viernes, 7 de diciembre de 2018

Aires de fronda



No estoy nada seguro de que no haya empezado a resultar políticamente incorrecto pensar y sostener, como pienso y sostengo, que bajo la Constitución de 1978 España ha vivido los mejores cuarenta años de su historia contemporánea. Como no tengo la menor tentación “panglosiana”, no creo ignorar los muchos problemas sin resolver, los mal resueltos y los nuevos que han emergido en los últimos años; pero en términos relativos, comparativos, los niveles que se llegaron a alcanzar en integración y estabilidad política, en armonía social, en progreso económico, educativo y cultural, en salud, bienestar y calidad de vida, presentan una balanza netamente positiva y son incomparablemente superiores a los de cualquier otra etapa de la historia española.
Como no vivimos ni en el mejor de los mundos posibles ni bajo un orden constitucional perfecto, hace ya algún tiempo que numerosas voces académicas y políticas abogan por una reforma constitucional aunque, es preciso decirlo, salvo algunas significativas excepciones sin gran concreción del sentido y alcance precisos, con apelaciones recurrentes a un federalismo proteico y de perfiles difusos como un auténtico mantra litúrgico. Late en estas propuestas, con independencia de su frecuente vaguedad, la razonable pretensión de paliar notables disfuncionalidades que degradan el orden institucional y dificultan la convivencia democrática. Hace no más de diez o quince años esas reformas, parciales y limitadas, hubieran sido perfectamente posibles con un mínimo de la enorme generosidad que los partidos y la clase política desplegaron en 1978, con una voluntad de transigencia en defensa del interés general capaz de sacrificar algunos intereses de partido.
Sin el menor ánimo exhaustivo, se podrían apuntar algunos temas en los que hubiera cabido el compromiso:la forma de designación de los Magistrados del Tribunal Constitucional y de los miembros del Consejo General del Poder Judicial de suerte que se hiciera imposible la designación por cuotas con las que se ha buscado más la afección ideológico-política que la excelencia intelectual y personal. Lamentablemente han prevalecido las mezquinas pulsiones partidocráticas de apoderamiento de los órganos e instituciones del Estado. Se hubieran podido consensuar mecanismos ágiles y precisos para favorecer y delimitar la integración en Europa facilitando al tiempo la participación de las Comunidades Autónomas en los temas que las afecten y un más eficiente control parlamentario. En el problema de mayor calado que es la necesidad de cerrar el modelo territorial del Estado, se hubieran podido consensuar (al menos entre el PSOE y el PP que tenían mayorías parlamentarias más que suficientes y el apoyo de una muy amplia mayoría social) una reordenación racional (no una restricción) del reparto de competencias, un perfeccionamiento de los mecanismos institucionales de cooperación e inordinación, incluida una más que conveniente reforma del Senado. Se hubiera podido profundizar en el debate sobre la conveniencia de dotar constitucionalmente de mayor densidad jurídica a los derechos económicos y sociales, o de mantener la situación actual que parte de una premisa – para nada descabellada como demuestra entre otras la Constitución danesa- de que el Estado de bienestar, como realidad empírica, descansa más en políticas legislativas y presupuestarias que en ambiciosas, solemnes y muchas veces retóricas proclamas constitucionales…
En fin, son muchas las cuestiones que se hubieran podido abordar, pero siempre emergieron dos obstáculos que los partidos no supieron o no quisieron superar. Al primero ya me he referido: la pulsión partidocrática de formaciones burocratizadas, disciplinadas hasta la obediencia ciega, clientelistas, con comportamientos corruptos, ensimismadas y obsesionadas con la conquista y la conservación del poder. El segundo era la convicción de que toda reforma de calado abriría la caja de los truenos porque debería abordar el serio problema de la estructura territorial y, de forma razonable o ya entonces profundamente ingenua, se pensaba que no podía hacerse una reforma contra los partidos nacionalistas, que debía utilizarse, en su caso, para integrarlos y no para empujarlos fuera del sistema y que se echasen al monte. En el monte están. Los partidos nacionalistas nunca mostraron el menor interés en la racionalización del sistema autonómico ni en la reforma del Senado porque siempre aspiraron a la independencia y, en el tránsito, a relaciones bilaterales de corte confederal. Hoy sabemos que probablemente habría que haber hecho la reforma sin ellos, que la comprensible prudencia fue un ejercicio de permanente claudicación.
