Una investidura en un sistema parlamentario no es un fin, sino un procedimiento para resolver quién está en condiciones de gobernar, no quién puede formar Gobierno. No podemos olvidar que el objetivo último es el de constituir una mayoría parlamentaria que permita gobernar. Si lo hacemos pervertimos el sistema y enloquecemos a la ciudadanía, confundiendo medios con fines.
Pedro Sánchez, en un formidable ejercicio de osadía, planteó una moción de censura al entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, conformando una mayoría cohesionada sólo por el rechazo a una manera de gobernar, pero sin atisbos de poder acordar un programa conjunto con el que afrontar los retos de una legislatura. Las recientes elecciones generales han situado al Partido Socialista como la minoría mayoritaria, de ahí que el Rey haya concedido a Pedro Sánchez la oportunidad de formar gobierno. Sin embargo, el número de actas conseguido le sitúa en una extrema debilidad parlamentaria. De forma coherente Sánchez ha tratado de ganar su investidura con el apoyo de la mayoría parlamentaria que echó a Rajoy y le permitió a él acceder a la Presidencia del Gobierno, si bien con el compromiso de convocar elecciones generales en un tiempo breve. Promesa que olvidó de inmediato. La investidura ha fracasado, porque una cosa es unirse para desplazar al Partido Popular del Gobierno y otra acordar un programa para cuatro años.
Sánchez ha cargado duramente contra el Partido Popular y Ciudadanos por no apoyarle, responsabilizándoles de su fracaso con sus compañeros de viaje político: independentistas, terroristas y populistas de izquierdas. Desde hace semanas asistimos a la presión que grupos empresariales y medios de comunicación ejercen sobre Ciudadanos y el Partido Popular para que se abstengan en la votación de investidura, desatascando el problema creado por Sánchez y facilitando, por lo menos en apariencia, la gobernabilidad de España. De nuevo nos encontramos con una confusión entre medios y fines.
Pedro Sánchez no ha buscado el apoyo de Unidas Podemos y el bloque nacional-independentista por capricho, confusión o radicalidad. Ese paso es coherente con la historia reciente del socialismo español. Desde la defenestración de Alfonso Guerra y el ascenso a la vicepresidencia del Gobierno de Narcís Serra, el Partido Socialista ha asumido la necesidad de lograr entendimientos con las fuerzas nacionalistas en aquellas comunidades autónomas en las que estuvieran presentes. Tanto es así que no han tenido reparo alguno en etiquetarlas como “progresistas” al tiempo que se calificaba como “rancio” o “retrógrado” la defensa de la Nación española. El inolvidable “Discurso del método”, artículo publicado por Juan Luis Cebrián tras la experiencia constitucionalista liderada por Mayor Oreja y Redondo en el País Vasco, o la “Declaración de Granada” jalonan un camino que lleva a la adopción de una estrategia socialista comprometida con la idea de que España está conformada por un conjunto de naciones que difícilmente pueden convivir en el marco establecido por el Título VIII de la Constitución. Una España plurinacional requeriría de una estructura confederal o, en peculiar terminología socialista, de “federalismo asimétrico”.
El giro nacionalista del PSOE no es responsabilidad de Pedro Sánchez ni de José Luis Rodríguez Zapatero. Es el resultado de un proceso impulsado por Felipe González y Juan Luis Cebrián que posiblemente ha ido más allá de lo que sus autores hubieran deseado. Estamos, por lo tanto, ante una estrategia política, no ante un movimiento táctico más o menos insensato derivado de las peculiaridades psicológicas del dirigente socialista de turno. La prueba la tenemos en el pasado y actual comportamiento del Partido en aquellas comunidades con sensibilidad nacionalista. El reto político, la clave de toda esta estrategia, reside en la capacidad de los dirigentes socialistas para liderar, como fuerza nacional, el proceso de reforma constitucional hacia la confederación, la España “nación de naciones”. No hay que ser un genio para comprender que este cometido es en extremo difícil, por lo heterogéneo y radical de algunas de esas formaciones. El fracaso de Pedro Sánchez para lograr la investidura es un ejemplo de ello.
A la vuelta del verano cabe esperar un aumento de la tensión con las fuerzas nacionalistas como consecuencia de la publicación de la sentencia sobre la declaración de independencia de Cataluña. Para entonces lograr el apoyo de esas formaciones políticas será más difícil. El tiempo se agota para Pedro Sánchez. Es comprensible que la dirigencia socialista trate de forzar apoyos amenazando a sus socios naturales con un entendimiento en clave “constitucionalista”. Más aún, a establecer algún tipo de acuerdo con Ciudadanos y Partido Popular para seguir en la Moncloa al precio de posponer avances en la vía confederal. Supondría un aviso claro a las fuerzas nacionalistas de que no hay más opciones que la rebelión o aceptar el liderazgo socialista en el camino hacia una España confederal.
Sánchez afirma su compromiso con la Constitución. Lo hizo con extrema claridad la noche electoral. Pero su compromiso hace referencia a la forma de reformarla, adaptándola a lo que a su entender es la nueva realidad social de España. Es la posición de su partido y, de hecho, de algunos dirigentes y votantes de la oposición así como de líderes empresariales. Es comprensible que las fuerzas de la oposición desconfíen de Sánchez y rechacen facilitarle la permanencia en la Moncloa ¿Qué sentido tendría ayudarle a domesticar las fuerzas nacionalistas para juntos avanzar en la dirección contraria? No estamos tratando de corregir una política errada del Partido Socialista. Nos encontramos ante una estrategia para modificar la naturaleza del estado. Frente a lo que parecen pensar líderes empresariales y algunos medios de comunicación, facilitar la formación de un gobierno Sánchez no supondría la moderación del socialismo español, atándolo a la defensa de la Constitución, sino ayudar a consolidar la vía hacia la “segunda transición”.
Por Fígaro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario