domingo, 30 de septiembre de 2018

El Club Toqueville



El Club Tocqueville emprendió el pasado mes de abril su trayectoria desde el horizonte constitucional de una Cataluña autonómica, copartícipe de las propuestas regeneradoras por una España con presencia de primera línea en la Unión Europea. Defendemos la nobleza de la política y la necesidad de una metapolítica. Apostamos por una ambición de excelencia intelectual que favorezca el intercambio de ideas y no la confrontación de identidades, la prosperidad y no la incertidumbre económica, la seguridad jurídica y no la ruptura, un sistema de opinión que corresponda a una sociedad compleja y no al reduccionismo populista. Defendemos el sentido de pertenencia frente a los instintos de exclusión, el “fair play” del discurso público frente a la distorsión. Como decía Alexis de Tocqueville, es más fácil aceptar una simple mentira que una verdad compleja.
El Club Tocqueville sostiene que Cataluña es parte sustantiva de España. Porque esto no es un juego de suma cero, es decir que siempre hay uno que pierde y uno que gana. Más claro: mantenemos que aquello que es bueno para Cataluña es bueno para España y a la vez aquello que es bueno para España es bueno para Cataluña, desde el progreso económico a una Unión Europea fuerte, desde una historia de siglos a una ancha diversidad que la Constitución ampara. Los beneficios en común han superado y superan siempre los agravios –reales o imaginarios-, las fricciones o las desavenencias. Propugnamos una sociedad catalana estable, plural, bilingüe, abierta, cohesiva y transparente.
Operativamente, el Club Tocqueville se ha propuesto actuar como un “think tank” y a la vez ser una plataforma pública para el debate civil, para la gran apuesta de la marca Barcelona, por una Cataluña en el conjunto de España en conexión consustancial con los valores de la europeidad y la continuidad de Occidente. Y sin una genuina actuación de la sociedad civil catalana, sin la iniciativa articulada de los ciudadanos, de los ciudadanos de Cataluña –como dijo Josep Tarradellas-, un debilitamiento colectivo echa a perder las energías y la voluntad de bien común, el equilibrio entre individuo y comunidad. En definitiva, queremos contribuir a las reflexiones de la sociedad catalana sobre los dilemas del siglo XXI y sobre las grandes estrategias de una sociedad avanzada en el marco de la monarquía parlamentaria y del Estado de Derecho.
Vivimos tiempos confusos, días –politicamente, institucionalmente- convulsos, peligrosos, irresponsables. Por eso, un grupo de constitucionalistas, historiadores, economistas, filósofos del Derecho y escritores constituimos el Club Tocqueville con la finalidad no de atacar si no construir, de ofrecer ideas positivas a la sociedad catalana, renovar el lenguaje de la vida pública. Dados los desperfectos políticos, cívicos y económicos del proceso independentista, urge reflexionar en voz alta sobre los problemas, dilemas y conflictos reales de Cataluña, de la Cataluña real. Es decir: ofrecer a la sociedad catalana –por ejemplo, a una Barcelona que pierde empuje- elementos que nos puedan hacer superar estos últimos años. Y desde la realidad hispánica, constitucional y autonomista de Cataluña, afrontar con rigor y eficacia las cuestiones de nuestro tiempo, un mundo global que va de crisis en crisis.
En la medida de nuestras capacidades, querríamos contribuir a retomar el tono autocrítico de una sociedad catalana que necesita horizontes claros, fiables, coherentes. Acabemos con una política que enturbia cada vez más la vida pública y genera intolerancia. Busquemos apuestas razonables. Ahora mismo, es imprescindible contrarrestar toda una trama de asociaciones espurias que, con dinero público, son elementos de propaganda que apelan abiertamente a transgredir la ley. También es necesario garantizar el pluralismo de los medios públicos, proveedores de tanta información sesgada. Por eso queremos ayudar a persuadir a la sociedad catalana, hoy a menudo desconcertada, de los valores y ventajas de la vigencia constitucional por contraste con la pesadilla de la ruptura. Tocqueville criticaba los sistemas absolutos que quieren interpretar la Historia como si fuera una cadena fatal. Esto es aplicable a la versión victimista, absoluta y determinista de una Cataluña que sería redimida de todo mal proclamándose república independiente.
Por Fígaro. 