Lamentablemente hoy por hoy ya no es posible ninguna reforma de calado. Los últimos resultados electorales, desde 2015, han traido aires de fronda. El éxito de todo proceso constituyente exige que las principales fuerzas políticas convengan en dos cuestiones: en la identificación del soberano y en el procedimiento para hacerle presente organizado en poder constituyente. La transición a la democracia fue posible porque la totalidad de las fuerzas significativas aceptaban como titular de la soberanía al pueblo español entendiendo el concepto de pueblo de acuerdo con la tradición de la democracia liberal. Hubo un conflicto en cuanto al método: reforma o ruptura; pero una vez que se impuso la reforma y se comprobó que el proceso era auténtico y conducía a una sólida democracia todas las fuerzas aceptaron el procedimiento.
Hoy la situación es muy distinta. Las elecciones han deparado no solo fragmentación sino sobre todo polarización. Hoy no habría acuerdo ni en el procedimiento ni en la identificación del soberano. En el procedimiento porque hay fuerzas adanistas que desde la absurda consideración de que la Costitución (el Régimen del 78 dicen despectivamente) no se gestó libremente sino condicionada por poderes fácticos. Al parecer ellos encabezarían un proceso sin condicionamientos de ninguna clase, con un poder no solo jurídicamente libre, sino políticamente incondicionado. Es el mejor camino para obtener un penoso resultado: una Constitución nacida con magros vencedores y grandes perdedores. La antítesis de la magnífica transición española que sin grandes ganadores ni grandes perdedores pudo servir como poderoso instrumento de integración y reconciliación.
Pero sobre todo faltaría el acuerdo básico de la identificación del soberano. Para estas fuerzas, nacionalistas o populistas, el titular de la soberanía ya no sería el pueblo español sino los pueblos de España, titulares cada uno de ellos (sean los que fueren y cuantos fueren) de un irrenunciable derecho a la autodeterminación, esto es, a la independencia. No habría una Nación españolaEspaña sería una nación de naciones, con una clara confusión entre el concepto cívico de Nación hijo de la Ilustración y el concepto sentimental de la nación identitaria, hijo irracional y miserable del romanticismo. Como dijo Carré de Malberg, el concepto democrático de Nación no se construye desde lo que nos separa, divide y diferencia, sino desde lo que nos une: la común condición de ciudadanos libres e iguales.
Por último, no es nada seguro que las fuerzas populistas compartieran el concepto de pueblo de la tradición democrático-liberal, de la democracia esencialmente representativa, de la limitación material y temporal del poder y de la división de poderes. Decía el presidente Hugo Chavez que “ la separación de poderes era una institución burguesa y obsoleta que debilita al Estado porque le ata las manos al pueblo”. Alguien debió responderle con el clásico que “al pueblo hay que atarle las manos para que siga teniendo manos”, o, dicho con menor violencia o con mayor dulzura: hay que limitar el poder de las mayorías para que se puedan seguir formando libremente mayorías. La democracia no es voluntad desnuda ayuna de razón, sino la voluntad enmarcada y limitada por la razón: por el respeto a la libertad de todos. El poder democrático es, con necesidad lógica, un poder jurídicamente limitado por el respeto a los derechos fundamentales.
Por Fígaro. 

Chesterton sobre la democracia y la tradición


He ahí el primer principio de la democracia: que lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que los separa. El segundo principio consiste en que una de las cosas que tienen en común es precisamente el instinto o el deseo político. Enamorarse es más poético que escribir versos. La tesis de la democracia es que el gobierno (ayudar a administrar la tribu) es como enamorarse, y no como escribir versos. No tiene nada que ver con tocar el órgano en la iglesia, pintar en pergamino o descubrir el Polo Norte (esa costumbre tan insidiosa), ni con rizar el rizo, llegar a ser astrónomo real u otras cosas por el estilo. Esas cosas no queremos que las haga nadie a menos que sepa hacerlas bien. Por el contrario, se parece más a escribir tus propias cartas de amor, a sonarte la nariz y a otras cosas que uno quiere hacer por sí mismo, aunque las haga mal. No estoy defendiendo aquí la veracidad de ninguna de estas opiniones; sé que algunos modernos querrían que sus mujeres las escogieran los científicos, y que es posible que pronto pidan que les suene la nariz una enfermera. Tan sólo afirmo que la humanidad reconoce esas funciones humanas universales y que la democracia incluye el gobierno entre ellas. La creencia democrática se resume en que las cosas más importantes, como el apareamiento entre los sexos, la crianza de los hijos o las leyes del Estado, conviene dejárselas a las personas normales. En eso consiste la democracia, y eso es lo que he creído siempre.
