidad.
Dejar de flagelarse implica también apostar por el relanzamiento de la natalidad nativa, en lugar de delegar en extranjeros el relevo generacional; esto, a su vez, no será posible sin una reafirmación del derecho a la vida (incluido el de los no nacidos) y un fortalecimiento de la institución familiar (Occidente ha llevado el individualismo demasiado lejos, y quizás tiene algo que aprender de los valores comunitario-familiares asiáticos). Y sin la transmisión de una visión positiva de su historia –que es, por cierto, una historia de naciones- a los jóvenes europeos. Y sin el rechazo de un “multiculturalismo” que amenaza convertir nuestras sociedades en una yuxtaposición de guetos étnicos sin valores comunes.
Esta nueva asertividad, este superar los complejos civilizacionales y las culpabilidades infundadas, no se da, de momento, en el nivel de las instituciones federales europeas, y sí en el de los partidos nacionalistas que ganan las elecciones en Polonia, Hungría, Chequia o Austria, o la presidencia de Trump en EE.UU. En abstracto no tendría por qué ser así; en la práctica, lo es. La revalorización de la cultura occidental se plantea, a día de hoy, como una recuperación de asertividades nacionales. Espero que este retorno del patriotismo se mantenga en cauces razonables y no conduzca a chauvinismos que pongan en peligro la cooperación económica y política entre países occidentales. El propio Huntington, por cierto, afirmó que, para resistir frente a las civilizaciones rivales, Occidente debía mantener sus marcos de cooperación: “Una integración política significativa contrarrestaría en cierta medida la decadencia relativa en la proporción de Occidente respecto a la población, el producto económico y el potencial militar del mundo, y restablecería el poder de Occidente a los ojos de las demás civilizaciones”.
Por Fígaro.