La conciencia europea frente a los nacionalismos




Al recibir en 1962 en Amsterdam el prestigioso Premio Erasmus, el gran teólogo y filósofo germano-italiano Romano Guardini, hijo de italianos emigrados a Baviera, (confiesa que “en casa hablaba italiano, pero el idioma de la escuela y de su formación espiritual fue el alemán”), dedicó su discurso de gracias a hacer unas reflexiones sobre su visión de Europa, cuando ya el proyecto de integración europea había dado sus primeros pasos. Guardini había vivido el trágico período de la historia europea con dos guerras devastadores y el auge de los totalitarismos y de unos nacionalismos de naturaleza expansiva y agresiva. “¿Qué era él, alemán o italiano?”, se preguntaba. Y nos dice: “Cuando se me presentó la idea europea, supuso para mí la posibilidad de una solución honrosa del conflicto”. Lo que salvó a Guardini -nos dice- fue “la conciencia de ser europeo”. Porque con tal conciencia -añade- “la nación adquiere un nuevo significado”. No hay que renunciar a ella, aclara el pensador italo-germano. No hay que convertirse en “apátrida” o en un artificial “cosmopolita”. Y encadenando sus reflexiones sobre este nuevo sentido del concepto de nación, llega a una conclusión que me parece especialmente pertinente subrayar a ustedes. “Que Europa llegue a ser -nos dice- supone previamente que cada una de sus naciones vuelva a pensar de otro modo su historia; que comprenda su pasado con referencia a la constitución de esa gran formal vital, que es Europa”.
Esta visión de la nación con perspectiva europea, que reclamaba Guardini, tiene muchas consecuencias. Y, entre ellas, que resulta radicalmente incompatible la “conciencia de ser europeo”, la “conciencia europea” a la altura de nuestro tiempo  con cualquier tipo de nacionalismo excluyente y disgregador. La conciencia europea y los nacionalismos excluyentes son antagónicos. De ninguna manera  pueden casar.
En el pasado mes de mayo, el Movimiento Europeo celebró en el histórico “Salón de los Caballeros” del Parlamento de La Haya el setenta aniversario del llamado “Congreso de Europa”, que constituye el momento fundacional del proceso de integración europea.
La importancia del Congreso de La Haya obedece a su gran éxito. Presidido por Winston Churchill, que pronunció un memorable discurso, congregó a ochocientas personalidades de los distintos países europeos. Los estragos causados por los seis años de guerra despiadada habían dejado a un continente en ruinas. Una misma generación de europeos había vivido dos terribles enfrentamientos bélicos. La idea con la que partió aquella asamblea de notables es que Europa no podía suicidarse y debía emprender una reconstrucción moral y material, que tiene una razón fundamental, que proclaman los “padres fundadores”: “nuestra Europa desunida se encamina a su fin”. Sólo puede salvarla una Europa unida.
Pero no cualquier Europa. En las Resoluciones del Congreso de La Haya se trazan (en sus tres Resoluciones, política, económica y cultural) las líneas maestras y las orientaciones fundamentales de la Europa Unida, lo que solemos llamar “valores europeos”. Cinco son los pilares en los que pueden agruparse las ideas para construir la Europa Unida que surgen del Congreso de La Haya. Como frontispicio de todas ellas no me parece ocioso recordar la declaración solemne en el Mensaje Final a los Europeos: “La conquista suprema de Europa se llama dignidad del hombre y su verdadera fuerza está en la libertad. Tal es el envite final de nuestra lucha”. Dignidad humana y libertad son la quintaesencia del programa europeo que se proclama en La Haya.
Los cinco pilares, en los que está presente, como antídoto, la amarga experiencia de los totalitarismos, son:
Primero. La democracia liberal, con elecciones periódicas, parlamentos representativos, con oposición política, control del gobierno y salvaguarda de las libertades.
Segundo. Un modelo económico basado en la libertad económica y en el mercado, que ha de estar sometido a unas reglas, garantizadas por el Estado, que aseguren una limpia competencia así como un justo equilibrio de los factores de producción. Es el modelo que llamamos “economía social de mercado” (art. 3.3 del Tratado de Lisboa).
Tercero. Una “democracia social”, basada en el principio de solidaridad, que reconoce que los poderes públicos no deben limitarse a ejercer sus funciones clásicas sino que también deben actuar para establecer unas políticas de protección social tendentes a procurar una vida dignidad así como para evitar que nadie se quede en la cuneta (igualdad de oportunidades).
Cuarto.- El imperio de la ley o Estado de Derecho, que debe garantizar los derechos fundamentales de la persona, basados en su dignidad. Es un Estado que, a diferencia de los Estados totalitarios, debe concebirse con poderes limitados y que no debe ahogar la iniciativa de la propia sociedad civil.
Quinto.- Un replanteamiento de la soberanía. Lo establecen en los siguientes términos: “Ha llegado la hora en que las naciones de Europa transfieran algunos de sus derechos soberanos para ejercerlos en adelante en común”.
Este quinto y último punto es crucial para entender el proyecto de la Unión Europea tal como lo concibieron los “padres fundadores”. Eran conscientes de que sin él sería imposible lograr la finalidad integradora que se pretendía. Y también es clave para comprender la gran batalla política que se ha librado en este período histórico por las resistencias que se han librado por las corrientes políticas ancladas en la defensa de sus soberanías nacionales.

Desde su nacimiento mismo el proyecto europeo y los valores en que se sustenta se ha enfrentado con dos poderosos adversarios: los enemigos de la democracia liberal y los nacionalismos. Desde los “padres fundadores” el europeísmo ha tenido que librar una formidable batalla cultural y política contra ambos adversarios. Esta batalla forma parte central del proceso de integración europea.En la Resolución Cultural, elaborada por la Comisión presidida por Salvador de Madariaga, se aborda lo que podríamos llamar el “alma” de la construcción europea. En ella se afirma nítidamente que “los esfuerzos para unirnos deben sostenerse e inspirarse mediante un despertar de la conciencia europea”, subrayando que “esta unidad profunda, en el seno mismo de nuestras diversidades nacionales, doctrinales y religiosas, es la de un patrimonio común de civilización cristiana, de valores espirituales y culturales, y de una lealtad común a los derechos humanos fundamentales, en particular la libertad de pensamiento y de expresión”. Es decir, Europa es una potente realidad histórica.  Un “relato europeo” no es artificioso sino que responde a un hecho evidente: la realidad histórica de Europa, fraguada con tal intensidad de vínculos a partir de la Roma clásica que, prescindiendo de esta dimensión europea, las “historias nacionales” resultan ininteligibles. Esta es la tarea a que convocaba Madariaga y otros ilustres pensadores para la edificación de una Europa concebida como “destino común”.

Hasta la caída del muro de Berlín los enemigos de la democracia liberal tenían un claro sujeto hegemónico: el comunismo soviético, que siempre quiso dinamitar o debilitar el proyecto europeo. Su derrota en la “revolución de 1989” (así la llama Dahrendorf), no ha significado la desaparición de los enemigos del demoliberalismo. Hoy aparecen con otras vestimentas, que hemos agrupado, acaso algo artificialmente, con la etiqueta común de “populismos”. En todo caso, resulta pertinente observar que todos los “populismos” que hoy campan por la escena europea tienen en común su aversión a esta Europa Unida. Cuando hablan de “otra Europa” es una Europa sin la democracia liberal.
En cuanto a los nacionalismos, me importa decir aquí tan sólo dos cosas. La primera es que, por muchos aspavientos que hagan y por muchas sean las falacias con las que se arropen, sencillamente no se puede ser al mismo tiempo europeísta y nacionalista, particularmente el disgregador, excluyente, agresivo y supremacista, el que Stephen Israel ha llamado el “chovinismo del bienestar”. Porque esos nacionalismos conducen directamente a la destrucción de esta Europa de las libertades, que hemos ido edificando en estas décadas.
La segunda se refiere a CataluñaEl “catalanismo político” formó parte activa del Movimiento Europeo ya desde los tiempos de la presidencia de Salvador de Madariaga., defendiendo los valores europeos y la razón histórica de la integración. Llegó a ser una de sus señas de identidad. Ese capital político y esa trayectoria ha sido arruinada por la deriva secesionista liderada por Puigdemont y Torra. No sé si quienes han bebido en las fuentes del “catalanismo político”, en esta fase como de delirio colectivo, son suficientemente conscientes de la gravedad de la mutación que significa pasar del europeísmo a convertirse en agentes de la destrucción del proyecto de integración europea. Esta ruptura les conduce a alinearse con las corrientes que ahora en nuestro continente pretenden liquidar la democracia liberal que tan trabajosamente hemos ido construyendo los europeos. No es ninguna casualidad o accidente la vulneración gravísima de las reglas y principios de la democracia liberal que el independentismo está llevando a cabo hoy en Cataluña.
Macron en su discurso de La Sorbona ha dicho que los enemigos de “esta Europa” tienen nombre: “nacionalismo, identitarismo, proteccionismo, soberanismo de repliegue”. El independentismo liderado por Puigdemont y sus acólitos se ha instalado ya entre los enemigos de Europa.
Esta hora nos exige a todos ideas claras y convicciones firmes para defender los valores en los que se sustenta el proyecto de integración europeaEl europeísmo español tiene una larga tradición en su defensa. Lo ha hecho en momentos difíciles. Ha creído que nuestra democracia era inseparable del proyecto de construcción europea. Y ha entendido los beneficios de un “bien común europeo”, al que hay que supeditar mediante una madura “conciencia europea” los intereses particularistas. En nuestros días el europeísmo tiene ante sí el deber de librar un vigoroso combate político contra quienes pretenden derribar el más fecundo proyecto para Europa de la época contemporánea, el mejor baluarte de nuestras libertades y de nuestra democracia.
Por Fígaro. 