Pero hay algo que desde mi juventud nunca he logrado comprender y es de dónde se ha sacado la gente la idea de que la democracia era en cierto sentido opuesta a la tradición. Es evidente que la tradición no es otra cosa que la democracia extendida en el tiempo.Consiste en confiar en un consenso de voces normales antes que en un registro aislado o arbitrario. El hombre que cita a un historiador alemán contra la tradición de la Iglesia católica, por ejemplo, está haciendo un claro llamamiento a la aristocracia y antepone la superioridad de un experto a la temible autoridad de la turba. Resulta fácil entender que una leyenda merece, y con razón, más respeto que cualquier libro de historia. Por lo general, la leyenda la han creado la mayoría de los habitantes de la aldea, que son siempre gente cuerda. El libro, por lo general, lo ha escrito el único hombre de la aldea que está loco. Quienes atacan la tradición basándose en la ignorancia de la gente de otras épocas deberían afirmarlo en el Carlton Club y añadir que los votantes de los suburbios son ignorantes. A nosotros ese argumento no nos convence. Si otorgamos gran importancia a la opinión de la gente normal cuando se pronuncia unánimemente sobre asuntos cotidianos, no hay razón para no tenerla en cuenta cuando se refiere a las fábulas o a la historia. La tradición puede considerarse una extensión del derecho a voto. Equivale a conceder el voto a la clase más oscura de todas: nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición se niega a dejarse someter por esa oligarquía reducida y arrogante que sólo por casualidad sigue hollando la tierra. Los demócratas rechazan cualquier discriminación basada en el nacimiento; la tradición rechaza la discriminación basada en la muerte.La democracia nos enseña a no despreciar la opinión de un hombre válido, aunque sea nuestro caballerizo; la tradición nos pide que no la despreciemos, aunque sea nuestro padre. En cualquier caso, me resulta imposible separar tradición y democracia, y me parece evidente que son la misma cosa. Habremos de incluir a los muertos en nuestros concejos. Los antiguos griegos votaban con piedras; éstos votarán con lápidas. Nada más normal, puesto que la mayoría de las lápidas, como la mayoría de las papeletas, están marcadas con una cruz.
He de aclarar, por tanto, que si tengo algún prejuicio ha sido siempre a favor de la democracia, y por tanto de la tradición. Antes de llegar a ningún principio lógico o teórico me alegra reconocer esa ecuación personal: siempre me he sentido más inclinado a creer en la gente corriente y trabajadora que en esa clase particular y fatigosa de los literatos a la que pertenezco. Prefiero los caprichos y prejuicios de quienes ven la vida desde dentro a las cristalinas demostraciones de quienes la observan desde fuera. Siempre defenderé los cuentos de viejas ante los hechos de las solteronas. No me importa lo disparatado que pueda ser el ingenio, si es el de mi madre.”
Chesterton, G. K. Ortodoxia, Barcelona, Editorial Acantilado (2013).
Por Fígaro.

Juan Carlos I, Rey de España


Con ese nombre y ese título empieza el texto de la Constitución Española de 1978, iniciando un párrafo que dice: “A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed que las Cortes han aprobado y el Pueblo español ratificado la siguiente Constitución”. El texto constitucional lleva las firmas de Antonio Hernández Gil, presidente de las Cortes, de Fernando Álvarez de Miranda, presidente del Congreso de los Diputados y de Antonio Fontán Pérez, presidente del Senado. Todas ellas están encabezadas por la firma de Juan Carlos I, Rey de España, a la que sigue una requisitoria: “Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta Constitución como norma fundamental del Estado”.
El cuarenta aniversario de su nacimiento la Constitución española nos viene a recordar, entre otras muchas cosas, el carácter de intima proximidad que existe entre su texto y el Jefe del Estado que la promulga y rubrica, el Rey Juan Carlos I. No tanto ni únicamente porque ese fuera su obligación institucional sino, sobre todo, porque el camino que hacia la Constitución condujo seria incomprensible sin las acciones, decisiones e impulsos que el Rey adoptó para hacerla posible. Y con ella, abrir el período mas largo y fructífero de democracia y prosperidad que España haya conocido en gran parte de su historia.
