No estoy nada seguro de que no haya empezado a resultar políticamente incorrecto pensar y sostener, como pienso y sostengo, que bajo la Constitución de 1978 España ha vivido los mejores cuarenta años de su historia contemporánea. Como no tengo la menor tentación “panglosiana”, no creo ignorar los muchos problemas sin resolver, los mal resueltos y los nuevos que han emergido en los últimos años; pero en términos relativos, comparativos, los niveles que se llegaron a alcanzar en integración y estabilidad política, en armonía social, en progreso económico, educativo y cultural, en salud, bienestar y calidad de vida, presentan una balanza netamente positiva y son incomparablemente superiores a los de cualquier otra etapa de la historia española.
Como no vivimos ni en el mejor de los mundos posibles ni bajo un orden constitucional perfecto, hace ya algún tiempo que numerosas voces académicas y políticas abogan por una reforma constitucional aunque, es preciso decirlo, salvo algunas significativas excepciones sin gran concreción del sentido y alcance precisos, con apelaciones recurrentes a un federalismo proteico y de perfiles difusos como un auténtico mantra litúrgico. Late en estas propuestas, con independencia de su frecuente vaguedad, la razonable pretensión de paliar notables disfuncionalidades que degradan el orden institucional y dificultan la convivencia democrática. Hace no más de diez o quince años esas reformas, parciales y limitadas, hubieran sido perfectamente posibles con un mínimo de la enorme generosidad que los partidos y la clase política desplegaron en 1978, con una voluntad de transigencia en defensa del interés general capaz de sacrificar algunos intereses de partido.
Sin el menor ánimo exhaustivo, se podrían apuntar algunos temas en los que hubiera cabido el compromiso:la forma de designación de los Magistrados del Tribunal Constitucional y de los miembros del Consejo General del Poder Judicial de suerte que se hiciera imposible la designación por cuotas con las que se ha buscado más la afección ideológico-política que la excelencia intelectual y personal. Lamentablemente han prevalecido las mezquinas pulsiones partidocráticas de apoderamiento de los órganos e instituciones del Estado. Se hubieran podido consensuar mecanismos ágiles y precisos para favorecer y delimitar la integración en Europa facilitando al tiempo la participación de las Comunidades Autónomas en los temas que las afecten y un más eficiente control parlamentario. En el problema de mayor calado que es la necesidad de cerrar el modelo territorial del Estado, se hubieran podido consensuar (al menos entre el PSOE y el PP que tenían mayorías parlamentarias más que suficientes y el apoyo de una muy amplia mayoría social) una reordenación racional (no una restricción) del reparto de competencias, un perfeccionamiento de los mecanismos institucionales de cooperación e inordinación, incluida una más que conveniente reforma del Senado. Se hubiera podido profundizar en el debate sobre la conveniencia de dotar constitucionalmente de mayor densidad jurídica a los derechos económicos y sociales, o de mantener la situación actual que parte de una premisa – para nada descabellada como demuestra entre otras la Constitución danesa- de que el Estado de bienestar, como realidad empírica, descansa más en políticas legislativas y presupuestarias que en ambiciosas, solemnes y muchas veces retóricas proclamas constitucionales…
En fin, son muchas las cuestiones que se hubieran podido abordar, pero siempre emergieron dos obstáculos que los partidos no supieron o no quisieron superar. Al primero ya me he referido: la pulsión partidocrática de formaciones burocratizadas, disciplinadas hasta la obediencia ciega, clientelistas, con comportamientos corruptos, ensimismadas y obsesionadas con la conquista y la conservación del poder. El segundo era la convicción de que toda reforma de calado abriría la caja de los truenos porque debería abordar el serio problema de la estructura territorial y, de forma razonable o ya entonces profundamente ingenua, se pensaba que no podía hacerse una reforma contra los partidos nacionalistas, que debía utilizarse, en su caso, para integrarlos y no para empujarlos fuera del sistema y que se echasen al monte. En el monte están. Los partidos nacionalistas nunca mostraron el menor interés en la racionalización del sistema autonómico ni en la reforma del Senado porque siempre aspiraron a la independencia y, en el tránsito, a relaciones bilaterales de corte confederal. Hoy sabemos que probablemente habría que haber hecho la reforma sin ellos, que la comprensible prudencia fue un ejercicio de permanente claudicación.
Lamentablemente hoy por hoy ya no es posible ninguna reforma de calado. Los últimos resultados electorales, desde 2015, han traido aires de fronda. El éxito de todo proceso constituyente exige que las principales fuerzas políticas convengan en dos cuestiones: en la identificación del soberano y en el procedimiento para hacerle presente organizado en poder constituyente. La transición a la democracia fue posible porque la totalidad de las fuerzas significativas aceptaban como titular de la soberanía al pueblo español entendiendo el concepto de pueblo de acuerdo con la tradición de la democracia liberal. Hubo un conflicto en cuanto al método: reforma o ruptura; pero una vez que se impuso la reforma y se comprobó que el proceso era auténtico y conducía a una sólida democracia todas las fuerzas aceptaron el procedimiento.
Hoy la situación es muy distinta. Las elecciones han deparado no solo fragmentación sino sobre todo polarización. Hoy no habría acuerdo ni en el procedimiento ni en la identificación del soberano. En el procedimiento porque hay fuerzas adanistas que desde la absurda consideración de que la Costitución (el Régimen del 78 dicen despectivamente) no se gestó libremente sino condicionada por poderes fácticos. Al parecer ellos encabezarían un proceso sin condicionamientos de ninguna clase, con un poder no solo jurídicamente libre, sino políticamente incondicionado. Es el mejor camino para obtener un penoso resultado: una Constitución nacida con magros vencedores y grandes perdedores. La antítesis de la magnífica transición española que sin grandes ganadores ni grandes perdedores pudo servir como poderoso instrumento de integración y reconciliación.
Pero sobre todo faltaría el acuerdo básico de la identificación del soberano. Para estas fuerzas, nacionalistas o populistas, el titular de la soberanía ya no sería el pueblo español sino los pueblos de España, titulares cada uno de ellos (sean los que fueren y cuantos fueren) de un irrenunciable derecho a la autodeterminación, esto es, a la independencia. No habría una Nación española. España sería una nación de naciones, con una clara confusión entre el concepto cívico de Nación hijo de la Ilustración y el concepto sentimental de la nación identitaria, hijo irracional y miserable del romanticismo. Como dijo Carré de Malberg, el concepto democrático de Nación no se construye desde lo que nos separa, divide y diferencia, sino desde lo que nos une: la común condición de ciudadanos libres e iguales.
Por último, no es nada seguro que las fuerzas populistas compartieran el concepto de pueblo de la tradición democrático-liberal, de la democracia esencialmente representativa, de la limitación material y temporal del poder y de la división de poderes. Decía el presidente Hugo Chavez que “ la separación de poderes era una institución burguesa y obsoleta que debilita al Estado porque le ata las manos al pueblo”. Alguien debió responderle con el clásico que “al pueblo hay que atarle las manos para que siga teniendo manos”, o, dicho con menor violencia o con mayor dulzura: hay que limitar el poder de las mayorías para que se puedan seguir formando libremente mayorías. La democracia no es voluntad desnuda ayuna de razón, sino la voluntad enmarcada y limitada por la razón: por el respeto a la libertad de todos. El poder democrático es, con necesidad lógica, un poder jurídicamente limitado por el respeto a los derechos fundamentales.
Por Fígaro.