martes, 25 de septiembre de 2018

Diez años después de la quiebra de Lehman Brothers (II)



“¿Cómo hemos llegado hasta el punto de que la caída de una economía afecta al conjunto de la economía?
El 16 de septiembre de 2008, al día siguiente de la quiebra de Lehman, en la Casa Blanca unos visiblemente tensos y cansados Bernanke Paulson presentaban al presidente Bush el cheque de algo más de 700.000 millones de euros que debía firmar para llevar a cabo la recapitalización del sistema. Bush les espeto a ambos: “¿Cómo hemos llegado hasta el punto de que la caída de una economía afecta al conjunto de la economía?”,como recuerda el periodista del New Yorker James B. StewartLa crisis iba a recaer sobre los hombros del contribuyente. Hace unas semanas, un estudio llevado a cabo por la Fed estimaba el coste total de la crisis en 70.000 dólares per cápita (algo más de 22 billones de dólares).
Se salvaba la bola de partido evitando un escenario de colapso total. Sin embargo, se ignoraron partes fundamentales del diagnóstico –bien resumidas en la pregunta de Bush– y en vez de normalizar la política monetaria tras esta estabilización inicial, la regla de Taylor dio claros síntomas de ello desde principios de 2012, se siguió imprimiendo dinero (léase quantitative easing) con la esperanza de así sacar a la economía del atolladero. Estas políticas no devolvieron la solvencia al sistema, más bien al contrario, han dificultado el necesario proceso de purga y han servido para desincentivar la implementación de reformas más profundas, alimentando el sobreendeudamiento (en todas sus formas) y la especulación en los mercados financieros, como ha señalado el nada sospechoso Claudio Borio, solvente economista del Banco Internacional de Pagos.
Sí se mejoraron algunos aspectos en el proceso de liquidación bancaria (‘bail in’) y en los requisitos sobre nivel y calidad del capital (BIS III, aunque la regulación no llegó precisamente en el mejor momento posible), pero el grueso de la recuperación económica y financiera se confió a las políticas de demanda, sin que la crisis haya favorecido un verdadero cambio con respecto a la manera en la que organizamos el sistema financiero y la moneda. El resultado es que estos últimos años hemos tenido un patrón de crecimiento muy similar al que caracterizó la década de los 2000 (y bien sabemos como acabó): si durante la pasada década la deuda fue privada, en este último ciclo la deuda es pública.
En países como España, ésta ha saltado del 36% del PIB en 2007, al 101% en el momento de escribir estas líneas: un incremento de 688.000 millones de euros, 240 millones al día durante casi una década. Una pesada mochila que, sin un plan económico de reformas orientado a corregir desequilibrios y permitir la recapitalización de los agentes económicos ha dado lugar a este crecimiento avieso y desigual, de calma tensa en los mercados, al que Larry Summers se ha referido como “estancamiento secular”, el nuevo mantra que ha sustituido al de la “gran moderación” acuñado por Bernanke durante los años 2000, y que teniendo en cuenta lo anterior, deja de ser un misterio.