Juan Carlos I llegó al trono heredando los poderes absolutos que Francisco Franco le había otorgado en las leyes de sucesión a la Jefatura del Estado, poderes a los que inmediatamente renunció para abrir un proceso de normalización democrática sin precedentes en la historia patria y pronto motivo de admiración y seguimiento por todos aquellos que en el mundo habían hecho de la democracia liberal su aspiración. Bajo los primeros tiempos de su reinado fueran legalizados los partidos politicos, firmados y ratificados los textos universales sobre los derechos humanos, normalizadas las relaciones diplomáticas con la comunidad internacional, amnistiados los delitos de índole o inspiración política que habían sido penados bajo la dictadura y establecido un marco previsible de comportamiento económico en el marco de la economía social de mercado.
La Monarquía parlamentaria que la Constitución de 1978 establece ha garantizado como pocas veces, si alguna, en la historia de nuestro país la igualdad y la libertad de los españoles y en su promoción y defensa Juan Carlos I supo demostrar visión de futuro, generosidad y cuando fue necesario valentía y arrojo. Esa Monarquía garante de nuestras libertades, que en la estela de su padre tan excelentemente encarna el Rey Felipe VI, seria incomprensible sin la aportación de todos los que hicieron posible el texto constitucional, encabezados y guiados por el Rey Juan Carlos I. Cuatro décadas después, cuando la nación celebra los fastos que la conmemoración merece, un lugar de honor debe ser reservado para la figura que más que ninguna otra la hizo posible, Juan Carlos I, Rey de España.
Por Fígaro. 

La Nación no se toca


Si algo han dejado claro las elecciones andaluzas es que la deslealtad con el orden constitucional tiene consecuencias electorales. Visto con perspectiva, el PSOE no ha dejado de debilitarse desde que se embarcó en el Pacto del Tinell junto a nacionalistas y populistas. Alianza, conviene recordarlo, que contó con el beneplácito de Felipe González, quien últimamente ha renovado su fe en la Constitución y aceptado que no hay democracia sin alternancia en el poder.
El actual presidente de Gobierno dio un paso más en la deriva nacionalista y populista iniciada por Zapatero. Lo que empezó con Manuela Carmena en Madrid y con Ada Colau en Barcelona alcanzó su cénit en la moción de censura de Pedro Sánchez, en convergencia con quienes han atacado y quieren liquidar la Constitución de 1978 y los fundamentos de nuestra monarquía parlamentaria.
El PSOE está recogiendo lo que ha sembrado. Su deslealtad con España y la connivencia con independentistas, comunistas y filoeterras han supuesto la puntilla para cuatro décadas de corrupción e incompetencia de la Junta de Andalucía bajo Gobierno socialista. El mensaje es rotundo: la Nación no se toca.
La voluntad de cambio también es innegable. Los andaluces, como el resto de sus compatriotas, quieren más libertad, más oportunidades y más España. El Partido Popular ha hecho lo que se esperaba de su nuevo presidente nacional que ha salvado del descalabro al candidato andaluz: reivindicar las ideas liberal-conservadoras sin complejos desde ese balcón que lo mismo está en Tarragona, que en Toledo, que en Jaén.
Vox, por su parte, ha roto los esquemas políticos que atenazaban los discursos de todos los partidos. Será importante comprobar cómo evoluciona esta formación dentro de las instituciones y cómo gestionará su nueva popularidad en el maratón electoral de 2019. Su firme defensa de la unidad de España se presenta como su mejor activo ante el desafío secesionista, antisistema y golpista que continuará poniendo a prueba la solidez de nuestra Nación y de nuestro Estado de derecho. A su vez, esta irrupción desvela una cuestión no menor: el palpable agotamiento de una parte del electorado ante la imposición de determinados discursos públicos que no persiguen otro objeto que cuartear la sociedad española en “colectivos” artificialmente enfrentados entre sí.
Ciudadanos ha crecido notablemente obteniendo un buen resultado, pero muy lejos del sorpasso con el que soñaba e insuficiente para elevar a su candidato a la presidencia de la Junta de Andalucía. La formación de Albert Rivera, más allá de su firmeza frente al separatismo, sigue abrazando la indefinición política como seña de identidad, lo que antes o después le puede suponer un coste. Y la administración que haga de su fuerza parlamentaria a la hora de conformar un nuevo gobierno en Andalucía va a ser determinante para sus expectativas electorales a nivel nacional.
