Es habitual que un autor presente de entrada una lista, más o menos larga, de antecedentes a modo de credenciales que le permitan excusarse de antemano de aquello que va a escribir. En mi caso, en muchas ocasiones he tenido que nombrar el origen catalán de padres (los dos), abuelos (los cuatro), bisabuelos, y hasta tatarabuelos. Esa carta de presentación genealógica forzada por mi interlocutor y su “pero ¿tú eres catalán?” parece otorgar una patente de validación (a veces, apenas) al derecho de presentar opiniones que suelen discrepar del discurso dominante en Cataluña y que sin ella carecerían de valor.
Hace años, en mitad de una charla, un amigo súbitamente me soltó: “Javi, si tú y yo somos catalanes ¿por qué hablamos en castellano?”. Inmediatamente, sin que yo me lo cuestionase, cambiamos al catalán. Con los años, esa pregunta ha sido causa de mucha reflexión: lo que se está dirimiendo en Cataluña es un problema de identidad: cuál es y cuál debe ser la identidad de Cataluña.
Sin darnos cuenta hemos asumido – todos – un marco mental que deberíamos refutar de plano. Si hay una pregunta que he aprendido a aborrecer con pasión es la que lleva años haciendo el Centre d’Estudis d’Opinió(el CIS catalán) que quiere saber del encuestado si se identifica más como catalán o español. Ante esto, yo presento una enmienda a la totalidad ya que la pregunta asume que las identidades catalana y española son dos identidades diferenciadas que se mezclan, o no, en diferentes medidas. Esa contraposición, esa obligación de escoger, es la que busca el nacionalismo forzando a los individuos a definirse. No, la identidad de cada uno de nosotros no puede compartimentarse pues es una y es única. Puede y debe definirse de muchas maneras ya que cada uno de nosotros presenta una combinación única de vivencias, razas, o lenguas. Más importante aún, cada uno de nosotros es lo que con ese bagaje decide ser.
He ahí la clave de lo que sucede en Cataluña: definir si la identidad “ideal” colectiva “catalana” se sitúa por encima de una identidad individual de decisiones personales; definir qué es propio (a conservar) o extranjero (a rechazar).
Podremos sentir más o menos apego por ciertas tradiciones, gustarnos más o menos, pero nuestro afecto por ellas y deseo de conservarlas no puede venir a costa de la decisión única, individual e intransferible de cada ciudadano de seguirlas… o rechazarlas. En Cataluña es la lengua, alrededor de la cual se construye todo lo demás, la esencia máxima de la (supuesta) identidad catalana. La idea de una lengua “propia” de un territorio sitúa sutilmente al resto como foráneas. Lean el manifiesto Koiné y vean quién lo firma, así como la fallida declaración unilateral de independencia que habla de una sola lengua. Aunque lo que debería ser importante no es la lengua en la que uno escriba sino lo que uno con ella diga, conseguir esa identificación individual plena con la lengua “propia” es fundamental en el proceso de construcción nacional pues es más fácil desprenderse de una religión que de la lengua materna: podemos vivir sin creer, pero no podemos vivir sin comunicarnos. La aversión o vergüenza que produce y se hace sentir –muchas veces sutilmente – a muchos catalanes el ver y ya no digamos el escribir Cataluña con ñ, ejemplifica claramente esa fina lluvia identitaria que todo ha empapado y que rechaza y excluye a quien no la acepta. El argumentario económico no es más que el envoltorio de una queja identitaria.
La identidad es individual y cómo se exprese es por ello una decisión personal y libre. O así debería serlo. Una sociedad de libertades no sólo no puede imponer sino que debe rechazar cualquier exigencia identitaria. Se pueden promover tradiciones, religiones y lenguas como el legado que nos ha llevado como sociedad, entendida como conjunto de individuos, a donde estamos pero ningún gobierno, cuya función última es la de servir y expandir esa libertad individual en la medida de lo posible, debe imponerlas.
Hasta que no se asuma y se defienda, sobre todo por parte de una izquierda que en este aspecto adopta el papel más conservador posible, que el castellano es tan “propio” de los catalanes y de Cataluña, como el catalán y que el uso de la lengua – la que sea – tiene que ser el resultado de una elección individual libre, no habrá avance alguno. Mientras no rompamos el marco impuesto de una sociedad identitaria colectiva (lingüística) frente a una de valores compartidos, no seremos libres de expresar nuestra identidad y modo de pensar individuales – fruto de decisiones personales -– como mejor nos venga en gana sin tener que presentar de antemano carta genealógica alguna. El nacionalismo, que exige lealtad y sumisión a su ideal identitario, jamás lo hará por sí mismo.
Por Fígaro.
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