Se pretendió reactivar unas economías gravemente distorsionadas por una colosal burbuja en el sector inmobiliario (y no sólo) imprimiendo moneda e incrementando el gasto público. Unas medidas que solo sirvieron para posponer el ajuste y encarecer la propia salida a la crisis. En el plano estrictamente financiero, si bien se han incorporado algunos elementos que van en la buena dirección (más y mejores requisitos de capital y corrección de algunas aberraciones como que las bases imponibles negativas y similares computaran en las ratios de cálculo de capital, etc.), lo cierto es que se ha perpetuado esta situación de riesgo moral, lo que incrementa el riesgo sistémico total en el sistema con respecto a 2008 como ha señalado con acierto Nassim Taleb. Este encarecimiento del crédito derivado de mayores requisitos de capital coincide en un escenario de tipos cero que, de facto, imposibilita el normal funcionamiento del sistema bancario sometiendo a las entidades a una situación imposible. Se culpa al capitalismo de una crisis en donde la lógica capitalista ha brillado por su ausencia en 2008 y en el complejo escenario actual.
El gran economista austríaco Ludwig von Mises recuerda con acierto: “No hay manera de evitar un colapso final en un ‘boom’ generado por la expansión del crédito. La alternativa es únicamente si la crisis sucede de forma más temprana por el abandono voluntario del proceso de expansión crediticia, o más tarde de forma catastrófica con el colapso total del sistema.” En 2008 no afrontamos la crisis, no atacamos sus causas últimas que hunden sus raíces en la propia arquitectura del sistema; nos limitamos a enterrar los problemas con deuda y posponer los remedios reales para más adelante y hasta el día de hoy.
Post scriptum: crisis de ideas.
La crisis de 2008 no fue ninguna sorpresa y fue perfectamente evitable. Michael BurryRay Dalio, John PaulsonNassim Taleb (El cisne negro se publicó en marzo de 2007), John TaylorGeorge SelginJesús Huerta de Soto Lorenzo B. de Quirós, por poner sólo algunos ejemplos de inversores, no fueron sorprendidos por la crisis. Sin embargo, Ben Bernanke, entonces máximo responsable de la Fed, afirmaba pocos meses antes de la quiebra de Lehman Brothers que la crisis de las subprime “no sería severa y en todo caso no afectaría la economía real”. Un mes antes de que Lehman se declarara insolvente, Standard & Poor’s renovaba su calificación de doble A (muy solvente); Morgan Stanley publicaba un “broker report” el 30 de junio de 2008 donde señalaba sobre su competidor: “Bruised, Not Broken — and Poised for Profitability”. ¿Cómo es posible esta doble perspectiva de una misma situación?
El desaguisado financiero de 2008 tiene su origen en una deficiente comprensión de cómo funciona la economía. En concreto, en la asunción de dos malas ideas. La primera consiste en presuponer capacidades omniscientes al Banco Central, pensar que éste puede fijar la cantidad de dinero que es óptima en el sistema. Una pretensión imposible, como señalaron Mises y Hayek (problema del cálculo económico y de información). A esta capacidad de fijar la oferta monetaria de forma arbitraria, hay que añadir la capacidad de los bancos de generar pasivos de forma ilimitada, el otro elemento que permite, de facto, el crecimiento ilimitado de la oferta monetaria. Un sistema que ha demostrado repetidas veces su fragilidad estructural a la hora de funcionar, y también su carácter profundamente injusto.
La segunda mala idea es pensar que las personas somos algoritmos, que nuestros comportamientos son predecibles. Se trata de una confusión muy habitual en el pensamiento marxista, donde todos actuamos de forma racional (sic) intentando maximizar nuestra función de utilidad (sic). De ahí nacen las hipótesis en las que se apoya el “homo economicus”, una suerte de robot que permite que las personas se puedan agregar como las manzanas o las peras. Esto permite modelar la macroeconomía, haciendo las delicias de la nueva economía keynesiana -que nada tiene que ver con las intuiciones particulares que nos legó el economista de Cambridge- que alumbró toda una corriente matemática orientada a generar modelos estocásticos para la medición y el control del riesgo. Sofisticadas y potentes herramientas estadísticas en las que se ha apoyado el grueso de la gestión de riesgos en banca, agencias de calificación y los propios reguladores. Es decir, un enfoque contrario a la verdadera naturaleza de la acción humana, creativa, dinámica, cambiante y subjetiva que hace que “sumar” Luis y Ana no tenga un outputpredecible y mucho menos calculable. Las limitaciones historicistas de esta visión las explicó bien Karl Popper el siglo pasado; enseñanzas ampliadas luego por Taleb en su imprescindible tetralogía Incerto.
La crisis financiera deja de ser un misterio si uno entiende las limitaciones en el diseño del sistema financiero, la manipulación política de la oferta monetaria y la falla de los modelos estadísticos. Tomar conciencia de todas las variables en juego a la hora de analizar la crisis nos permite poner en tela de juicio la peligrosa argumentación de que la debacle de Wall Street es una señal inequívoca del fracaso capitalista, tal y como han señalado Naomi KleinDavid GraeberPaul Masono, más recientemente, el popular historiador israelí Yuval Noah Harari. Unas críticas superficiales construidas de espaldas a lo que son realmente los mercados, confundiendo capitalismo por consumismo, y lanzando unos mensajes, un mar de fondo, que se sitúa en la base de los envites y ataques que ha recibido el orden social liberal, y que hoy afronta quizás su crisis más severa en los últimos 40 años.
Por Fígaro. 

Diez años después de la quiebra de Lehman Brothers (I)