Si buena es la emergencia de una derecha liberal-conservadora reafirmada en sus postulados, no lo es menos el hundimiento de Podemos. Un signo de que la mayoría de la sociedad española no va a permitir al partido de Pablo Iglesias asaltar ningún cielo, ni el de Sevilla ni el de Madrid. Y una prueba más de que un discurso desacomplejado en defensa de las ideas liberales y conservadoras y de la unidad de la Nación, no sólo no resta votos, sino que rompe hegemonías donde menos se espera.
Unir al centro-derecha bajo una alternativa política capaz de formar gobiernos sólidos no es una tarea menor. Bien al contrario, articular esta “casa común”es una labor que exige un análisis profundo de lo que ha sucedido en dicho espacio, así como entender las transformaciones que se están produciendo tanto en el imaginario social como en el ámbito de los hábitos y expectativas creadas o frustradas.
El Partido Popular, Ciudadanos y Vox tienen ahora la ineludible responsabilidad de alcanzar un acuerdo que convierta la victoria del centro y la derecha en Andalucía en el paso previo para alcanzar el Gobierno de la Nación e implementar un programa de reformas que garantice el fortalecimiento institucional, la prosperidad económica y la cohesión social y territorial que España necesita.
Por Fígaro. 

Laurent Lafforgue: un genio de las matemáticas preocupado por la educación


Poca gente en España sabría decir quién es Laurent Lafforgue, sin embargo, su nombre es bien conocido entre los científicos de todo el mundo. En el año 2002, Lafforgue fue galardonado con la Medalla Fields, el mayor galardón internacional que se ha creado para reconocer el valor de un descubrimiento hecho por un matemático que no haya cumplido los 40 años. Con este premio, que se considera equivalente al Nobel de Matemáticas, Lafforgue quedó incorporado en el selecto grupo de los mejores matemáticos del mundo.
Laurent nació el 6 de noviembre de 1966, en Antony, una comuna de la región de L’Île de France, situada en las proximidades de París. Cursó la enseñanza primaria en la escuela Jules Ferry y la secundaria en el liceo Descartesambos centros públicos de su pueblo natal. Fue un magnífico estudiante que desde sus primeros años destacó en las disciplinas científicas. En la Olimpiada Internacional de Matemáticas, donde cada año se dan cita los estudiantes de bachillerato del mundo que más han destacado en esta disciplina, fue medalla de plata dos veces, en 1984 y en 1985.
Terminado el su bachillerato, Laurent se trasladó a París para asistir, en el liceo Louis le Grand de esta capital, a las clases preparatorias de ingreso en las Grandes Écolesque son las instituciones que los franceses conservan para la formación de sus élites y a las que se accede sólo después de superar unas muy exigentes pruebas.Cursó Matemáticas en la École Normale Supérieure de Paris. Una vez realizada su tesis doctoral en el campo de la Aritmética y Geometría algebraicase convirtió en investigador del prestigioso Centre National de Recherche Scientifique (CNRS). Laurent tiene dos hermanos menores, Thomas (1970) y Vincent (1974), ambos también ex alumnos de Matemáticas de l’École NormaleSupérieurede Paris. Los hermanos Lafforgue son un producto puro de la escuela republicana francesa, exigente, meritocrática, selectiva y motor del ascenso social. Así suele decirlo Laurent, que no se considera a sí mismo un genio, sino un alumno bueno que ha recibido una magnífica enseñanza y ha tenido unos excelentes profesores.
En el año 2004 Laurent Lafforgue fue elegido miembro de la Academia de Ciencias francesa. Su condición de académico le permitió profundizar en las causas de lo que él consideraba el declive de la enseñanza de las disciplinas científicas en Francia. Junto con otros seis académicos, el físicoRoger Baliany los matemáticos, Jean-Michel Bismut, Alain Connes, Jean-Pierre Demailly, Pierre Lelong y Jean-Pierre Serre, elaboraron un documento, “Los saberes fundamentales al servicio del futuro científico y técnico y cómo recuperar su enseñanza”, en el que señalaban las deficiencias del sistema de enseñanza y ofrecían ideas para cambiar la que consideraban dirección “autodestructiva” de la enseñanza francesa.