La quiebra de Lehman Brothers -la semana pasada hizo diez años- marca el inicio de la Gran Crisis Financiera, un hito histórico que ha alterado el rumbo económico, social y político. El crash fue el resultado, como siempre sucede con las crisis financieras, de una acumulación de riesgos desmedidos en el sistema financiero. En este caso, los riesgos se concentraron en el mercado hipotecario americano de alto riesgo (o subprime) y en los bancos centrales. Una crisis de la que, pese a su virulencia, no hemos extraído las lecciones necesarias -hoy la economía presenta, en muchos aspectos, síntomas de exceso y desequilibrios igualmente preocupantes- y todo ello a pesar del doloroso proceso de ajuste realizado.
Las causas fueron múltiples y variadas, algunas de carácter coyuntural, otras, las principales, de carácter estructural, de la propia arquitectura del sistema. También se mezclaron elementos personales de codicia y arrogancia (tan bien descritos por Michael Lewis), o los socorridos “animal spirits”, pero sobre todo de aviesos incentivos que favorecieron un comportamiento disfuncional en los agentes económicos. En efecto, el apetito desmedido de riesgo por parte del grueso de las entidades bancarias no puede explicarse sin entender la importancia creciente de los bancos centrales y de una política monetaria expansiva y tremendamente acomodaticia para con los mercados financieros durante las tres décadas anteriores a la crisis.
En 2008 se juntaron dos ciclos: uno corto, de política monetaria que se inicia en 2001, con fuertes bajadas de tipos orquestadas por la Fed (Reserva Federal de los Estados Unidos) para oxigenar la economía tras el 11S y que llegaron a descender hasta el 1%; y otro largo, de deuda, de carácter estructural, cuyos orígenes los encontramos en los pactos de Bretton Woods tras la II Guerra Mundial, y que se acelerará enormemente a partir del “Nixon Shock”de 1971, cuando el dólar abandonará toda vinculación con el oro. Desde entonces, la oferta monetaria no ha dejado de alimentar una espiral creciente de deuda en una carrera hacia ninguna parte que hace que el sistema tienda, por defecto, hacia el sobrendeudamiento y la inflación, esto es, la erosión de los salarios reales, en un esquema que nada tiene que ver con lo que debería asociarse a un orden social liberal.
En este patrón dólar alumbrado tras 1971, la confianza del conjunto descansa en el balance de la Reserva Federal. El sistema se fragilizaba al depender de un solo foco de planificación monetaria, al mismo tiempo que el sistema de reserva fraccionada permitía a los bancos generar pasivos de forma ilimitada. El ciclo shumpeteriano se sustituía por una concatenación de burbujas; y con cada burbuja, más deuda y más presión para llevar a cabo políticas monetarias expansivas con el fin de aliviar artificialmente el coste de la deuda a expensas de ahorradores y trabajadores. Esta política monetaria, cada vez más laxa –con el interregno de Volker–, iba erosionando los márgenes de intermediación primero y los activos libres de riesgo, después; de manera que el ahorrador se veía obligado a colocarse en los mercados. La espiral deuda-inflación también dificultaba la fiscalización de los poderes públicos, favoreciendo un peligroso sesgo hacia el cortoplacismo.
En este sentido, la crisis inmobiliaria experimentada en EE.UU. durante el periodo 2001–2006 puede verse como un sprint final dentro de un ciclo de deuda más amplio que no acaba en 2008: desde el inicio de la crisis se estima que la deuda global total se ha incrementado en 65 billones, hasta alcanzar el 318% del PIB mundial. En 2008 no nos enfrentamos a la crisis, la pospusimos hasta la siguiente generación. Al mar de fondo de la política monetaria y las fallas estructurales en el sistema, la crisis de las subprime incluyó sus elementos propios como la existencia de una espesa maraña regulatoria en el mercado hipotecario por parte de los poderes públicos que favoreció la relajación de los estándares crediticios, el oligopolio de las agencias de calificación, el mal uso de modelos estocásticos para con la gestión del riesgo, entre otros. La innovación y la globalización financiera permitieron la amplitud del ciclo y su escala.
Cuando el precio de un bien se altera a la baja, su demanda crece de forma artificial, base para la gestación de cualquier burbuja. En España, por poner el ejemplo más paradigmático, llegamos a tener, durante dos ejercicios, tipos de interés reales negativos que ejercieron de queroseno para con el crédito que saltó de los 271.000 millones de euros en 1995 a 1.870.000 millones en 2008. El crédito se multiplicaba por factor siete, mientras durante el mismo periodo el PIB lo hacía únicamente por dos. En 2008 se construyeron en España 850.000 viviendas; en 2015 no se llegó a 50.000Unas cifras que ayudan a entender la magnitud de la distorsión y del posterior ajuste (realizado principalmente por el sector privado). Detrás de estas cifras están ahorradores transformados en especuladores como consecuencia de una política monetaria ultra-expansiva: los tipos bajos generan una sensación de falsa bonanza –hay dinero para todo– al tiempo que, para mantener el poder adquisitivo del ahorro, se tiene que asumir más riesgos. El ‘search for yield’ (búsqueda de rentabilidad) condujo a muchos inversores que antes tenían depósitos hacia productos de cada vez un mayor perfil de riesgo (lo explica magníficamente bien Diego Parrilla en su recomendable libro Antibubbles).
No hay mal que cien años dure, ni ciclo expansivo que no acabe generando un descontrol en los precios forzando a los bancos centrales a revertir sus políticas devolviendo el tipo de interés a su tasa natural. Cuando esto ocurrió –a finales de 2006 la Fed se había visto obligada a subir los tipos al 5% por el recalentamiento de la economía–, fue solo cuestión de semanas que se disparara la mora del total del sistema que saltaba del 2% a finales de 2006 hasta el 18% en 2010, y de ahí a los impagados, quiebra de fondos, bancos y aseguradoras había solo un paso. El ‘house of debt’ edificado sobre los pies de barro del crédito fácil se desmoronaba precipitando al conjunto del sistema hacia el abismo.
Atendiendo la crisis de liquidez
El 6 de agosto de 2007 la crisis de las subprime se cobraba su primera víctima, la American Home Mortgage. Su quiebra congeló los mercados financieros a corto plazo y la suspensión de varios fondos con exposición al sector inmobiliario americano que afectaron también a la zona euro. El BCE se vio obligado a inyectar liquidez en el sistema por más de 100.000 millones de euros y evitar una crisis de confianza en el interbancario. Por aquel entonces, y como ejemplificación de la profunda crisis de ideas que caracteriza la Gran Crisis Financiera, Bernanke, presidente de la Fed, descartaba una crisis larga y con profundas implicaciones en la economía real. Pese a todo, las medidas aplicadas durante el verano de 2007 por el BCE y también por el Banco de Inglaterra no pudieron evitar la quiebra de Northen Rock el 13 de septiembre, la primera fallida bancaria en el Reino Unido desde hacia más de un siglo. Entidades como Lloyds, Dexia, Fortis, RBS, o Commerz Bank fueron intervenidos, como más tarde sucedería en España, que pasará casi dos años negando la crisis y perdiendo dramáticamente el tiempo, con nefastas consecuencias.
Para entender la salida en falso a la crisis en 2008 es clave comprender los errores de diagnósticoLa debacle financiera tenía dos dimensionessolvencia y liquidez, y todo a escala global: americanos, pero también chinos y europeos iban a sentir de una manera u otra el ajuste del mercado hipotecario americano y sus fuertes implicaciones en la economía real. La acumulación de malas inversiones crediticias en los balances de los bancos había roto la confianza en el sistema. Para recuperar dicha confianza se requería de capital, medidas para facilitar la liquidación ordenada de las entidades insolventes, y medidas estructurales orientadas a, por un lado, facilitar el ajuste a los agentes económicos (políticas de demanda contra cíclicas); y, por otro lado, reformas orientadas a corregir los desequilibrios macro y reactivar el crecimiento. Estábamos ante una crisis esencialmente de recesión de balances, a la que se unía una grave crisis de liquidez que puso en jaque la propia integridad del sistema monetario. Se actúo de manera decisiva en este frente, pero poco o nada se hizo con respecto a lo primero, dando lugar a un nuevo ciclo de crecimiento caracterizado por la acumulación de nuevos desequilibrios, en este caso en forma de abultados déficits públicos, burbuja de bonos y la caída de los salarios reales, entre otros síntomas preocupantes.
Estados Unidos y Europa se embarcaron en un masivo plan de rescate del sistema financiero. Los bancos centrales volvían a bajar los tipos y se comprometían a mantener una barra libre de liquidez que se iba a extender hasta 2017, cerrando el ciclo expansivo más largo en la historia de la Fed, en Europa el ciclo aún esta abierto. Unas medidas que, con todo, fueron insuficientes para evitar que los mercados interbancarios, literalmente, se congelaran. Durante la gestación de la burbuja inmobiliaria, y para compensar la caída en los márgenes de intermediación derivados de la política ultra expansiva de la Fed durante el periodo 2001–2006, Wall Street fue incrementando las ratios de apalancamiento (el crédito era más fácil y barato), y reduciendo los plazos del conjunto de pasivos. Caso paradigmático de todo lo anterior fue Lehmnan Brothers que en el momento de presentar su quiebra en un juzgado de Nueva York tenía un apalancamiento de 44–1, con unos pasivos de 613.000 millones de dólares. La mayor quiebra corporativa de la historia.
Por Fígaro. 