Los autores de aquel documento, entre las razones que les habían llevado a comprometerse con la educación, señalaban las siguientes:
Sin la Escuela, Francia no tendría científicos, ni ingenieros, ni escritores, ni profesores, ni cultura, ni tecnología. Sin la Escuela nosotros no seríamos nada de lo que somos hoy (…) Por eso queremos que todos los niños puedan seguir beneficiándose de lo que nosotros nos beneficiamos un día”.
“La Nación debe reafirmar que el papel principal de la Escuela y su razón de ser son la instrucción, la transmisión de los saberes fundamentales y el desarrollo de las capacidades intelectuales de niños y jóvenes”.
“Creemos que la mejor manera de asegurar la igualdad de oportunidades sería proponer en todas las escuelas de Francia una enseñanza de gran calidad, es decir, en las que hubiera la misma exigencia, en la que se respetara la autoridad del profesor, en la que todos los alumnos tuvieran la oportunidad de ascender por su mérito y su trabajo. (…) En aras a lograr la igualdad de oportunidades, no se debe rebajar el nivel de exigencia en los centros de barrios desfavorecidos”.
“Un niño que aprende no quita nada a ningún otro. Por ello jamás debería ser invocado el principio de igualdad para reducir los programas y los niveles de exigencia”.
El documento, como cuaderno para el debate, fue publicado por la Fundación por la Innovación Política, un think tank francés creado en 2004 y que se define como “liberal, progresista y europeo”. A juzgar por el revuelo mediático que aquel texto levantó en su día, se diría que la opinión de los académicos había hecho mella en el pensamiento “pedagógicamente correcto” que, como denunciaba entonces Lafforgue, dominaba el mundo de la educación francesa.
A raíz de su implicación en cuestiones relacionadas con la educación, Lafforgue fue invitado a integrar el Haut Conseil de l’Éducation (Consejo Superior de Educación), un organismo consultivo creado en 2005 por el entonces Ministro de Educación Nacional, François Fillon para revisar los programas escolares. Dos días después de su nombramiento, Lafforgue fue obligado a dimitir. Su postura resultaba demasiado “intransigente” para formar parte de un Consejo cuya finalidad era llegar a “amplios consensos”.
Lo que había ocurrido es que, al enterarse Lafforgue de que el Consejo contaría con inspectores y responsables de la administración educativa para formar un grupo de “expertos de la Educación Nacional”, envió un correo al presidente del Consejo diciéndole que eso era “como si estuviéramos en un Consejo de Derechos Humanos y llamáramos a los jemeres rojos para constituir un grupo de expertos para la promoción de los derechos humanos”. El correo, que era confidencial, debió de llegar a manos de algún alto cargo del Ministerio de Educación que exigió el cese inmediato del eminente matemático.
Aquel documento sobre los saberes fundamentales inspirado por Laurent Laforgue tiene ya casi quince años y, sin embargo, todos los problemas que aquellos siete científicos denunciaron entonces siguen hoy sin ser resueltos, ni en Francia ni en casi ninguno de los países occidentales, incluida España.
Hace poco más de un año, el Ministro de Educación Nacional del gobierno de Emmanuel Macron, Jean-Michel Blanquer, anunció las medidas que estaba preparando para acabar con el “pedagogismo” y el “igualitarismo” que, en su opinión, desde Mayo del 68 dominan el mundo de la educación. Curiosamente, las reformas que anunció entonces Blanquer y que hoy se están implantando en Francia coinciden casi línea por línea  con las que Lafforgue y los otros seis académicos expusieron en su documento, “Los saberes fundamentales al servicio del futuro científico y técnico y cómo recuperar su enseñanza”.
Y es que el Presidente de la República Francesa ha hecho una fuerte apuesta por la educación. Quiere frenar el declive en el que ha entrado la Escuela, y quiere hacerlo recuperando el objetivo de elevar el nivel cultural de la población para el que fue creada, así como reestablecer sus valores tradicionales de exigencia, esfuerzo y reconocimiento del mérito.
Para desgracia de España, el proyecto educativo de Macron está en las antípodas del que acaba de presentar Isabel Celáa, Ministra de Educación y portavoz del gobierno de Pedro Sánchez. Celáa ha dejado bien claro que los socialistas españoles no están dispuestos a renunciar a su doctrina igualitaria ni a su dogmatismo pedagógico, por mucho que los hechos y los datos de las evaluaciones internacionales sitúen a España en el pelotón de cola de la Unión Europea.
Por Fígaro.