Víctimas y más víctimas



Hace ya años que René Girard mostró la injusticia y la vacuidad de la idea misma de discriminación positiva, que produce nuevas victimaciones, y afirmó que esta discriminación es una inconsciente y perversa imitación de la idea cristiana de reparación de un mal, pero sometiendo a este mismo mal al grupo que se señala como responsable de él.
Tal era la razón invocada en la antigua Unión Soviética, para negar el acceso a los estudios medios o universitarios a los muchachos de familia burguesa, ya que, antes de la Revolución los jóvenes no pertenecientes a la burguesía no habían podido estudiar, en general; y esta prohibición no era, ciertamente, la menor de las maldades de aquel automatismo clasista, que también René Girard llama “una manera más astuta que el Gulag de desembarazarse de la gente”. Y esto es lo que torna trágicos a los sistemas llamados de corrección política.
Cuando se da lo que es un horrible crimen de asesinato como la terrible matanza de mujeres en nuestro tiempo, no podemos banalizar esa realidad con una enunciación encubridora de su iniquidad, denominándolo “delito de género”, porque esta locución despoja al hecho de su misma naturaleza trágica, y debilita el correspondiente clamor por la necesaria justicia; lo aproxima a una cuestión banal de corrección gramatical, pero sobre todo lo introduce en el fatal y primario juego social de atribución de la responsabilidad de los crímenes más siniestros no a individuos concretos, sino a un grupo construido como chivo expiatorio, portador de una iniquidad de naturaleza ontológica. Y ésta se revelaría en ciertos signos o  comportamientos  codificados, como en el caso de las brujas, los judíos, los negros o los individuos del sexo masculino que responden a una supuesta condición de animalidad de prehomínido  que se revela gestual y gramaticalmente, según una interpretación convencional.
Una sociedad con una mínima base moral y civilizada no puede señalar a un sector de ella como chivo expiatorio, no puede llamar “aldeas” a las construcciones de cartón que el conde de Potemkin alzó para tapar sus devastaciones, o a los campos de concentración que también llamaban aldeas los camaradas pardos, mientras los otros camaradas preferían hablar de campos de reeducación y denominaban “suprema defensa de la vida” a la pena de muerte. Y tampoco puede secundar un lenguaje que encubre un asesinato en un equívoco nominalista como un accidente gramatical de género.
Pero, en caso de conflicto e inestabilidad social, también nuestras tan roussonianas  sociedades acaban siempre con la caza al chivo expiatorio, culpable de todo mal. Un individuo o grupo que paga por todos, porque, como dice Caifás en el proceso de Jesús:  ”Conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación”. Y, si no es un hombre, que sea un grupo, que se construye previamente como siempre con la mentira, un cálculo político, y la pura necedad.
En medio de la locura colectiva de la persecución de las brujas en los U.S.A del siglo XVIII, William Penn preguntó a una de ellas si viajaba a gusto por los aires y, ante su respuesta afirmativa, aquél  hizo notar que no había ley divina ni humana que prohibieran volar, sino que era precisamente el hecho que constituía indicio y prueba de la brujería, pero en el que parecían o simulaban creer quienes juzgaban, porque necesitaban un chivo emisario que pudiera ser sacrificado para provecho suyo. Y tal es la pregunta que siempre hay que hacerse.
Por Fígaro. 

Occidente a la defensiva



 Defiendo que, una visión optimista de la posible irradiación de los valores occidentales a nivel mundial: “la civilización (occidental, por supuesto) es expansiva”; “esa es la vocación (arrogante, si se quiere) de la civilización occidental: no ser “una” civilización entre otras, sino ser “la” civilización universal”. Occidente erraría al adoptar una actitud defensiva y considerarse asediado por civilizaciones diferentes y hostiles. En lugar de atrincherarse para defender su identidad, debería apostar por exportarla.
Que Occidente sea LA civilización –y no una civilización más, en competencia con otras- era la posición de la Ilustración, el positivismo decimonónico y el imperialismo victoriano (y, ya antes, de los españoles en América: Francisco de Vitoria o Juan Ginés de Sepúlveda invocaban la responsabilidad pedagógica respecto a los indios como uno de los “títulos” de la conquista). Y hacia 1900 –mientras Kipling exaltaba la white man’s burdeny Chamberlain o Rhodes teorizaban una Greater Britain transcontinental- con Europa y EE.UU. dominando un 84% de las tierras emergidas, la supremacía occidental parecía irreversible. Pero entonces Occidente se sumió en su guerra civil de 1914-45, prolongada por la Guerra Fría. Una de sus consecuencias fue la descolonización, que supuso un retroceso decisivo de los sueños de occidentalización del mundo.
 El “fin de la Historia” que nunca llegó
La implosión del bloque comunista en 1989 trajo consigo una efímera reedición del espejismo de occidentalización mundial de la belle époque: me refiero, por supuesto, al Fin de la Historia de Francis Fukuyama (1992): “Puede que estemos asistiendo […] al final de la historia como tal: esto es, al punto final de la evolución ideológica del género humano y a la universalización de la democracia liberal occidental como forma de gobierno definitiva”. Expulsados de la historia los rivales del liberalismo occidental, era sólo cuestión de tiempo que los últimos bárbaros acudiesen a recibir la luz de “LA civilización”.
Ese optimismo fue prematuro. Lo fue incluso en el certificado de defunción extendido al comunismo, el cual ha demostrado ser un gato de siete vidas que, mientras Fukuyama proclamaba el fin de las ideologías, ya se estaba reinventando en el Foro de Sao Paulo como “nueva izquierda” indigenista-altermundialista (de ahí iba a surgir el chavismo, que desgraciadamente desviaría a Venezuela, Nicaragua, Bolivia o la Argentina de los Kirchner de la senda ilustrado-liberal fukuyámica).
Además de infravalorar la resiliencia del socialismo, Fukuyama erró al identificar la civilización occidental sólo con la democracia liberal y el capitalismo. La India, por ejemplo, es una democracia desde 1947 y se ha aproximado con éxito al libre mercado desde 1991… pero, indudablemente, no es Occidente. Y es que las civilizaciones no consisten en ideologías o en sistemas económicos: el pulso “liberalismo vs. comunismo vs. fascismo” –al que Fukuyama reduce “la Historia”- fue en realidad un pleito intraoccidental (Locke era de Dorset, Marx de Tréveris y Mussolini de la Emilia-Romagna).
Por tanto, que el liberalismo resultara ganador –es un decir- en la batalla de las ideologías no significa que Occidente venciera en la de las civilizaciones. Sería Samuel P. Huntington quien replicase famosamente a Fukuyama con su Choque de civilizaciones (1996). No, el hundimiento del bloque soviético no traerá el mundo del Imagine de Lennon. La pugna entre ideologías del siglo XX será reemplazada en el XXI por un conflicto entre civilizaciones. La globalización de las comunicaciones y de los intercambios comerciales no implica la universalización de la mentalidad occidental; tampoco lo hace la difusión de la cultura pop de canciones, películas y productos de consumo1 (pues “la esencia de la civilización occidental no es el Big Mac, sino la Magna Carta”, y “en algún lugar de Oriente Medio, media docena de jóvenes pueden perfectamente vestir vaqueros, beber Coca-Cola, escuchar rap y, entre inclinación e inclinación hacia La Meca, montar una bomba para hacer estallar un avión estadounidense de pasajeros”, escribía Huntington, en asombrosa premonición de los atentados del 11-S). Tampoco implica occidentalización el hecho de que chinos, persas o egipcios utilicen energía nuclear o ingeniería genética: la adopción de la ciencia y la técnica nacidas en Occidente no implica la aceptación de los valores occidentales (de ahí la distinción huntingtoniana entre “modernización” y “occidentalización”). Más bien al contrario: al ver contestada su antigua superioridad científico-técnica, Occidente pierde posiciones en su competencia contra otras civilizaciones.
Bien, pero ¿cuáles son las señas de identidad occidentales? Es indudable que existen, pero es difícil conseguir una caracterización que convenza a todos. Huntington se moja y propone una lista bastante plausible (que coincide a grandes rasgos con la que después ha propuesto Niall Ferguson en Civilización). Para Huntington, Occidente es el legado clásico (filosofía griega y Derecho romano); el cristianismo católico y protestante(cataloga a la Rusia ortodoxa y sus satélites como una civilización distinta); las lenguas romances, germánicas y eslavasla separación de las autoridades temporal y espiritual (un rasgo al que también confiere gran relevancia Philippe Nemo en su ¿Qué es Occidente?); el imperio de la ley (o sea, la idea según la cual el Derecho es algo más que “lo que decrete el que gobierna”: esa idea ha adoptado formas diversas a través de los tiempos: ley natural, derechos humanos, valores constitucionales…); el pluralismo social (diversidad de estamentos, asociaciones, partidos…); las asambleas representativas; y, last but mostel individualismo. Yo hubiese añadido la dignidad de la mujer: un rasgo que distinguió a Occidente de otras civilizaciones ya en plena Edad Media (y ahí están Leonor de Aquitania o Hildegard von Bingen para demostrarlo).
¿Está siendo asumido este patrimonio de cultura y valores por el mundo no occidental? Huntington dice que no. Y el desarrollo de los acontecimientos desde 1996 le da la razón. El “proceso de indigenización” –o sea, de retorno a las esencias civilizacionales respectivas, y por tanto de rechazo a Occidente- ha continuado su marcha. ¿Necesitaré recordar los progresos de los islamistas de uno u otro pelaje a lo largo y ancho de la umma? ¿Traigo las fotos de multitudes de mujeres veladas en El Cairo, Teherán o Kabul 2018? ¿Las comparamos con las de chicas en vaqueros en las mismas ciudades en 1970?
Pero es que otras zonas del mundo también se “indigenizan”. En Rusia y China, el comunismo ha dado paso, no al liberalismo occidental, sino a autoritarismos nacionalistas muy celosos de las respectivas peculiaridades civilizacionales (parece que los eslavófilos han prevalecido frente a los occidentalistas en el viejo debate ruso que analizara Isaiah Berlin). China se consolida como superpotencia bajo la égida de los “valores asiáticos”, conscientemente opuestos a los occidentales (por cierto, uno de los profetas de los valores asiáticos fue Lee Kwan Yew, artífice de la prosperidad de Singapur: “lo que un país necesita para desarrollarse es disciplina, más que democracia”; “nuestra fuerza es que podemos planificar a largo plazo sin tener que cambiar el gobierno cada cinco años”). Además de la tecnocracia –de vieja raigambre en la China de los mandarines- los “valores asiáticos” también incluyen, por ejemplo, el rechazo del individualismo occidental y un mayor énfasis en la familia y la comunidad.
Y en Hispanoamérica, mientras el indigenismo progresa en las universidades y se reniega del pasado español, la ola bolivariana ha acentuado la distancia político-económica respecto al Occidente liberal. En la India, Brahma, Siva y Visnú están de vuelta. Mientras Africa –la más imprecisa de las civilizaciones distinguidas por Huntington- sigue presa de regímenes corruptos que culpan de todo al legado colonial. Su Estado más desarrollado, Sudáfrica, parece a punto de dejar de ser “nación del arcoiris” en medio de la retórica de revancha racial, la violencia contra los blancos y proyectos de expropiación sin indemnización que sumirán al país en la debacle que ya conociera Zimbabwe.
La invasión migratoria
Dice Soler que Occidente no debe “esconderse detrás de una muralla”, sino que debe salir a “extender la civilización por el mundo”. Bien, precisamente eso pensaban los Kristol, Kagan, Wolfowitz, etc. del PNAC, eminencias grises de la intervención en Irak de 2003: la cruzada neocon llevaría la democracia y los derechos humanos al corazón de Oriente Medio; como el alma es naturaliter occidentalis –es decir, todos los hombres aman en el fondo la libertad y la democracia- seguiría un efecto dominó de caída de las satrapías y conversión a los valores liberales. Sólo que todo terminó en sangriento fiasco. Y la primavera árabe de 2011 no fue occidentalizadora, sino reislamizadora (en Egipto ganaron las elecciones los Hermanos Musulmanes). 
¿Occidente, fortaleza sitiada? Sí, a eso empieza a parecerse nuestra situación. El porcentaje de PIB y población mundial representado por Occidente disminuye constantemente. El diferencial tecnológico, industrial y militar entre Occidente y el resto del mundo se acorta. Al perder su ventaja productivo-tecnológica, la desventaja demográfica occidental pesará cada vez más, como ha explicado Alejandro Macarrón: “Por esa convergencia en productividad, el número de personas que viven en cada país, en relación al de aquellos con los que rivaliza o podría rivalizar, vuelve a tener la importancia que solía tener en el mundo medieval y antiguo. Vuelve a ser cierto el aforismo de Comte de que “la demografía es el destino”, temporalmente en suspenso cuando Europa dio su gran salto adelante histórico en productividad económica y eficacia bélica […] y el resto del mundo aún no lo había dado”.
Sí, son muchos más que nosotros. Sí, han copiado con éxito nuestra técnica. No, no creen en lo mismo que nosotros, ni viven como nosotros. Y sí, nos están “invadiendo”. La impotencia de Occidente para controlar o seleccionar la inmigración extraoccidental –y para digerirla una vez establecida- es el dato que completa el cuadro del choque de civilizaciones.
¿Acuden todos esos inmigrantes porque admiren nuestros principios? Puede que algunos sí. Pero la mayoría no viene aquí buscando libertad de expresión, democracia o igualdad hombre-mujer; lo que les atrae de Occidente son sus servicios sociales, hospitales públicos y nivel de renta. Les interesan las ventajas materiales de Europa y EE.UU-Canadá, no sus valores. De ahí que en Gran Bretaña funcionen subrepticiamente “tribunales de sharia”, mientras las autoridades hacen la vista gorda. De ahí que se multipliquen por toda Europa –de Mollenbeck a Malmöe, de Bradford a Maintes-la-Jolie o Saint Denis- los guetos étnicos y las “no go zones”, mientras muchos colegios franceses “halalizan” preventivamente sus menús escolares. De ahí que, según cifras de Michéle Tribalat, la endogamia en la comunidad musulmana francesa alcance el 90%. Y los inmigrantes de segunda o tercera generación valoran más sus raíces extraoccidentales que sus padres o abuelos (un 56% de los musulmanes franceses de entre 18 y 28 años consideran “muy importante” su fe islámica).
Sacudirse el complejo de culpa
En definitiva, creo que el planteamiento de Soler incurre en una seria contradicción: de un lado, reclama un reforzamiento de la autoestima y “moral de victoria” occidentales; de otro, llama “decadentes” a “los que intentan defender Occidente mediante murallas, aislamientos y fragmentaciones”.

Si Occidente quiere que el resto del mundo asuma sus valores, lo primero que tiene que hacer es creer en sí mismo: superar la “white guilt”, esa visión penitencial de la historia occidental que no ve en ella otra cosa que racismo, imperialismo y opresión. En realidad, Occidente ha hecho más por la humanidad que cualquier otra civilización: ¡basta ya de autoflagelación!A mi parecer, sin embargo, no hay nada más decadente que el fatalismo de la inmigración como única solución al problema demográfico: equivale a presuponer que los europeos ya nunca volveremos a querer tener hijos en número suficiente, y que por tanto no nos queda otra opción que dejarnos invadir por asiáticos y africanos que todavía están dispuestos a tenerlos. Nada hay más decadente que la incapacidad de defender las propias fronteras, o de exigir a los recién llegados el respeto de nuestros valores y reglas del juego (exigírselo, ya se sabe, sería una violación “racista” de su “derecho a la diferencia”).

Dejar de flagelarse significa, por ejemplo, comprender que tenemos derecho a controlar y seleccionar la inmigración, decidiendo qué cantidad necesitamos y de qué procedencia cultural (sin embargo, a Trump lo arrastraron por el polvo cuando intentó poner coto a la inmigración de varios países islámicos conflictivos). Toda sociedad segura de sí misma se reserva el derecho de admisión. Dejar de flagelarse significa, también, liberarse de la ridícula obsesión por “no ser racistas” (que llevó a la policía de Rotherham a permitir los desmanes de una banda de violadores paquistaníes): no es racismo valorar la propia historia, controlar las fronteras, exigir a los recién llegados el respeto de nuestros valores e identidad.
Dejar de flagelarse implica también apostar por el relanzamiento de la natalidad nativa, en lugar de delegar en extranjeros el relevo generacional; esto, a su vez, no será posible sin una reafirmación del derecho a la vida (incluido el de los no nacidos) y un fortalecimiento de la institución familiar (Occidente ha llevado el individualismo demasiado lejos, y quizás tiene algo que aprender de los valores comunitario-familiares asiáticos). Y sin la transmisión de una visión positiva de su historia –que es, por cierto, una historia de naciones- a los jóvenes europeos. Y sin el rechazo de un “multiculturalismo” que amenaza convertir nuestras sociedades en una yuxtaposición de guetos étnicos sin valores comunes.
Esta nueva asertividad, este superar los complejos civilizacionales y las culpabilidades infundadas, no se da, de momento, en el nivel de las instituciones federales europeas, y sí en el de los partidos nacionalistas que ganan las elecciones en Polonia, Hungría, Chequia o Austria, o la presidencia de Trump en EE.UU. En abstracto no tendría por qué ser así; en la práctica, lo es. La revalorización de la cultura occidental se plantea, a día de hoy, como una recuperación de asertividades nacionales. Espero que este retorno del patriotismo se mantenga en cauces razonables y no conduzca a chauvinismos que pongan en peligro la cooperación económica y política entre países occidentales. El propio Huntington, por cierto, afirmó que, para resistir frente a las civilizaciones rivales, Occidente debía mantener sus marcos de cooperación: “Una integración política significativa contrarrestaría en cierta medida la decadencia relativa en la proporción de Occidente respecto a la población, el producto económico y el potencial militar del mundo, y restablecería el poder de Occidente a los ojos de las demás civilizaciones”.
Por Fígaro